Apagué el velador. Antes consulté el reloj: las doce de la noche. Todavía Willy me daba vueltas en la cabeza. Dos días antes había muerto. Cerré los ojos y me acosté sobre el costado derecho, mi posición favorita. La suavidad de la funda era perfecta y con el olor a perfume de siempre. Pasaron dos o tres minutos, ¿tal vez cinco? Un ruido seco y nítido interrumpió mi tránsito hacia el sueño. Todo sucedió en segundos. Alguien que se levantaba de los pies de la cama como si hubiese estado sentado en la misma. Prendí la luz sin pensar. Una rara sensación me colmó los sentidos. Di un salto y miré la biblioteca, dos libros en el piso, no había ninguna corriente de aire. No recuerdo los títulos. Me senté en el borde de la cama temeroso, sorprendido o confundido. Caí en la certeza: Willy se había venido a despedir o a decirme que su ateísmo había terminado. Había algo más.
“La vida es una gran sorpresa. No veo porque la muerte no puede ser una mayor.” (Vladimir Nabokov)
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