Era noche de desvelo para un escritor ordinario que, frente a una hoja condenada a estar en blanco, buscaba la forma de expresarse. Ideas se paseaban por su mente, tan débiles ellas que se perdían antes de ser escritas. Se sucedían los fracasos hasta que, de repente, como por cuestión de azar, una cadena de sueños que tuvo noches anteriores se manifestaron y fueron concebidas por el escritor como la urdimbre con la cual tejería la trama. La visita de un demonio, su muerte y el llanto de su madre al verlo partir convertido en aquello que lo visitó; con eso pretendía jugar. Mis sueños serán el pretexto para plasmar lo que pienso, dijo para sí.
En ese manoseo de los sueños, no pudo sino pervertirlos. Arcillosos como son, a cada intento, los elementos que constituían el sueño variaban su forma: del demonio, su cuerpo y voz, y lo que sintió al verlo; de su madre, las palabras que le pronunció. Todo era inestable… o casi, ya que, a pesar de la confusión que padecía el escritor, algo se mantuvo invariable, e incluso fue apoderándose de sus pensamientos. Lo soñado le suscitaba un sentimiento de culpa.
Buscando respiro de ese enredo que son los recuerdos, asomó su rostro por la única ventana del cuarto y vio una tormenta acercándose. Como si la culpa fuera deidad, parecía conspirar en su contra para fundir el recuerdo del llanto materno con la tormenta que se acercaba, mientras que el ruido del viento consolidaba el recuerdo de la voz gutural del maligno. Lo que pensaba parecía transformar la realidad. El escritor comenzó a asustarse; su pretexto estaba volviéndose causa, colmando su ser. Mientras tanto, la hoja seguía en blanco; sus ganas de decir aquello que pensaba se desbarataban ante aquello que sentía.
La tormenta acrecentaba, y con ello los recuerdos del escritor. Intentó calmarse. Pensó que la culpa radicaba en aquel ritual que había iniciado tiempo atrás, al postrarse sobre su escritorio con el objetivo de contar algo. Pensó que al manipular vilmente sus recuerdos había profanado algo sagrado, derivando en el castigo de algún Dios rencoroso. Sobre el escritorio, la débil lumbre que delataba la escena del crimen se apagó en sintonía con un rayo. A los segundos, volvió. Apoyadas sobre el mueble, seguían sus manos, ahora manchadas de una oscura sangre. A pesar de la tormenta, se vio con la necesidad de salir. Una vez fuera, escuchó pasos detrás de sí. Sin atinar a darse vuelta, empezó a correr. Ahora, ya no solo eran pasos; el rumor tribunal de las nubes parecía juzgarlo.
Colmado por la aflicción, el escritor cayó de rodillas sobre el cemento y, cual niño, se cubrió como pudo, tratando de privar a sus sentidos de todo estímulo de la realidad, mientras se lamentaba como buscando la compasión de algo o alguien más grande que él. Sin atender a sus lamentos, la realidad continuó mutando. Delante suyo, comenzó a desgarrarse el suelo, emergiendo de la brecha una inmensa escalera en espiral, de cuyos márgenes aparentes desbordaba el resto de la urbe y cuyo fin estaba oculto por las nubes. Los ruidos cómplices de su tortura se intensificaron superando la débil defensa, obligándolo a subir.
Escalón tras escalón, fue perdiendo la noción cíclica-convencional del tiempo. Sus pasos eran la nueva unidad de medida para esa magnitud que parecía obedecer al cuerpo, en tanto su tránsito demoraba por la debilidad progresiva del escritor.
Cayó nuevamente. Reminiscencias de lecturas pasadas le invadieron; entre sus últimas lecturas se encontraban los evangelios. Recordó la imagen de Cristo, sus caídas y el trágico final: “Elí, Elí, ¿lama sabactani? Devuelto a la realidad, y antes de que la cruz cargara con él, el escritor se preguntó entre lamentos sobre el porqué de su agonía. Una voz omnipresente —que creyó haber escuchado alguna vez—, le devolvió por respuesta el eco de su pregunta. Como la luz del faro rompe con la niebla, esas palabras dispersaron los elementos de su pesadilla. La voz demoníaca, los pasos, el tribunal de las nubes; todo tormento cesó.
Reanudando su camino, atravesó un haz de luz que lo llevó a dar el paso a ciegas, dando nuevamente con la urbe que había dejado antes de emerger el espiral de la tortura. Hubo de volver a su hogar encontrando todo como creía haberlo dejado. Solo una cosa había cambiado: el contenido de la hoja; el vacío se volvió sentencia. Una letra punzante, nerviosa, como escrita a oscuras, decía: El castigo es mi culpa, pues la culpa es consciente por la evasión. Cual harto depredador el acecho es su fin, pues disfruta de ver al cobarde correr.
Extenuado, el escritor se dirigió a su lecho, y se fundió la vigilia con el sueño por el fuego de una débil contemplación que no llegó a su fin. Imaginó la escena figurada por las palabras anónimas del papel; su representación del predador y de la presa era la misma. Por qué habría de escapar si no, pensó por última vez en el día.
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