Conocí a don Pedro un día en que la bruma pintaba completamente el aire de un gris plomizo. Allá a lo lejos el mar se confundía con el cielo borrando el horizonte. La escollera se introducía en el agua como un submarino del que apenas sobresalía como un mástil una magra figura empuñando una caña.
Cuando me acerqué saltando de piedra en piedra con mi equipo de pesca el viejo permanecía impasible como una roca más de la tenaz resistencia de la avanzada del mar.
Pero eso no duró mucho ya que a los pocos minutos el pescador luego de mirarme cuidadosamente rompió el silencio para abrumarme con sus amplios conocimientos sobre corvinas, y cazones, anzuelos baratos y señuelos eficaces.
Tal vez mi inexperiencia en el encarnado lo animaron a ofrecerme un mate bien caliente, lo cierto es que al rato me fui enterando de los pormenores por los que transitaba su rutinaria vida.
Al verme sorprendido cuando me confesó lo avanzado de su edad sostuvo que en realidad las apariencias son engañosas ya que era aún más viejo de lo que aparentaba.
Una rápida mirada a un documento de identidad que exhibió orgulloso me convenció de sus ciento treinta años recién cumplidos. Como le manifestara mi perplejidad se animó a confesarme un secreto celosamente guardado.
Había nacido en un campo de Balcarce adquiriendo desde niño la tozudez propia de los habitantes de esa región de la pampa húmeda. Sin embargo, me aclaró que lo que en otros era una característica natural en él se expresaba hasta la exageración. Era tan, pero tan porfiado que nadie nunca le había ganado una discusión.
Según mi interlocutor a pesar que esta actitud le valió más de un contratiempo laboral y la imposibilidad de contar con mujeres y amigos, no dejó de aportarle algunos beneficios. A modo de ejemplo me contó que por ese vicio o virtud como se lo quiera considerar se salvó varias veces de la muerte.
Recordaba entre otros momentos memorables, cuando casi se ahoga en un río de pequeño, la caída del caballo al regresar de la escuela a los siete años, el choque en la moto contra una vaca a los quince, incluso la balacera en el almacén del turco Sarquis durante un asalto ya de grande.
Agregando que no quería agobiarme con el relato de sus múltiples infartos y canceres que en definitiva no pudieron acabar con su vida..
Me comentó que en los últimos tiempos la Parca había redoblado su interés en él ya que como se sabe persigue con más ahínco a los viejos que son los que se le sustrajeron por más tiempo.
Me confesó que era orgullosa con el trabajo encomendado por el Tata Dios que se caracterizaba por una obsesiva insistencia para impedir que nadie se le escapara por mucho tiempo. Bueno eso es lo que ella cree afirmó a renglón seguido afirmando: “Cada vez que me vino a buscar le porfié de tal manera que no era a mí a quién buscaba que se tuvo que se retirar abandonando la partida”.
Mostrándome su desdentada boca se rió estrepitosamente afirmando, mientras me acercaba el mate que a porfiado no le ganaba ni la propia muerte.
Después de transcurridas unas horas más de amable conversación me enteré de sus propios labios de una antigua debilidad por los antiguos caramelos Sugus de frutilla. Como entre montones de cosas, casualmente yo llevaba precisamente uno en un bolsillo de la mochila se lo ofrecí gustoso.
Mi actitud debe haberlo conmovido profundamente, ya que me confió que no recordaba cuanto tiempo había pasado desde que alguien tuviera un gesto tan amable hacía él, quizás por eso, quizás porque se hallaba cansado de estar en guardia, o vaya a saber por cual motivo, lo cierto es que esa vez no pudo porfiarme de que yo era la mismísima muerte que lo venía a buscar por última vez.
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