Todo existe…
- La verdad se queda corta: Hay días en los que el mitómano se da cuenta de que la realidad no alcanza a cubrir la vastedad de lo que uno necesita ser. Para él, el mundo debe ser ampliado, transformado, se debe crear algo más grande y significativo. La mentira, entonces, se convierte en una forma de existir, una manera de rellenar ese vacío que deja la simpleza de lo real.
- La mentira se convierte en un hábito. Con el tiempo, la mentira deja de ser una simple herramienta y se convierte en parte de su ser. Ya no sabe dónde termina la ficción y dónde comienza la realidad. La mentira es su sombra. Nadie sabe si lo que dice es cierto o no, porque él ya no distingue la frontera entre ambas.
- Las historias no necesitan ser reales, solo creíbles. Para el mitómano, lo único que importa es que sus palabras logren resonar en quienes lo escuchan. No importa si lo que cuenta ocurrió realmente o no, lo relevante es la emoción que provoca, el impacto que deja en quien lo oye. El relato no es más que una construcción, un juego de sensaciones que transporta a otros a un mundo que él ha fabricado.
- Nunca revela su mentira sin pensarlo. Cada mentira que pronuncia tiene un propósito, una estrategia. No es un ser impulsivo que habla sin medida, sino que cada palabra está cuidadosamente calculada, como un movimiento en una partida de ajedrez. Y cuando alguien pone en duda su versión, el mitómano se defiende con una agudeza que convierte su mentira en una verdad aparente, sólida e inquebrantable.
- El pasado es siempre maleable. Para el mitómano, el pasado no es algo fijo, un conjunto de hechos que simplemente sucedieron. El pasado es una narrativa que se puede reescribir, alterar, mejorar. Cada vez que lo cuenta, lo hace más grande, más interesante. Y aunque otros lo hayan vivido, nadie tiene acceso a la versión definitiva, la que él decide contar.
- Las personas son meros actores en su historia. El mitómano no ve a los demás como seres autónomos, sino como personajes que juegan un papel en su propia narrativa. Los usa, los manipula, los convierte en piezas que lo ayudan a definir quién es él. Y cuando alguien se atreve a cuestionarlo, no vacila en cambiar el guion, ajustar los hechos, para que nadie pueda romper el relato que ha construido.
- La mentira siempre puede modificarse. Cuando la realidad amenaza con invadir su mundo inventado, el mitómano sabe cómo adaptarse. Las mentiras no son fijas, son flexibles, como el barro en las manos de un escultor. Si algo no cuadra, lo cambia; si un detalle no encaja, lo ajusta. La mentira, para él, es una constante transformación, un río que debe seguir fluyendo, siempre renovándose.
- Nadie cree completamente en él, y eso lo hace más peligroso. El mitómano sabe que el poder no reside en la certeza, sino en la duda. No necesita que todos lo crean, sino que algunos lo duden. Esa mezcla de fascinación y desconfianza que genera en los demás es su fuerza. En ese espacio entre lo posible y lo improbable, es donde habita su poder, donde su mundo tiene cabida.
- El aburrimiento lo destruye. Lo que más teme el mitómano no es ser descubierto, sino ser olvidado, caer en la rutina. El aburrimiento es su enemigo más temido, porque cuando todo es predecible, cuando las historias ya no tienen sorpresas, él se pierde. La mentira es su forma de escapar de lo monótono, su manera de mantenerse vivo. Si no inventa, se desvanece, se convierte en alguien común.
- No se arrepiente de lo que hace. Quizás, en algún rincón lejano de su mente, se pregunte si algo fue real. Pero esa duda es pasajera, porque al final el mitómano sabe que, en este mundo, la mentira es lo único que tiene valor. Y al final, no hay mayor libertad que la de crear, una y otra vez, lo que uno quiere ser.
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