Era
una tarde gris y el frío invierno entraba por todas las rendijas de
la casa.

Natalia
y Jorge se levantaron de la siesta y alimentaron la chimenea con más
leña.

Hacia
allí corrieron los gatos, para acurrucarse en la alfombra frente al
fuego y Sam, el perro pastor que necesitaba calentar sus cansados
huesos.

Jorge
cerró puertas, ventanas y tapó hendijas con duros cartones.

Una
vez terminado, se sentó con Natalia en el viejo sillón de la
abuela.

La
mujer había servido dos copas de licor casero y se abrigaron con
mantas de colores y poesías.

El
silencio duró poco, pues las anécdotas se agolparon en sus cabezas
y los besos en sus bocas.

—Voy
a preparar algo para comer—Dijo, luego de un rato de risas y alguna
lágrima.

—Si
Nati, tengo hambre. Voy a ver como está todo afuera.

Tomó
su abrigó y salió con Sam.

Caminó
hasta el borde del acantilado y recibió las acostumbradas bofetadas
del viento.

Se
quedó mirando al infinito mar, extasiado y comenzó a divagar.

Pensó
que con un solo bostezo, el océano podía tragarse al mundo. También
que su furia era capaz de destruir los pilares que sostenían la
tierra y hacer emerger del fondo marino a la Atlántida, o lo que
quedaba de ella.

Cuando
apartó los pensamientos, escuchó un débil quejido que venía del
acantilado. Se acercó al borde y encontró a un anciano apenas
apoyado en una roca saliente.

Llamó
a Natalia a los gritos para que le trajera una cuerda.

Aquel
hombre estaba a punto de caer y estrellarse contra las piedras en el
mar.

—Señor.
Quédese tranquilo. Tome la cuerda y átela a su cintura—Gritó.

El
hombre le hizo caso.

Con
la ayuda de Natalia lo subieron. Era muy liviano. Ya en tierra firme
lo llevaron a la casa y lo dejaron cerca de la fogata pues temblaba
por el frío.

Tenía
rasgos orientales y estaba por demás delgado. Vestía un kimono
blanco y su larga cabellera, a causa del viento, era una feroz
enredadera.

Lo
abrigaron con muchas frazadas y aguardaron a que se quedara dormido.

La
pareja lo observó un buen rato, sentados en el sillón hasta que se
durmieron.

El
amanecer despertó a la pareja con dolores de espalda y cuello.

Miraron
de inmediato al anciano que seguía dormido.

—¿Estará
vivo?—Preguntó ella.

Jorge
se acercó con sigilo para oír su respiración.

—Si
amor, ¿Qué hacemos? ¿Llamamos a la Policía?

—Acordate
que no estamos en la ciudad. Tenemos que ir hasta el pueblo.

—Es
verdad. ¿Vos te animás a quedarte con él?— Le preguntó a ella.

En
ese instante, se escucharon tres golpes en la puerta.

—¿Quién
podrá ser?

Jorge
fue, abrió y se encontró con una joven mujer. Era oriental.

—Buenos
días señor. Mi nombre es Hana. No me conoce y es lógico que
desconfíe pero no tiene de que preocuparse. Sé que en su sala hay
un hombre. Se llama Nobu y creo que merecen saber quien es.

La
pareja se miró y la invitó a pasar.

La
mujer se acercó sigilosamente al hombre dormido y se quedó
observándolo hasta que en un momento, este abrió los ojos.

Al
verla, se levantó y la abrazó. Comenzaron a hablar en su idioma,
emocionados.

Se
sentaron en el sillón y le pidieron a Natalia y Jorge se sentaran
también.

—Nobu
es mi antiguo marido. Durante la segunda guerra sino-japonesa, él
tuvo que ir al frente de batalla. Fue condecorado por su valentía
cuando terminó, en mil novecientos cuarenta y cinco. Apenas pudo, se
tomó el tren para regresar a nuestra casa. Pero no la encontró. El
viejo hogar era solo un montón de cenizas y recuerdos. Los chinos
habían pasado por allí y la habían prendido fuego.

—¿Y
usted?—Preguntó Natalia.

—A
mí me violaron, me golpearon hasta matarme y dejaron que mi cuerpo
se queme con la casa.

La
pareja cerró los ojos por el horror.

—No
se preocupen, hace mucho de esto. Nobu supo lo ocurrido por los
vecinos que sobrevivieron pues mis gritos hacían temblar a los
árboles. Mi hombre quiso matarse ese mismo día, pero sintió que
debía sufrir el dolor por haberme dejado sola. Era su castigo. Y su
error.

Pasó
el tiempo y poco quedaba de aquel soldado valiente, esposo amoroso,
hombre íntegro. No comía, bebía agua de los charcos, su ropa era
jirones y dormía, cuando podía, acurrucado debajo de los árboles y
estrellas.

Un
día no soportó más y se tiró del barranco. Su destrozado cuerpo
desapareció por la voracidad de las aves y alimañas. Se convirtió
en un Yurei… Perdón… Yurei es un fantasma que deambula como alma
en pena sobre la tierra.

—Perdón,
¿Y cómo es que llegó a estar colgado en el acantilado?

—Seguramente
llegó hasta aquí y quiso morir otra vez, pero no pudo hacerlo.
Ahora lo llevaré conmigo para darle algo de paz a su alma.

Terminó
de hablar y se escuchó un suave murmullo fuera de la casa.

Salieron
y se encontraron al borde del acantilado, con cientos de yurei que
habían llegado con la eternidad en sus ojos, para acompañar a Hana
y Nobu.

Ya
ninguno añoraba su pasado y negaban al tiempo para no caer en el
olvido de sus familiares.

—Es
hora de irnos mis queridos amigos. ¡Arigato gozaimasu!—Dijo Hana
con una gran sonrisa mientras Nobu y los demás se inclinaban ante
ellos.

Natalia
y Jorge hicieron lo mismo. Más cuando levantaron la vista no había
nadie, todos se habían marchado. Solo el mar, el cielo y el viento
trayendo poesías dentro de gotas de agua y perfumes de otras épocas,
estaban allí.

Richard/24

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