abuso generacional

abuso generacional

jose luis Cao

23/11/2024

María de las Dolores Felicitas es mi tía preferida, preferida sobre todo por su forma de ser, amena y divertida. Sin embargo, desde que enviudó, para octubre van a ser once años, se volvió taciturna y lánguida a pesar de sus setenta años, según creo, el tiempo quedó detenido para ella. Nadie sabe a ciencia cierta en la familia si esa es su verdadera edad o la que tenía cuando falleció Oscar Felipe de Valladolid y Osuna, su fiel compañero de un prolongado matrimonio sin hijos. Sería por eso que tía se encariño siempre tanto con todos nosotros primero y luego con nuestros hijos a los que atendió como propios. Aún recuerdo cuando nos venía a buscar para ir al zoológico a ver a la jirafa y los leones que tanto nos gustaban.

Pero lo que más festejábamos eran los cumpleaños cuando vivíamos en la calle Laprida y ella llegaba dos horas antes cargada con regalos, bombones y tortas decoradas con sus propias manos.

Será porque fue parte inseparable del hermoso recuerdo de la infancia tía representó siempre el lugar de un hada madrina.

Aún después de la muerte de su esposo continuó viviendo de las rentas de la empresa familiar que Tobías, mi hermano administraba y puntualmente le depositaba en el Citibank de Recoleta.

Su vida transcurría sin sobresaltos: metódicamente se levantaba a las ocho, desayunaba con Violeta, su mucama de hacía treinta años, y leía la Nación. Al mediodía almorzaba frugalmente, y dormía la siesta. A la tarde se bebía una copita de anís de los ocho hermanos e iba a lo de mamá a tomar el té y jugar al bridge. Luego concurría a misa de siete en San Agustín de quién era devota. Por la noche una cena liviana hablar por teléfono con las amigas y ver tele en la cama.

Esa rutina sólo se alteraba para ir a la peluquería o al médico y los fines de semana que acostumbraba a pasear a visitar el cementerio de Recoleta donde descansaban sus mayores. A nosotros nos visitaba regularmente eligiendo un sábado a la tarde para cada uno, feriado que aprovechaba para llevar a alguno de nuestros hijos a tomar el té y al cine en Patio Bullrich.

Problemas de salud nunca padeció, jactándose siempre y con razón de ser la más fuerte y sana de las hermanas. Proveedora de salutaciones recordaba de una manera prodigiosa fechas de cumpleaños, aniversarios y santos de toda la familia. La tía era tan servicial que cuando alguien se enfermaba, aún de un simple resfriado lo visitaba para donar su palabra de consuelo o bien para permanecer al lado del convaleciente en respetuoso silencio.

En los últimos tiempos debido a mis viajes sólo la veía en la cena de Navidad en casa de María Corina o de mamá. Grande fue mi sorpresa cuando mi secretaria me anunció a las veinte y treinta horas que la tía estaba esperándome tras la puerta de la sala de Directorio. Proseguí mi tarea por unos minutos más, aunque confieso con la cabeza puesta en mi tía. Así que en cuanto pude pedí disculpas a mis visitantes y da por terminada la reunión aduciendo que era tarde. Cuando entré al amplio salón decorado con estilo regencia la vi. Estaba aguardándome de pie al lado de un sillón de pana. Pequeña y enjuta con el cabello gris recogido sobre la nuca portaba los antiguos anteojos de carey que habían sido de abuela. Seria y con los dientes apretados tenía una expresión en su cara que no era la habitual, sino que denotaba preocupación.

Me acerqué besándola y estrechándola fuertemente entre mis brazos, entonces percibí que su frágil cuerpo padecía de un imperceptible temblor. La tomé de las manos para llevarla a mi despacho, procedí a cerrar la puerta y le pedí un té, mientras la hacía sentar en un mullido sillón al lado de la ventana con vista al rio. Estando cómodamente ubicada comenzó a relatarme con voz trémula y entrecortada una experiencia vivida en el día de hoy apenas unas horas atrás.

Parece que esta tarde a las catorce horas como lo hacía habitualmente tomó el colectivo treinta y nueve en Araoz y Santa Fé que vivía con Tina en Montevideo y Charcas. Sacó el boleto y luego de echar un vistazo a los asientos los observó que se hallaban todos ocupados así que se ubicó de pie en el pasillo al lado de la segunda fila de asientos de a dos. Allí se dispuso a mirar por la ventanilla las vidrieras de los negocios del lado norte con el propósito de descubrir alguna modificación en los precios con respecto al día anterior, ya que ella siempre estaba orgullosa de descubrir ofertas. En ese momento notó, primero con cierta intranquilidad y luego con temor que el hombre que estaba a su lado se acercaba demasiado a su costado derecho por lo que se corrió otra fila más. A los pocos instantes volvió a sentir la misma presión ya que el hombre también se había corrido un lugar. Para ella fue inevitable pensar que ese hombre podría aprovecharse del colectivo lleno para robarle. Sospecha que se acrecentó cuando al realizar nuevos movimientos la escena se repitió. En vez de mirar al hombre su mente recorrió imaginariamente los titulares del diario la Nación y las letras de molde de la sección policiales donde se ponía en evidencia del incremento de la violencia en el Barrio Norte de la ciudad. Ante sus entrecerrados ojos desfilaron toda una serie de imágenes de la TV de ancianas asesinadas en sus departamentos, intentos de violación en ascensores, robos a mano armada en locales, secuestros, salideras bancarias y motochorros. Si a esto se le sumaba la creciente gama de drogadictos y el casamiento gay se podía concluir que la violencia se había apoderado en la ciudad para modificar definitivamente la moral y las buenas costumbres. Un frenazo la sacó de sus cavilaciones sintiendo que el hombre se separaba de su cuerpo, pero la ilusión duró poco ya que el movimiento inercial lo devolvió a su lado con más insistencia.

Pensó en descender, en gritar, en pedir auxilio a algún pasajero, pero recordó que según la TV los punguistas, porque de eso se trataría, nunca andan solos sino con un compinche armado para atacar a la víctima si quiere defenderse. Pensó que lo mejor era disimular y apretar la cartera contra el brazo. El colectivo había llegado a Coronel Díaz cuando una mujer que ocupaba el asiento de la ventanilla se levantó. Apelando a su edad rápidamente y como disculpándose por ello ocupó precipitadamente el lugar vacante. Suspirando aliviada se dispuso a mirar por la ventanilla segura de que a su lado estuviera un joven en edad escolar. De reojo miró al delincuente que se aferraba al pasamanos. Se trataba de un hombre maduro vestido con un traje gris perla de muy mala confección, que llevaba en su mano un atoche de color marrón de muy mal gusto.

Su cara vulgar se hallaba enmarcada por espesas cejas negras, labios finos y una mandíbula cuadrada que denotaba resolución y fuerza. Lo observaba desde su puesto seguro con cierta petulancia que se transformó en terror cuando el muchacho que estaba al lado suyo se levantó. Entonces el hombre se instaló a su lado sin darle tiempo a nada. Ahora sí que estaba perdida como haría para retirarse, él la dejaría ir. Sintió la presión en su costado derecho, entonces aferró la cartera bajo el brazo se metió la medalla de oro bajo el pullover y se preparó para el despojo. Ahí fue que procuró mirar la hora como para distraerse y entonces notó la desaparición de su Pattek Philippe de oro puro regalo de Oscar Felipe para su viaje de bodas de lana a Paris. Miró la muñeca que aún conservaba la marca del reloj que nunca se quitaba desde hacía quince años y su odio se hizo incontenible. Fugazmente pensó en los momentos felices de su vida y en la injusticia de los que apropiaban de lo ajeno y como la gente bién quedaba expuesta ante los malhechores sin escrúpulos.

Mientras pensaba su bronca se hizo tan intensa que desconociéndose decidió dejar de ser cobarde por una vez en la vida enfrentando al sujeto. Desecho los procedimientos que podían conducirla a ser golpeada o herida y recordó un consejo guerrero de no recordaba quién de que hay que atacar primero y por sorpresa. Abrió su cartera y de ella extrajo una aguja de tejer y poniéndosela en las costillas le susurró al oído con voz firme: Deme el reloj y ante la mirada estupefacta del criminal que seguramente no esperaba esa respuesta tan valerosa de sus víctimas, insistió exagerando con una voz claro y desprovista de miedo: Por última vez coloque el reloj dentro de mi cartera o le hundo la achuja hasta el otro lado. Mientras decía esto último abrió la cartera. El asesino con movimientos torpes dejó allí el reloj y ella resueltamente y sin dejar de apuntarle con la hoja en forma disimulada se levantó y pasando por delante de él fue hacía la puerta. Con un ademán y una voz de mando desconocida le ordeno al chofer detener el vehículo y se bajó ágilmente. Desde el kiosko de revistas le dirigió una mirada feroz al sujeto que atónito miraba por la ventanilla mientras el colectivo se alejaba. Estaba a tres calles de su hermana, pero su estado nervioso le impidió dirigirse a tomar el té acostumbrado así que con una recobrada dignidad tomó un taxi y fue a su casa. Allí saludó a Violeta con la alegría del deber cumplido llamó por teléfono a su hermana para relatarle los pormenores del incidente y fue al baño para arreglarse antes de ir a misa. Se paró frente al espejo del chifonier y entonces lo vio. Sí en la repisa de la toilette estaba el querido Pattek Phillippe. Presa de alguna confusión abrió la cartera con la esperanza que lo que ocurrió sólo hubiera sido un sueño,pero no, en el fondo de la cartera de cuero se hallaba depositado un flamante Pattek Phillippe masculino de oro. Sin duda para mi tía Felicitas a partir de hoy algo había cambiado en su vida.

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