La Cumbre.
En todos los tiempos, los hombres creen que dominan los azares, y suponen que escriben sus propias historias, pero esto rara vez sucede. Son otros muy superiores los que retozan con los destinos, enzarzan los caminos de los hermanos, y bifurcan la vía de los enemigos. El monstruoso Asiago señor de los mares helados, fue uno de estos superiores jueces.
Envilecido por su propia futilidad, este ser, aun en su poderosa cuenca, nunca pudo superar al Berkarí, superior en magnitud y fuerza y, aun así, la secundaria bestia siempre quiso tomar la vanguardia de los mares. Así, de tiempo en tiempo, lograba sobreponerse y se valía de los hombres y de sus cuitas, para dominar los destinos y contrariar a su invencible enemigo. Había ocurrido que la leyenda de Arthalias se había contado por años entre los Bóreos, pues era el modelo de líder y guerrero que tanto admiraban, y su preminencia por sobre ambas naciones, caló profundamente entre los nobles. Abandonaron sus antiguas barbaries y adoptaron el arquetipo Arthaliano, su marcial sobriedad, su campante valentía, esas características que les sobrecogía y que contemplaban deslumbrados. De esta práctica emergieron una serie de reyes notables, que prescribían una era de adelanto y brillantez desconocida entre los clanes, y de esto se envanecía el monstruoso Berkarí, desde su cálida cuenca. Más al Asiago esto le causaba odiosidad, tanta que decidió terminar con tal grupo de brillantes líderes. A sabiendas que el Berkarí amaba la paz que cubría de tanto en tanto las actitudes de los hombres, ensañado por la preminencia de una generación de brillantes reyes, se propuso eliminarlos en cuanto le fuera posible, cuando producto de la regia cautela, la paz se asentaba entre los pueblos hermanos. Estando reunidas todas las cortes para celebrar sus avances y encaminado crecimiento, en un poblado al borde de los mares del norte, sin prever peligro ni contingencia, ignorantes de que eran buscados desde los abismos, imprudentes se apiñaron en un claustro señorial en un jolgorio sinsentido. Fue entonces que el monstruoso Asiago envió un dantesco oleaje para arrasar con los ilustres reyes, los que fueron consumidos en remolinos y aguas en vorágine, en marejadas monstruosas y asfixiantes, para nunca más ser hallados. Ni coraza, ni adarga, ni el más pequeño broquel fue descubierto en la búsqueda de los arrebatados. Tales reyes y sus primogénitos, fueron imbuidos por los torrentosos reflujos marinos, de forma espantosamente limpia.
Allí pereció el rey Tisimón, amo del tercer territorio, señor de espadas, estoques y lanzas, ninguno como él para las luchas con bronces, amante de las batallas a campo abierto, y para abundar aún más su desgracia, llevó a sus dos hijos mayores a los sitios de fiestas, y los tres, padre e hijos desaparecieron, dejando descabezada a la tercera corte. También se llevó los mares al rey Friseo y a su hijo mayor del mismo nombre, conocidos ambos como Los Furiosos, dueños y señores del segundo clan. Ambos eran altos como alerces, firmes y rocosos, pero tan ágiles para el combate, que defendieron sus coronas multitud de ocasiones, que daban la impresión de ser invencibles. Pero la más dolorosa pérdida fue la del rey mayor, señor del primer clan, llamado Granutor, líder y venturoso como no hubo ninguno, modelo del guerrero Nortuano, diestro en todas las formas de lucha, estratega brillante, pero al mismo tiempo culto, apuntalaba con su regia mano, un período de progreso y acrisolado futuro para los clanes. No quiso asistir en primer término a la convocatoria, de la que nadie supo de quien ni cómo se originó, pero fue convencido por sus ministros para que asistiera, y lo más triste de todo, fue que se presentó con todos sus hijos legítimos, hijos de una sola reina titular, los cinco prínceps herederos, cada uno más prometedor que él otro, pereciendo así los cinco junto a su padre, de esa desgraciada forma.
Y así consecutivamente, ocurrió con todas las casas, cuando parientes secundarios, bastardos, impostores, embaucadores o usurpadores, se alzaron como herederos de los linajes principales, tomaron sus lugares como una generación belicosa y enrabiada, que en sorpresa se hizo de las coronas Nortuanas. Más el oleaje monstruoso, no solo descabezó a los clanes, sino que también causó otros males aún mayores. Destruyó los principales campos de siembra ubicados en oriente, los que eran trabajados por miles de esclavos, que también perecieron, causando con esto una debacle económica tremenda entre clanes y reinos bóreos, presagiando las pitonisas una era de hambruna y carestía. Ante estas inmensas vacantes, los fútiles nuevos reyes, no teniendo más que ideas simples e infelices, decidieron recurrir a los ricos estados Condales, para de allí arrebatar esclavos y recursos, para lo que se prepararon de forma presuntuosa, de modo que todos los estados vecinos, se dieron cuenta de las intenciones de arrebato y rapiña de los clanes.
Entonces Lépidos, el menor de los hijos de Ambrod, enterado por sus espías e informantes de tales desastrosos cambios en los reinos del norte, envió emisarios a sus dos hermanos mayores para conferenciar, y decidir las acciones a tomar, pues se aprestaba de seguro una gran invasión Nortuana. Después de varios días de apuradas negociaciones, lograron reunirse en los palacios de Lépidos, donde se instalaron los tres reyezuelos, con sus pretenciosas cortes y encumbrados ministros, en una acción ampulosa, pero claramente inútil, pues todas esas aristocráticas diligencias, disfrazaban una notoria debilidad militar, que sentenciaba a esas tristes y vacuas monarquías, a la aniquilación total ante la amenaza de un oponente insuperable.
Pero Aridana también poseía una vasta y aún más completa red de informantes, hasta en los mismos palacios Nortuanos, mediante la cual se enteró de los desastrosos cambios políticos que ocurrían en el norte, y también le llegaron informes acerca de las reuniones planeadas por Lépidos. En razón de ser parte de estas, envió cartas y embajadas para gestionar que la invitasen, pero nunca recibió respuesta, ni de Lépidos ni de sus ministros. De todas formas, preparó sus cortes para trasladarse a la capital Lépida, donde el rey ordenó anticipadamente, que no se le diera recibimiento ni ceremonia alguna. Al partir en sus misiones desde la Alicea ciudad, encomendó las defensas a su hijo, que a la fecha ya había cumplido la mayoría de edad, y lo hizo de la forma más formal posible, en ceremonia y protocolo, ante toda la ciudad, casi entregándole la misma corona pues sabía que, no volvería hasta mucho tiempo después, si es que lograba hacerlo. Al vadear las colinas de los ocotes, que despiden las murallas de la antigua urbe, junto a su séquito y pertrechos que eran abundantes, tornó su vista hacia la población que le despedía, pero no vio a su hijo en las proximidades, si no que notó en las planicies lejanas, como ya se ejercitaban las guarniciones y tropas de la ciudad, en movimientos y avances, con su hijo en las ordenanzas, impresionándose por esto la reina. Alguien la escuchó suspirar.
—Este hijo mío.
Al llegar a las tierras Condales, Aridana sobornó a los funcionarios de frontera, para que ignorasen sus carros y cargamento, se encaminó entonces hasta más allá de las colinas Eliteas, y al ver de cerca la ciudad Lépida, la más antigua de las urbes Gúmaras, se turbó al notar las débiles murallas de madera que la rodeaban, las puertas grandes sí, pero débiles, notoriamente antiguas, abrumándose de antemano, por la posibilidad de tener que proteger algún día esas blandengues defensas, muy distintas a su fortificada capital. Al adentrarse en la Lépida ciudad, compró con regalos a todo el pueblo, se instaló en una lujosa residencia justo al lado del castillo principal, y allí preparó su estrategia para ingresar a las conferencias. Sabía que en algún momento recibiría humillaciones, pero entendía también que solo ella tenía las claves para salvar a los pueblos Gúmaros del desastre, y solo ese objetivo la forzaba a continuar.
Unos días antes habían arribado a la capital los tres reyes menores, hijos y herederos del libertador Arthalias. Entre estos estaba Orítias el mayor, llamado el taciturno, que siempre se mostró como el más razonable de los hermanos, y solo él entendía que una alianza con los reinos de los cabos, les daría alguna pequeña posibilidad de sobrevivir. De aspecto encorvado y disminuido, se mantuvo soltero toda su vida, pues a pesar de su posición, no hubo mujer que aceptara desposarlo. Siendo ya mayor, se enamoró de una bella aldeana, que le manifestó un gran acto de piedad, y que el tontamente confundió con un amor imaginario. Hasta que, obligándola a casarse con él, ella cometió el mayor acto de desprecio, que hombre pudiera recibir de una mujer, quedando de esta forma quebrantado para siempre el corazón del entonces príncipe. A causa de esta patética experiencia, prometió mantenerse casto hasta el final de su vida, y en verdad que ninguna mujer lo lamentó. En temas políticos era el más versado de los reyezuelos, y por mucho superaba a sus ministros en saberes y erudición, pero hace tiempo que se había abandonado a la voluntad de los otros.
Otro tema era el rey Plosino, que solo se movía al interés de seguir reinando, e incluso no le importaba perder territorios, ni masas de capturados en manos de los comerciantes de esclavos, si con esto lograba mantener sus privilegios. Este rey de nombre Córtires, nació a las orillas del gran río, de ahí su apelativo, era el segundo hijo de Ambrod, pero el mayor en orgullo. Mantenía un odio intransigente hacia el pueblo, financiara con sus impuestos su festivo estilo de vida. Así como se mantenía ebrio la mayor parte del tiempo, dentro de su perdida sensatez, guardaba un solo hilo de luz en sus decisiones, y es que respetaba a Orítias de forma exagerada, pues creía que el espíritu de Arthalias aún moraba dentro de su hermano mayor. El Plosino era alto, no tanto como el Orítias, pero era mucho más apuesto, bien formado y de elegante vestir, mantenía un harem con una veintena de mujeres, las que contendían entre sí por sus favores masculinos. Pero esto no era suficiente para él, y siempre buscaba entre las doncellas y mujeres simples, saciar sus bajos apetitos. Era habitual de las tabernas, donde gustaba de disputar a golpes con otros asiduos, a los que abominaba, pero que imitaba, y con los que competía.
En la segunda semana de discusiones, cuando reyes, ministros y secretarios, se daban por vencidos, y estando a punto de firmar un por demás anticipado Juramento de rendición total ante los Bóreos, el Plosino, en uno de los tantos paseos de aburrimiento que acostumbraba dar, se asomó a una de las ventanas del Aula de Parlamentos, una que tenía vistas a los corredores que daban con las salas de visitantes, y ahí, en la cámara más cercana, observó la fulgurante, firme y sinuosa figura de una mujer, de no menos de cuatro codos de altura, ataviada con un largo y ajustado vestido dorado sin mangas, con satines y estupendos borlados, y los ojos del despreocupado Rey, quedaron doblados de la impresión, al lograr ver ese hermoso, terso, moreno y perfecto rostro de mujer, de ojos maravillosos y esplendorosos cabellos obscuros, lisos y extensos, que se precipitaban como celestiales cascadas por su bien formada espalda, y con dos trenzas costales que surgían desde sus sienes, y que se unían en una flor detrás de su nuca. Pero lo que más dejó absorto al reyezuelo, fue la tiara Ántica que desplegaba en su primorosa cabeza, y que la acreditaba como una igual a él y a sus hermanos.
— Interrumpe las tratativas querido hermano Lépidos, y acércate aquí, y dime si tienes la misma visión que yo tengo —Declaró imperativamente el Plosino. Lépidos se sorprendió y cayó en curiosidad por el llamado de su hermano, y acercándose a la ventana preguntó.
—De que hablas insano.
—Pues de esa belleza que se pasea por tus salones, y que tiene porte de majestad, pues cinco doncellas le sirven, ¿no me digas que te casaste de nuevo, que tienes una nueva y portentosa reina, y no nos has dado las buenas nuevas?
El menor de los reyezuelos, al darse cuenta de quién hablaba su hermano, hizo un gesto de contrariedad, empuñando su mano contra su propio rostro y declaró.
—Lo ha hecho intencionalmente, se ha mostrado descaradamente a mis hermanos —El Plosino lo interrumpió nuevamente.
—Pues no continuaré con estos temas, hasta que nos presentes con esa bella señora, y nos anuncies como es debido.
—Esto es precisamente lo que deseaba evitar —finalizó Lépidos.
— ¿Evitar? —preguntó el Córtires Plosino.
— ¿Porque nos querrías evitar semejante placer? — agregó Córtires. Lépidos hizo otro gesto, pero ahora de conformidad y explicó.
—Pues te diré hermano, ella es la reina Aridana de la Casa Berkarí, es soberana del reino que anteriormente se llamaba de los viejos nobles.
Entonces Juonas, el ministro de informaciones completó la frase de su amo diciendo.
—Si me permites observar majestad, no solo de los viejos nobles, si no que ha anexado todas las villas y ciudades libres derredor de los cabos, y se ha convertido en un estado a considerar.
Entonces Lépidos cabizbajo y con resignación, hizo un ademán a uno de los oficiales, y este salió rápidamente del salón. Unos momentos después, el heraldo anunció la presencia de la reina en la asamblea, presentándola como la reina Aridana, heredera de los Parsinios, dueña y señora de la casa del Gran Berkarí. Todos los presentes se levantaron, y se inclinaron ante la dignísima presencia de Aridana, la que los embrujó enseguida con sus penetrantes ojos y orgulloso porte. Varios de los varones allí presentes, incluidos algunos ministros y sobre todo Córtires, pensaron en hacerse de alguna forma de la portentosa dama, una vez que las conferencias terminasen. Pero todos pensaron que estaba allí, para saludarles por un momento, y enseguida retirarse, tal como hacen las anfitrionas que atienden a las visitas. Todos, menos el Taciturno, que no pensaba nada al respecto, y que continuó indiferente mirando la muralla que tenía enfrente, tal como lo había hecho durante todas las jornadas. Esa indiferencia a Aridana, le recordó a su fallecido esposo, por lo que extrañamente le tomó simpatía. Se dirigió a él pidiendo la palabra, tan solo con el ademán de su mano, que le señalaba el estrado. Orítias comprendió enseguida, y sin siquiera mirarle le dijo.
—El estrado es tuyo, reina de los gúmaros, declara todo lo que estimes pertinente.
Aridana entonces se dirigió al estrado y graciosamente se hizo de la altura, esperó el silencio de los murmurantes, y comenzó diciendo.
—Notables señores y reyes, ministros y secretarios, les hago llegar los parabienes de los pueblos Gúmaros que habitan los cabos. Permítanme que me dirija a esta conferencia, y respetuosamente aportar con mis conceptos. El monstruoso pez del ponto ha quebrantado las jerarquías Nortuanas, provocando con esto el levantamiento de señores salvajes y bestiales, aún más brutales que sus predecesores, si cabe decirlo, y estos nuevos señores se aprestan a terminar con lo que queda de nuestras libertades. De nuestras posibilidades debo señalar, lo que adivino nadie ha osado decir claramente aquí, y es que no importa cuanta sea la preocupación de esta asamblea, ni tampoco cuales sean los acuerdos y contratos que puedan signarse. Con las fuerzas y calidad de oficiales con que cuenta esta supuesta coalición, nunca les será posible evitar la derrota de los valles, a manos de los bárbaros Nortuanos, ni nuestra caída a una condición de permanente esclavitud. A menos, que me nombren líder militar de todos los estados Gúmaros, y me dejen dirigir a los ejércitos en post de expulsar a los invasores, asaltar las tierras altas, y derrotar a los bárbaros en su propio país.
Ante este voluntarioso discurso, los varones asistentes expresaron desde sorpresa a leves sonrisas burlonas, y de inmediato varios ministros dieron vuelta sus asientos, expresando el desacuerdo y el veto para la oradora. El Plosino, con actitud de mofa, hizo una señal de cierre con sus manos a los ministros, dando como terminada la sesión, y todo el mundo comenzó a murmurar desatendiendo a la oradora. El cónsul Juonas ordenó en voz baja al secretario, que eliminara de los registros la última intervención, como si el discurso de la reina nunca hubiese ocurrido, y ante una señal de Lépidos, un par de guardias se aprestó a acercarse a Aridana, para dirigirla a la salida. Cuando estaba a punto de consumarse ese atropello de injusta censura para la reina, Orítias se puso de pie, enderezó su encorvada espalda, mostró sus más de nueve codos de altura, y con la bronca voz de Arthalias, que hacía temblar las paredes, bramó estas amenazantes órdenes;
—¡Ahora me escucharán tercos e impertinentes Ánticos! No serán borradas las palabras de la reina Berkarí de los registros, a menos que el secretario y el insolente cónsul, quieran perder aquí mismo sus contumaces cabezas, ni tampoco mostrarán sus espaldas los ministros, descarados y presumidos, a menos que quieran ser atravesados por mi cuchillo, si no que escucharán atentamente a la preclara Parsinia. No se terminará la sesión por la señal impropia del Plosino, a menos que este desee morir estrangulado por mis enrabiadas manos, ni será conducida la reina a las puertas, por los guardias de Lépidos, a menos que estos y aquel, quieran ser atravesados por la espada de mi padre.
Y dicho esto, extrajo de su vaina la lustrosa espada Arthaliana, y la golpeó contra la mesa de consejos, partiéndola en ocho pedazos exactos, y quedando por lo mismo, varios nobles sin su apoyo, terminando estos azotadamente por los suelos. Fue tanto el estruendo y el volumen del reclamante, que todos, guardias, nobles y ministros, temblaron y se compungieron de temor.
Mientras duraba aquella vociferación, Lépidos temeroso, quiso buscar con la mirada el apoyo de su hermano el Plosino, pero descubrió a este que dentellaba, ante la ira del hermano mayor, y estrechaba su espalda contra la pared, y sin dejar de mirar atribulado a su hermano Orítias, se desplazaba por esta, palpando con sus manos la pared buscando una salida para huir. Al terminar su reclamo, Orítias tranquilamente envainó la espada libertadora, volvió a su poltrona, y tornó en continuar su contemplación de la muralla. Entonces los presentes, con lentísimos movimientos, no queriendo despertar nuevamente a la bestia, se recompusieron y volvieron a su orden, sin mesa de sesiones, pero con la mayor dignidad posible. Pusieron actitud de atención hacia la reina, y con el rabillo del ojo al mismo tiempo, atendían al Taciturno, para cerciorarse del fin de su cólera.
Carta de Aridana a su hijo Baregrín;
Como estás hijo mío, como está la ciudad, mis queridos gúmaros, por favor atiéndelos, que no haya menoscabo entre mis hermanos. Y las ciudades aliadas, no las olvides, que no recurran a ti en emergencias, si no que adelanta tus juicios para con sus apuros. Sobre los impuestos, no las presiones con las cobranzas, estamos en tiempos difíciles, y el pueblo debe tener desahogos de parte nuestra, no apreturas. Sabíamos querido hijo, que este período de paz con los pueblos del norte terminaría en algún momento, y que tarde o temprano ganarían los destemplados el poder en esos países, nunca por méritos propios, pero si por los azares y para esto nos hemos preparado. Entiendo que estarás ansioso por saber de los resultados de mis gestiones, no te mentiré diciendo que fue fácil, por el contrario. Los reyezuelos menores me despreciaron como siempre lo han hecho, quisieron primero ignorarme, y el mismo Lépidos nunca aceptó mis consulados, pero hallé a un aliado inesperado, en el mayor y más brutal de los monarcas herederos de Arthalias. Este rey, que yo no conocía, es hombre atribulado pero recto, y sin yo esperarlo, me favoreció con su justicia. Hijo mío, este es un hombre íntegro, y donde lo encuentres, debes confiar en él, debes aceptarlo en su ayuda. Gracias a su dominio sobre sus hermanos, las cuatro coronas configuramos un tratado de colaboración. Aceptaron que yo comandara los ejércitos, con resquemor, pero creo más por conveniencia, pues son tan orgullosos los políticos menores, como cobardes. Sabes hijo mío, si nuestras fronteras tuvieran acceso a los reinos Nortuanos, siquiera trataría con los hijos del libertador, pero nuestra geografía nos condena a esto. Talvez habría sido más fácil, arrinconarnos en los cabos, y esperar allí a los Nortuanos, a los que talvez, cansados estos por los combates con los reinos condales, habría sido muy posible rechazarles. Pero sé muy bien, y estarás de acuerdo conmigo, que tal posición sería la más cobarde de las salidas. Condenaríamos a miles de hombres, mujeres y niños de nuestra propia raza, a un martirio cruel, siendo que es algo que podríamos evitar, pues sabemos que poseemos el poder para hacerlo.
Te resumiré entonces príncipe de las ciudades, que las cuatro coronas hemos levantado un juramento de colaboración, según el cual, con las fuerzas Berkarí, defenderé a la ciudad del ataque bóreo, luego me dirigiré más al norte, me enfrentaré con el ejército Nortuano que amenaza con arrasarnos, y como convenimos, traspasaré las fronteras y encararé a los bárbaros en su propio país. Es muy posible que muchos de los nuestros pierdan la vida, pero esta es nuestra mayor tarea, el destino ineludible que nos prometió la diosa Nívea.
Me despido de ti hijo mío, príncipe amado.
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