– Si cortamos los árboles y hacemos un claro en la selva, tenemos un rancho natural. No hace falta vallar, con la espesura de los árboles no va a traspasar de estos límites ni una vaca ni un toro.
Era una tarea a raiz de nuestra profesión, encomendada por el buen hacer y que se nos presentaba como un propósito en nuestra aldea. Hablamos con algún vecino, que nos recomendaron acercarnos al mercado de reses que hay en las inmediaciones en días festivos. La escasa actividad de tal dedicación por esa zona, les hizo convencerse de una forma incipiente de aquella labor en la que teníamos experiencia, por el cuidado de jornadas en aquellas casas con ranchos donde habitamos los Cowboy y Cowgirl, aquella tierra que habíamos abandonado al ámparo de otra vida diferente, en otra región, sin tanto forastero problemático en el desértico, y ya lejano, Oeste. Al comenzar, teníamos en una más cómoda distancia, abrirnos paso de raudo viaje, por la vasta vegetación y nos comunicaron que iba a ser muy sencillo volver por el camino de la serpiente cambiante del norte, donde se pueden traer a las vacas, y después ir encontrando paso de regreso hasta aquí. En seguida preparaste todo, las alforjas con los alimentos y el agua, cargamos los revólveres y nos adecentamos un poco con buenas ropas de la zona, algún poncho y chisma, por si por las noches refrescaba al dormir entre las hamacas de los árboles, al resguardo de las temidas hormigas que habíamos escuchado que podían llegar a devorar a una persona, quedando en historias de hogueras al anochecer.
Fuimos a por el oro. Teníamos que evitar a la tribu caníbal, de aquella desventura que tuvimos que huir, seguir el rastro que habíamos dejado según recordábamos indicando el lugar, donde estaba oculto, ya que iba a ser nuestra moneda de cambio con los ganaderos. Después de alguna vuelta por la zona, finalizamos nuestro acometido con una labor hasta que llegamos a dirigirnos a la hazaña meritoria por encontrarlo, más profundo en la tierra, aunque excavamos con cierta facilidad, y obtuvimos nuestra ansiada recompensa que nos hizo dejar atrás nuestro anterior hogar, y seguir hacia los designios de nuestra vida y continuar el romance en otro lugar. Sin aquel trozo de metal, nunca hubiéramos conocido estos parajes de tanta buena convivencia, la fortuna acudió a nosotros con aquello que el Oeste tenía por bien ofrecernos, en una piedra preciosa que nos acercaba a nuestros horizontes sin revelar, entre cocoteros y cascadas, sumidos al ruido de los pájaros ante una vegetación con una, insospechada lejanía insalvable y salvaje, que se nos presentaba enmarañada a cada paso.
El transcurrir por la selva se nos hizo sencillo hasta el mercado de ganado, con poca compañía y suficiente, mientras dormíamos, abrazados, en la hamaca envueltos por la luz de las estrellas que se dejaba entrever, traspasando ramilletes de hojas que se conferían solemnes ante la vista que teníamos entre la espesura. Negociamos la compra y aún a cambio nos llevamos varios sacos de monedas y nos escudriñaron con increpación, acerca de la vuelta con el ganado de vacas y toros por la selva, se les hacía impensable y cuando partimos nos dedicaron alabanzas y buenos designios en este viaje que íbamos a emprender, siendo no más que un viaje más en nuestra costumbre, resultando en la suya una hazaña muy descabellada. Por el camino de la serpiente, en el inicio nos encontramos con mucha gente, cercana a la posta donde nos encontrabamos, aunque en su lejanía, está serpiente cambiante se volvía más inhóspita, frecuentada nada por mensajeros de las aldeas aledañas.
– Nos vigilan. – dijiste – Más allá de la maleza, entre los troncos de los árboles.
Y así era, nos vigilaban. Acercamos a las vacas y nuestras manos al revólver, y seguimos caminando con cautela, acechando por el rabillo del ojo a posibles asaltantes que se pudiesen acercar a nuestro ganado y robarnos. Casi de inmediato, desde las inmediaciones, se escucha que nos dicen ‘Karakuyo’, aunque no nos detenemos estando alerta. Había varias personas ocultas en los bordes del camino que era imposible de llegar a ver con exactitud, y más adelante del recorrido, a pocos pies, aparecen de la nada dos indígenas medio apartándose de su resguardo entre la vegetación, medio permaneciendo a resguardo, hacia el camino y vuelven a repetirnos aquella misma palabra ‘Karakuyo’, incluso la vuelven a decir una vez más. Nos quedamos mirando entre nosotros.
– Creo que están intentando que hablemos con ellos – argumenté en silencio – ¿les decimos algo? – concluí, conversando con un atisbo de susurro, más porque nos entendieran, con la sensación de que no íbamos a dejar escapar nuestro ganado.
Se dejaron vislumbrar del todo y con el revólver casi desenfundado del cinturón de la cartuchera, nos acercamos a dialogar. Nos dijeron que eran de la tribu Klihuitari, que no nos iban a hacer nada, que los siguiera mis y que no teníamos porque estar preocupados por nuestros animales que ellos los cuidaban y que uno de los cazadores de mayor respeto, tenía que hablar con nosotros, que les acompañaramos cerca. Su aspecto no era amenazador, aún así, era gente con la que había que tener cuidado. Llevaban un escudo tallado en madera y una lanza y vestían con hojas enrevesadas en alguna conjunción que les hacía de ropa. Tenían la cara pintada de verde y rojo, con algunos símbolos curvos y rectangulares, aunque no eran excesivos ni con mucho alarde, mostraban más el rostro. Nos quedamos mirando de nuevo, y nos acercan, con la mano, llevándonos fuera del camino. No teníamos muchas opciones, nos negamos, sin embargo nos hacen un gesto hospitalario. Avanzamos con ellos y allí sentado en una piedra, estaba su interlocutor. Nos pregunta, en nuestra lengua, hablando con dificultad que por cuánto nos habían vendido las reses, les dijimos que negociamos el precio convenido según como se pagaba en el Oeste. Y lo que escuchamos a continuación no lo esperábamos. Me acuerdo que cuando nos lo dijo bajaste tu sombrero por la sorpresa de aquella peculiar petición.
– Enviar mensajero mensaje a padres india América novia está en tierra vuestra.
Nos dejaron ir. Son vecinos que ayudaron en la construcción de la aldea en la que vivimos y las de otras también, de casi todas las aldeas de tribus que no eran tan hostiles. La carta es algo que teníamos que llevar con discreción, y no podíamos hablar de aquél encuentro con nadie. Continuamos por el camino y caminamos, sonrojados, pastoreando el ganado por las curvas cambiantes de aquel sendero, imaginando aquellos padres indios en sus tipi de las llanuras de búfalos, asombrados por aquello que habíamos llegado a realizar, una carta de petición de amor eterno de aquel cazador con escudo tallado que había dejado a un lado, demostrando el amor que había sonsacado en una hoja de papel y que se dirigía rumbo por los cañones y desfiladeros a expensas de la entrega del mensajero con aquella misión de esperanza de la unión de ambos, indígena centroamericano e india mesoamericana.
Las vacas y toros aguantan bien el camino, aunque sin si quiera llegar a esperar, en un momento tan de repente, …
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