La mañana es cálida y las horas permanecen intactas. Todo indica que solo era un día más. El reflejo del espejo marca el pasado y el abanico de techo te cuenta el tiempo. Nunca creí que llegaría el momento de morir. Estoy helado e inerte. Más de veinte pares de ojos me observan, lloran, cantan y rezan algún tipo de alabanza o lamentación por una pérdida humana. No conozco a la mayoría, pero hablan bien de mí; es raro. En mis pocos años de vida, según lo que pude escuchar, era buena persona y no había manera de que hubiera muerto tan joven. Siempre pasa. No importa si tuviste mal comportamiento; un muerto siempre es bien llorado y festejado por su vivir pasado. El aroma a café lo extrañaba. Cuando dejé la bebida, mi refugio fue tomar dos tazas de café por la mañana. Ellos, en orden jerárquico, rodeándome, toman con azúcar y pan. Si era una ofrenda, lo agradezco.

       Han pasado algunas horas y siguen lamentado la muerte de un ser vulgar. No estoy contento por ello, pero es lo que fui en vida. Ahora, soy un ángel al cual se le rinde culto a través de palabras sobre restos pálidos y embalsamados bajo un vidrio claro y un ataúd color café madera avinada. Aunque la cremación hubiera sido mejor, igual, yo no decidí mi final; no fueron mis hijos, tal vez mi madre ausente o incluso mi padre que jamás conocí. Sin embargo, quien haya sido, se ha preocupado un poco sobre mi cuerpo.

       Es un hecho, no volveré a caminar entre mi familia; lo ha decidido una fuerza mayor desde antes de nacer. Así que, no me preocupo por ello. Solo quiero descansar y no volver a pisar ese lugar llamado tierra, es muy difícil vivirla y ser alguien más que humano; cuando llegas a lograr algo, tu vida termina tirando todo a la borda, al vacío infinito informe. Entonces, ¿para que preocuparse por las cosas que no importan como las formas absurdas que rodean a los vivos? No tiene sentido y si les intentas dar un sentido, caes en el error de no comprenderlo. Sería mejor callar la mente, no emitir juicio y dejar que todo sea como debe de ser. ¿Fácil? No. Pero, de alguna manera, se debe intentar. Ahora, en mi muerte, a los cuarenta, puedo comprender que perdí tiempo intentando cambiar las cosas que eran inalterables. Me preocupé tanto por cambiar el mundo que me olvidé de mí mismo. ¡Gran error! Olvidé quien era intentando agradar al mundo vendiendo mi libertad por unos cuantos miserables billetes. Sacrifiqué gran parte de mi vida intentando dar lo mejor de mí a gente que no lo merecía y, por ende, me ignoraba. ¡Idiota fui! ¿Qué más da? Todo se ha perdido y ahora estoy en un féretro sellado donde no puede entrar ni una chispa de vida. No lo sufro y no lo aborrezco. Es lo que ahora soy y no hay quien para cambiarlo. Lo hecho, hecho está.

       Tal vez para mí no importa, pero el dolor de mi familia si vale y más de lo que se puede esperar. No es justo dejar sufrimiento sin consultarlo antes y mucho menos cosechar deudas por enterrarme en un camposanto pero las normas del Reglamento Sanitario así lo estipulan. Morir es un negocio y los servicios fúnebres se aprovechan de ello. Sería mejor no haber existido. El negocio del morir es bien remunerado para las funerarias y una deuda enorme para las familias. Estoy en contra. Debería ser un servicio libre de cargo y terminar incinerado para volver a la forma de lo que siempre hemos sido: polvo celeste.

       Todo es muy oscuro de este lado. No hay forma ni conceptos. Solo cuando pienso algo, se forman las ideas y los pensamientos se tornan en expresiones de vida. Tal vez, si me pienso como una forma viviente, pueda volver a vivir; pero no quiero regresar a ser lo que era. Si me pienso existo y si no formo ideas, jamás soy lo que seré. El frío es abrumador; me congela si lo pienso, pero es tan profundo que las tinieblas se condensan, es inevitable. De una y otra manera, las cosas pasan y no hay vuelta a atrás, he muerto. Nada que pueda hacer. En este basto océano, todo es inevitable. Ni siquiera las condenas de los reos son absueltas de todo pecado. Es en este punto donde el paso del tiempo se detiene, brilla y se despeja de la curiosidad del error; derrama su sangre en la morada del altísimo para su redención. No hay coartada, no hay castigo, no hay nada y, aun así, en nada está todo.

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