Crear vida mientras se intenta dar sentido a la propia es el acto inconfundible del tesón materno. Te admiro, mujer guerrera, porque entiendo la valentía que debiste haber tenido para sacrificarlo todo por cuatro criaturas que necesitaban de tu cuidado y paciencia.

Aún con tu juventud a flor de piel, decidiste tomar el camino más retador y complicado para un ser humano. Has conseguido demostrar que nada te ha quedado grande, pues tu convicción ha superado las aberraciones más crueles que la existencia puede darnos.

Y, contrario a lo que las malas lenguas crean, eres un ser absolutamente inteligente. Siempre con la solución a cada problema posible. Y, a falta de una, brindabas todo el apoyo que podías dar.

Ni en mis sueños nada ha podido ser tan mágico como la forma en que todo lo convertías en una delicia. Incluso sin mucho por cocinar, hacías maravillas para llenarnos el estómago y, de paso, el corazón.

Una madre que estaba dispuesta a sacrificar sus horas de sueño con tal de crear recuerdos bellos en nuestras mentes. La costumbre de cepillarte y peinarte el cabello en las noches era un relajante para ti, después de un día pesado. Para mí, era el mejor momento del día, donde sólo existíamos vos, yo y el pequeño televisor que amenizaba cada noche solitaria en esa casa de Prados; la grande, la eterna.

Esa mujer que daba todo siempre. Nunca te cansabas de ayudar a la gente, de dar techo al familiar que más lo necesitase, de dar de comer al hambriento, de dar calor a quien tenía frío, de amar a quien le faltaba cariño.

Lo único que nunca me gustó de eso fue que, más tarde, siempre terminaras con todo ese amor en las manos; a la gente le gustaba recibir y tirar, como si todo ello fuese basura de la cual prescindir como si nada.

La muestra resiliente de la vida. Siento que, en parte, me ayudaste a formar mi carácter perseverante. Pudieron haber pasado tormentas, sequías, terremotos, tifones o, inclusive, la desoladora falta de dinero, pero nada pudo derrumbarte; o, al menos, no mientras tenía mis ojos abiertos hacia ti.

Los problemas nunca cesaron, pero jamás te rendiste. «¿Rendirme? Lo siento, hija, eso no está en mi diccionario.» Tu emblema.

La persona con la risa más contagiosa y eufórica del mundo. Cuando era una niña, solía creer que algún día tu corazón no soportaría tanta felicidad y morirías a carcajadas. Era algo que me hacía sentir contenta, pero luego me aterraba sobremanera.

¿A quién pretendo engañar? Me sigue asustando esa idea. Pero ahora la razón que me deja en vilo no es tu felicidad, sino esa latente posibilidad de que un horrible infarto te arrebate lo que vos ya me diste: la vida.

Por eso me pediste que te arreglara las uñas de los pies. A ti lo que te aterra es que en el hospital digan que hay una muerta con los pies feos. A mí lo que me aterra es que ya no pueda verte reír nunca más, vieja mía.

Ilustrado por: Sofía Bolívar Gaviria 

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