¡NO ESTAS!

Que tu existencia sea un vacío en este teatro absurdo,
una ausencia tan vasta que devora.
Cada día es un duelo silencioso,
un debate con la fragilidad inherente de mi existencia,
que pende de un hilo invisible,
enredado en el viento de un mundo convulso,
donde los sueños nunca llegaron a nacer,
apenas susurros de algo que jamás será.

Te soné.
Flotabas entre paisajes suecos que mi mente no alcanzaba a abarcar,
en un Volvo que parecía desvanecerse entre la bruma.
La ventanilla bajada,
el sol en tu rostro mientras me mirabas,
mientras me amabas en un lenguaje que aun no conozco.
¿Quién sueña lo imposible si no es el desesperado?
¿Quién, si no yo,
que tejí tu rostro con los hilos de la carencia,
que te creé en el vacío infante de un cerebro que nunca dejó de ser niño?

Los demonios me visitan.
Se deslizan entre insectos
susurran con voces que llevan mi nombre,
y yo, agotado, los insulto para espantarlos.
Pero cuando el ruido cesa,
cuando el silencio se asienta como un presagio,
te recuerdo.
Recuerdo que no estás,
y ese pensamiento es más aterrador que cualquier sombra.

Este planeta es mi carcelero.
Un campo de batalla donde he aprendido a ser monstruo,
a defenderme con la crueldad que me enseñaron,
a soportar la piel hasta que incluso mis propias manos
no puedan sentir lo que tocan.
Las lágrimas, esas reliquias de la vulnerabilidad,
se han secado en mis ojos,
convertidas en polvo que el viento me arrebato.
Y aún así, te busco.

¿Dónde estás tú?
A veces creo encontrarte en los rostros de los desconocidos,
en los pasos errantes de alguien que no sabe que lo observo.
Pero el espejismo se rompe,
y me veo obligado a recordar
que esta coraza que llevo no puede ceder,
porque un descuidó es
un océano que me ahogaría en segundos.

A veces, sólo a veces,
me permito imaginar,
en algún rincón del infinito,
esperando por mí.
En esas raras ocasiones,
cuando el peso de la soledad cede por un instante,
creo sentirte en el aire,
como una promesa rota que aún intenta cantar.
Pero el canto se apaga,
y yo regreso al vacío.