EL SER QUE HABITO
Una vez más estoy aquí, en una habitación suavemente iluminada por los rayos del sol que se filtran a través de las rendijas de la persiana. Es un lugar donde el tiempo parece haberse detenido, donde la luz y la sombra juegan un delicado equilibrio. La atmósfera es palpable y está llena de la expectación que acompaña a un nuevo comienzo.
Acabo de renacer de nuevo. No tengo miedo a morir, porque solo se tiene la primera vez; ahora, el verdadero temor radica en vivir. Me pregunto si alguna vez podré encontrar mi lugar en este mundo.
«Soy el eco de cada comienzo y el testigo de cada fin. No tengo nombre, ni forma, pero llevo en mí el peso de todos los nombres y las formas que han existido. He estado aquí antes, en este mismo espacio entre el primer suspiro y el último aliento. Mis ciclos son antiguos, y en cada repetición veo y siento las mismas emociones desgarradoras. No hay descanso para mí, sólo un renacer constante, como las olas que revientan y vuelven al océano sin cesar.
Intento adaptarme a un cuerpo que aún no me pertenece del todo. Mis manos son nuevas, pequeñas, extrañas, y el mundo que me rodea es a la vez familiar y distante, como un recuerdo borroso que intenta tomar forma. Los rayos de sol son mi primer contacto con esta vida, una bienvenida silenciosa al ciclo que comienza de nuevo. No recuerdo quién fui, solo siento la certeza de haber sido. Y ahora, aquí estoy, renacido en esta habitación que me abraza con su luz tenue, como si me estuviera presentando lentamente al mundo que, una vez más, debo aprender a vivir.
En la habitación, mi niño llora, su llanto es el grito de una nueva vida que llega al mundo. «Estoy aquí contigo», le digo, «no temas. Intentaré ayudarte «. Mi voz resuena en el aire, aunque él no puede oírme. Mi presencia es un susurro que intenta tranquilizarlo en este vasto océano de incertidumbre. Las lágrimas caen por sus mejillas suaves, mientras su cuerpo tiembla levemente, aun ajustándose a la vida fuera del vientre materno. El sonido de su llanto resuena en las paredes, una mezcla de desamparo y necesidad. Llora con una intensidad visceral, como si en cada grito estuviera comunicando su deseo de ser abrazado, de ser amado en esta nueva existencia. Intento calmarlo, «no estás solo, siempre estaré contigo, hasta que tú mueras y yo vuelva a estar solo, sin ti y sin nadie. He renacido contigo, viviré contigo, moriré contigo y, una vez más, volveré a estar solo”. “En tu llanto de hoy estuve ya otras veces, comprendo tu temor, se lo que sufres, pero de nada me sirve la experiencia porque él temor y los miedos son siempre nuevos”. Que impotente me siento: sé hablar, pero nadie puede oírme; estoy aquí, pero nadie puede verme; intento explicar lo que siento y lo hago al vacío, al espejo de mi voz que devuelve mis palabras hasta conseguir a veces volverme loco. Siempre me voy vencido, pero empiezo a sentir como si en algún momento cuando todo termina acaricio con los dedos que algo nuevo está por llegar, algo diferente que me saque de este infinito estar sin ser y sueño con que algún día lo consiga y esa esperanza me hace seguir. Es un ciclo eterno que parece repetirse en un bucle incesante. Quizás ya estuve aquí antes, tal vez ya viví y hasta morí en este lugar. Lo que he experimentado me guía, pero los recuerdos se han desvanecido, dejándome solo con la intuición de lo que alguna vez fue.
Quisiera que supieras que estoy aquí, contigo; pero sé que no es posible y por mucho que me duela lo acepto, alguien impuso las normas que rigen nuestras vidas y una de ellas es que no llegues nunca a conocerme. Yo por el contrario lo sabré todo de ti, no habrá nada que puedas ocultarme, tus sentimientos, tus miedos, todo aquello que desees, tus más oscuros pensamientos. Cuando ante los demás seas cobarde y escondas con mentiras tus fallos yo seré quien castigue tu conciencia; y cuando sean los otros los que te sentencien culpable sin serlo y tus argumentos no sirvan para convencerles de que se están equivocando yo trataré de que lo lleves de la mejor manera posible porque de lo contrario estaré fracasando.
Estas seguro en los brazos de una madre que es fortaleza y ternura, a pesar de la fatiga reflejada en su rostro, irradia amor incondicional. Su piel, marcada por el tiempo y las experiencias, se ilumina con una mezcla de alegría y preocupación mientras observa al pequeño que acaba de traer al mundo. Con manos temblorosas y delicadas, lo envuelve en una manta suave, tratando de brindarle el calor y la seguridad que necesita. Sus ojos, cargados de lágrimas de felicidad, son un espejo de sus emociones, una conexión profunda que trasciende las palabras. Mientras el niño llora, ella lo mira con una mezcla de admiración y vulnerabilidad, reconociendo que, aunque es su madre, también está comenzando a aprender de él. En ese instante, se establece un lazo eterno entre ellos, un compromiso mutuo de amor y protección que los acompañará a lo largo de sus vidas.
El padre proyecta en la habitación una sombra alargada, una figura que irradia una mezcla de autoridad y melancolía. Su rostro, surcado por el tiempo y las preocupaciones, refleja una sabiduría que apenas se puede discernir en su mirada profunda, como si cada arruga contara una historia de lucha y esperanza. Se acerca a la madre y al niño, pero su presencia parece más pesada que la de cualquier otro, como si trajera consigo el castigo de las decisiones mal tomadas y de las expectativas que nunca se cumplieron. Mientras observa al recién nacido, su expresión se torna enigmática, y el aire a su alrededor se carga de dudas que parecen flotar como un eco en la habitación. Es un hombre de pocas palabras, pero sus silencios gritan. ¿Qué lecciones del pasado traerá consigo? ¿Qué sombras de su propia vida se proyectarán sobre el niño? En cada gesto, en cada mirada hacia la madre y el niño, el padre parece cuestionar no solo su papel en esta nueva familia, sino también el camino que lo ha llevado hasta aquí.
Y en ese instante, siento una inquietud creciente, como si el hilo de mi existencia, tejido con fragmentos de vidas pasadas, comenzara a deshilacharse. ¿Qué significa realmente volver a nacer? La figura del padre, con su aura de incertidumbre, se convierte en un recordatorio de que la vida, a pesar de sus ciclos, está plagada de elecciones y caminos mal recorridos. El niño puede ser el inicio de algo nuevo, pero el padre trae consigo la sombra de lo que podría haber sido, dejando un rastro de dudas, miedos y frustraciones que contaminan, todo lo que le rodea.
De pronto, el llanto del recién nacido se apaga. La habitación, que momentos antes vibraba con su presencia, queda sumida en un silencio brutal. La madre, aún con su expresión de ternura, se queda inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido en el instante en que el aire abandonó los pulmones diminutos del bebé. La suave mantita en la que estaba envuelto cae lentamente de sus brazos, y sus ojos, llenos de incredulidad, comienzan a llenarse de una sombra que hasta ese momento le era desconocida. El padre, rígido como una estatua, se inclina hacia adelante, los ojos fijos en el niño que yace ante ellos, inmóvil, sin respuestas. El aire en la habitación se vuelve denso, como si las paredes mismas se encogieran bajo el peso de lo inconcebible. Un vacío helado los envuelve, un frío que ni la luz dorada del sol, colándose entre las rendijas de la persiana, puede disipar.
En ese instante devastador, siento una sacudida profunda, como si la vida, que apenas comenzaba a habitar en mi interior, me fuera arrancada sin previo aviso. El ser en el que había renacido, al que había prometido acompañarlo en su camino, se enfrenta a la confusión de una muerte súbita. «¿Qué es esto?», me pregunto, incapaz de comprender cómo algo que está por empezar puede ser cortado tan rápido, tan pronto, tan inexplicablemente. El vínculo con la carne se rompe antes de poder siquiera enraizarse.
No hubo advertencia, no hubo señales. Ni siquiera yo, que siempre era consciente de la fragilidad de la vida, había visto venir este final tan abrupto. El ciclo se detiene antes de comenzar, y ahora, de nuevo solo, sin cuerpo ni rumbo, floto en una incertidumbre aún más oscura que la vida que acabo de abandonar. El llanto que antes llenaba la habitación es reemplazado por una quietud que lo consume todo, dejándonos a todos sumidos en el insondable abismo de la pérdida inesperada. El silencio de gritos que queda tras la muerte es insoportable, denso, como una niebla oscura que lo cubre todo. La madre, aún en estado de shock, sigue mirando el pequeño cuerpo sin comprender lo que ha sucedido, sus manos temblando sobre la manta vacía. El padre da un paso hacia atrás, sus pies pesados, como si la habitación misma lo rechazara. Nadie se atreve a romper el momento, como si decir algo pudiera hacerlo aún más real. Dentro del niño, siento que todo se tambalea en una negrura inesperada, sin tiempo ni forma. No hay vida, pero tampoco hay muerte completa, solo una especie de limbo. «Esto no debería pasar», la confusión crece dentro de mí y lo derrumba todo. «No era mi tiempo, no era su tiempo «. De sobra sé que la muerte no sigue reglas, no escucha ruegos ni entiende destinos, no es justa, no da plazos ni concede treguas, llega sin avisar y arrebata lo que toca sin importar cuánto de ese algo hayamos amado. Es fría e indiferente, ajena a los sueños que trunca y a los corazones que rompe, como si la vida misma fuera apenas un susurro en su inmenso y eterno vacío. Y aunque el ser humano parezca frágil ante ella, aunque todos sepan que al final serán sus víctimas, ellos siguen caminando, como si en cada paso intentaran desafiar su llegada, porque tal vez eso es lo único que pueden hacer; vivir con la certeza de su sombra, pero al mismo tiempo con la obstinación de buscar un significado, de construir un propósito en medio de su inminencia. La muerte, tan cruel y constante, siempre acecha, y sin embargo, es su presencia lo que hace que la vida, con todas sus miserias y alegrías, brille de forma tan intensa.
Pero algo entre tanto desconcierto es distinto a todas las otras veces. Se que cada ciclo comienza con el nacimiento y termina con la muerte, y tengo la sensación de que algo es nuevo, algo es distinto a todas las vidas que he vivido antes. Tengo miedo a lo que sigue después de un final que llega antes de tiempo. ¿Qué sucede cuando el ciclo se rompe antes de cumplir su propósito? ¿Es este el verdadero final? Pero en ese vacío, en esa oscuridad, una pequeña chispa de vida lucha por encenderse, como una brasa que se resiste a apagarse. Es débil, apenas perceptible, pero está allí. Y con esa chispa, siento una extraña fuerza que me atrae de nuevo hacia la existencia. No en el cuerpo del niño, que ahora yace inerte, sino hacia algo más grande, algo que no había considerado antes. Quizás el ciclo no ha terminado. Quizás la muerte inesperada no es el final, sino una puerta hacia algo distinto, algo más profundo; y en esa incertidumbre encuentro una especie de paz, como si por primera vez entendiera que la muerte no es siempre el cierre de un capítulo, sino la apertura de otro, uno que tal vez nunca había explorado. Antes temía la soledad tras la muerte, y ahora siento que este viaje aún no ha terminado, que hay más por descubrir en esa oscuridad, que la muerte puede no ser el final.
En la habitación, la madre suelta un grito desgarrador, mientras el padre permanece paralizado, ambos atrapados en la realidad que no pueden cambiar, ajenos al extraño ciclo que continúa más allá de su comprensión. Por detrás de la muerte la tragedia se desata. La madre, en un ataque de locura, abre el balcón y parece que va a lanzarse al vacío. Como una fuerza invisible voy hacia ella, y en un instante de lucidez, la madre se detiene. La luz del sol brilla sobre ella, mientras su dolor se convierte en un grito desgarrador de amor y desesperación. Sus pensamientos se vuelven un remolino sin fin, un caos de ilusiones y deseos rotos. Primero llega la incredulidad, como si el mundo se hubiese detenido de golpe, dejándola suspendida en un silencio tan profundo que ni siquiera su propio llanto puede romperlo. Se pregunta si es real, si quizá la vida aún guarda una pizca de misericordia y esto no es más que una pesadilla que terminará al abrir los ojos. Pero la realidad pesa, es una sombra densa que envuelve su pecho y la aplasta lentamente. Su mente vaga entonces entre imágenes de aquel niño que ya no está, escenas tan deseadas que casi puede oír su risa resonando en algún rincón de la casa. Lo ve dando sus primeros pasos, escucha sus primeras palabras, y es como si esos momentos se transformaran en dagas que cortan su alma una y otra vez.
Se pregunta qué sentido tiene el mundo ahora, qué propósito puede quedar cuando lo más precioso se le ha arrebatado. Se siente incompleta, mutilada; como si una parte de sí misma, más allá de la carne, se hubiera ido junto con él. En el fondo de su ser, surge una ira sorda, dirigida a alguien en particular, y contra la misma muerte que no entiende de razones ni sabe de amores profundos.
Y en medio de ese dolor, surge un pensamiento tan oscuro como la noche misma: ¿cómo seguirá adelante sin él? Sabe que el tiempo no se detiene, que el mundo no tiene compasión por el luto de una madre. Y, sin embargo, el simple hecho de vivir un día más se le antoja una carga insostenible.
Habito en la mente de una mujer maltratada, rota por el dolor y la pérdida, los pensamientos se vuelven oscuros, afilados como cuchillos. Al principio, el dolor la arrastra a un abismo sin fondo, y por un instante, la idea de acabar con su propia vida la seduce, como si esa fuera la única salida posible. Pero una fuerza desconocida surge en ella, algo que arde más allá de la tristeza, que la calma, puede contener su furia, siente que no está sola; para ella todo es caos y confusión, no entiende de donde viene esa voz que intenta llevarla a un lugar seguro, y comparto con ella ese temor a lo desconocido porque para mí lo que está pasando también es nuevo.
Sabe que ha perdido al único ser que verdaderamente la ataba a la vida, y el vacío que queda es amargo, insostenible. Mira al hombre que algún día quiso, que le prometió amor y protección, y siente que el odio comienza a brotarle en el pecho como una llama feroz. Él, el hombre que debió haberlos cuidado, es el mismo que la hirió, que la humilló, que llenó sus días de miedo y su corazón de heridas. Y ahora su hijo está muerto, y ella lo mira y sabe, sin lugar a dudas, que él es el culpable. No importa si fue por un acto directo o por los golpes que marcaron su cuerpo antes, durante, y después del embarazo, si fue por el peso del dolor que él le impuso o por la violencia que él sembró. En su mente, él es el verdugo, su hijo el muerto, y ella la víctima que ya no tiene nada que perder.
El deseo de venganza crece en su interior como una necesidad ineludible, como si el equilibrio mismo de la vida solo pudiera restaurarse con el ajuste de cuentas. En su imaginación, se ve a sí misma enfrentándolo, viéndolo pagar por cada golpe, por cada palabra cruel, por cada vez que la hizo sentirse menos. Quiere que él sienta el vacío que ella siente ahora, quiere verlo hundido en la desesperación, en la pérdida. Lo mira con ojos enrojecidos, y su odio se convierte en una promesa silenciosa, un juramento de que ya no habrá más sumisión ni más miedo.
Ha rechazado la idea del suicidio, porque ahora sabe que su fuerza reside en su furia, en su capacidad para sobrevivir y para resistir. Porque la vida le ha quitado lo más querido, y en el fondo de su amargura, encuentra un propósito: hacer justicia a su hijo, aunque esa justicia sea amarga, aunque signifique devolver el dolor que a ella le han infligido. Y en su interior, un pensamiento firme se asienta, como un faro en medio de la oscuridad: si ha de sobrevivir a esta tragedia, lo hará a su manera, y esta vez, no será ella quien vuelva a agachar la cabeza.
«Es tu culpa,» susurra al principio, casi para sí misma, pero su voz se quiebra y se eleva. «¡Es tu culpa!.»¡Debería haberte matado y así él nunca hubiera muerto!», grita la madre, dirigiéndose al padre. «Con cada golpe que me diste, con cada grito, con cada insulto, es tu culpa y ha muerto por eso». Sus palabras son un torrente de verdad, un desahogo que rompe el silencio. La rabia y la tristeza se entrelazan en su voz, y el padre, paralizado, apenas puede responder.
La madre sigue arremetiendo, golpeando a un hombre que se encoge bajo el peso de su culpa. El dolor que compartieron, la violencia que había marcado sus vidas, se manifiesta en cada palabra que ella lanza. El padre finalmente responde, su voz quebrada: «No sé cómo llegar hasta ti. Nunca supe cómo ser lo que necesitabas. No quise que esto pasara».
La madre se aleja, con lágrimas surcando su rostro, lo mira con una mezcla de furia y desamparo. » ¡Nos destruiste! No sólo a mí… también a él. Cada día que soporté tus golpes, cada vez que te miraba y no veía nada más que odio. El padre intenta acercarse, pero ella retrocede instintivamente, como si el aire mismo entre ellos estuviera contaminado. «Yo… nunca quise que esto pasara. Pensé que algún día… que podríamos…» Su voz se desvanece, incapaz de sostenerse. En sus ojos hay algo perdido, el reflejo de un hombre que se ha convertido en su peor enemigo.
Ella lo observa, llena de desprecio, pero también de algo más profundo y sombrío: una especie de tristeza agotadora, que la consume lentamente. «No sé si hay forma de vivir con algo así», susurra, su voz reducida ahora a un murmullo quebrado. «Porque esto… esto no se puede perdonar.» Y una vez más se pregunta: ¿puede un maltratador dejar de serlo? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que el ciclo de la violencia se repita?, ¿Cuándo volverán a surgir las inseguridades, los celos, esos monstruos internos que acechan en la penumbra de su ser? ¿Cuánto tiempo se necesitará para que el alcohol vuelva a convertirse en su refugio, en su manera de olvidar, de evadir la realidad que tanto teme? ¿volverá a matar al niño que el mismo un día fue? Ese niño inocente, lleno de sueños y esperanzas, que, con cada golpe, con cada grito, se va desvaneciendo un poco más, consumido por el miedo y la desesperanza. Es un ciclo que se repite, un eco de dolor que resuena en el tiempo, y el temor de que, al final, la luz que alguna vez brilló en sus ojos se apague para siempre.
Es un laberinto del que parece imposible escapar, donde cada intento de cambio se enfrenta a los fantasmas del pasado. La lucha interna es feroz, y aunque el deseo de sanar es fuerte, las sombras del abuso a menudo son más pesadas que cualquier resolución. ¿Puede el maltratador reconocer su propio dolor y, en ese reconocimiento, encontrar la redención? ¿O permanecerá atrapado en su propia historia, perpetuado en el sufrimiento? Los ecos de su infancia, los gritos que escuchó y los golpes que recibió, resuenan en su mente. Cada vez que se siente perdido, cuando el mundo se vuelve abrumador, surge la tentación de recurrir a los viejos hábitos, a las formas familiares de lidiar con el dolor. Y así, el temor crece: el temor de que, al final, la violencia no sea solo un recuerdo, sino un destino inevitable.
Es un camino oscuro y sinuoso, donde la esperanza a menudo se ve eclipsada por la duda. Pero en el fondo de su ser, el anhelo de romper el ciclo permanece, como una luz que lucha por encenderse en medio de la oscuridad. La pregunta persiste, como un susurro que no se apaga: ¿puede el maltratador dejar de serlo y, en el proceso, encontrar la redención no solo para sí mismo, sino para el niño que aún sueña en su interior?
Y entre tanto caos despierto de golpe, como si me arrancaran de un sueño profundo. Me asusta darme cuenta que no es solo una conciencia la que me recibe, estoy atrapado en dos mentes, dos mundos de emociones desgarradas, dos cuerpos que me atrapan con igual fuerza. La confusión me golpea como una ola, me tambaleo al borde de la locura. Siento el desgarro de un conflicto en estéreo. Desde la mente de la madre, la furia es un torrente de llamas que lo arrasa todo, una furia tan pura y afilada que casi podría cortar. Me estremece lo que siente, algo primitivo que vibra de odio y dolor. No hay perdón ni consuelo, solo una llama que quema sin tregua. Pero, en la mente del padre, se percibe el peso de una culpa tan aplastante que parece una montaña oscura, un remolino que lo arrastra y lo hunde sin fin. Cada pensamiento, cada emoción, llega como un golpe, chocando entre sí, enredándose en una maraña de voces y sentimientos. Intento encontrar el equilibrio, pero la tensión entre ambos es como una cuerda que se estira hasta el límite. La rabia de la madre clama justicia, ansía destruir, mientras que la culpa del padre implora una paz imposible; la víctima quiere ser verdugo y el verdugo no sabe cómo ser víctima. Me pierdo en esa contradicción hiriente, en el eco de sus gritos y susurros, en el filo entre amor y odio que los consume y los mantiene irremediablemente atados.
Estoy atrapado en el torbellino de sus emociones, y cada segundo en sus mentes me fragmenta más. La voz de ella retumba en mi ser como una sentencia: «Nunca debería haberte perdonado»
En la mente de él, la culpa lo consume, lo despoja de toda defensa, lo convierte en una sombra de sí mismo. Él intenta justificarse, intenta recordar momentos en los que las cosas fueron distintas, cuando el amor no era aún esta prisión devastadora. «No quise que esto pasara»
Es insoportable estar dentro de ambos. Sus emociones son tan intensas que casi me borran a mí, como si yo no fuera más que el eco de su dolor.
Ambos anhelan liberarse, pero están encadenados por sus propias heridas. Siento su desesperación, su incapacidad de entender cómo llegaron aquí. La madre quiere justicia; el padre, redención. Pero en este caos, ninguno puede encontrar la paz. Sus almas se aferran una a la otra. Y yo, atrapado en medio de sus mentes, soy testigo de esta tragedia, sintiendo cómo sus emociones me desgarran hasta que ya no sé si alguna vez fui algo más que ellos mismos, fundidos en un mismo destino inquebrantable.
Estoy inmerso en medio de un estallido de emociones, tan vívidas y desgarradoras que me confunden. El dolor de ambos me resulta tan auténtico que apenas tengo tiempo de preguntarme qué hago aquí; solo intento no desmoronarme en medio de su desesperación. La furia de ella es abrasadora, visceral, y en su mente percibo la intensidad de un alma rota, la sombra de una vida perdida. Desde la mente de él, la culpa es un peso sin tregua, una cadena que no deja de apretarse, y la impotencia le tiñe el pensamiento de un gris apagado, casi asfixiante.
Pero algo se siente… extraño…
Las emociones parecen reales, pero hay algo en la textura, en el fondo mismo de sus pensamientos que me cofunde, que no soy capaz de lograr entender. A medida que me adapto a esta vorágine de pensamientos, noto pequeñas inconsistencias. El sufrimiento de ella es brutal, pero a veces se pausa, como si en ciertos instantes su dolor perdiera densidad, como si desapareciera por completo antes de regresar con renovada intensidad. Él, por su parte, parece tan hundido en su propio abismo que apenas percibe el entorno, pero de vez en cuando sus pensamientos se aligeran, se distraen como si estuviera siguiendo una pauta que yo aún no alcanzo a comprender.
Y entonces, como si me dieran una pista sutil, noto una cadencia en sus pensamientos, una repetición en sus palabras. “Debería haberte matado” … “No quería que esto pasara” … Se repiten como una melodía fija como si estuvieran atrapados en un círculo, regresando una y otra vez a los mismos gritos, a las mismas culpas. Intento entenderlo, pero el patrón es tan regular que me pregunto si estoy ante un eco, o ante un reflejo de algo anterior que se repite una y otra vez.
Por momentos sus emociones bajan o suben de intensidad. Sus pensamientos se apagan, como si alguien los manejara a su antojo. Me quedo en silencio, atrapado en una negrura total, solo para sentir que a veces uno, a veces el otro, vuelve a encenderse unos segundos después, repitiendo en sus mentes el mismo diálogo, volviendo a lanzarse las mismas palabras llenas de reproche.
Cada vez lo siento menos real y más… planeado, como si ambos siguieran una coreografía cuidadosamente construida. A cada paso que doy me encuentro más y más perdido.
La escena se repite, y esta vez la intensidad se disuelve aún más, como si el sentimiento que los envolvía se desvaneciera con cada palabra dicha. La furia de ella, que antes era una ola imparable, ahora parece una máscara que se ajusta y retira con cada frase, con cada exclamación. Y él, el padre, que al principio parecía tragado por su propia culpa, empieza a actuar como si la carga de su sufrimiento fuera un traje que pudiera ponerse y quitarse a voluntad.
Es desconcertante. Mi percepción oscila entre lo profundo y lo superficial, como si los pensamientos y las emociones de ambos fueran capas que se ponen una sobre otra, formando una construcción que se arma y se desarma. Siento un ligero mareo, una mezcla de desorientación y curiosidad: ¿qué está pasando?
Luego, un detalle se revela casi sin querer, y es tan sutil que podría haberlo pasado por alto. La madre, en un segundo de silencio, deja caer la mirada y luego se ajusta el borde de su vestido, algo nerviosa, ¿qué madre se preocuparía por su vestido en una situación como esa? Noto el ritmo de su respiración; está sincronizado de una forma precisa, como si cada pausa, cada grito y cada susurro estuvieran calibrados, medidos en un lenguaje secreto que desconozco.
Estoy en la mente de dos personas, sí, pero no en la intimidad que creía. Las palabras de ellos, que hace un momento parecían verdad, empiezan a sonar huecas, recitadas, como si estuvieran ahí no para ellos, sino para alguien más, alguien que aún no logro identificar. Intento buscar más en sus mentes, profundizar en lo que sienten realmente, pero hay algo que me distancia, una especie de muro que se alza de repente.
Todo lo que está sucediendo comienza a inquietarme. Cada emoción parece tan medida, tan controlada, como si respondieran a una partitura invisible. La intensidad sube y baja en un ritmo exacto, sin la espontaneidad o el caos que esperaría de un sufrimiento tan grande. De alguna forma, siento que estoy presenciando un recuerdo que se despliega ante mí, como si ambos estuvieran atrapados en un bucle de dolor que no pueden romper y yo de pronto me hubiese colado sin permiso. Pero hay algo más. No solo están repitiendo estas palabras; parece que están haciendo que yo mismo las repita en mi interior, que sus palabras y sus pensamientos encuentren eco en mí. No solo estoy en sus mentes, siento que, de alguna forma, soy parte de algo más, que ellos buscan arrastrarme al abismo de sus culpas y su odio. Por momentos siento que saben que estoy ahí, que son ellos los que intentan manejarme, me asusta pensar que así sea y por primera vez en toda mi existencia me siento vulnerable.
Intento alejarme, comprender por qué este momento se despliega una y otra vez. La madre vuelve a susurrar, y el padre replica, como si esta confrontación se hubiera rehecho tantas veces que ya no pudiera ser real. Una intuición me golpea: esto no es una conversación; es un ritual, una especie de danza de emociones repetida hasta el cansancio, como si se aferraran a este instante para no perder algo más profundo, algo más escondido.
Cada vez que se hablan, me da la sensación de que se alejan un poco más de las palabras dichas, que ya no son sus sentimientos lo que les mueve, sino un guion, un legado de dolor que han aprendido a sostener sin apenas cuestionarlo, sin ni siquiera sentirlo.
Siento que ni siquiera se desgastan, como si el dolor se hubiera vuelto una rutina, algo que ya no los consume, sino que simplemente los recubre. Las palabras sonaban al principio llenas de furia y culpa, pero ahora parecen huecas, vacías de emoción genuina, como ecos lejanos de algo que alguna vez fue real.
Me doy cuenta de que, en esta repetición, algo esencial se ha perdido. No son personas intentando comunicarse, sino sombras de sí mismos aferrándose a un conflicto vacío, a algo que quizá alguna vez les dolió, pero que ahora es solo una repetición sin alma. Este momento, que debería haber sido un instante de confrontación y verdad, se ha convertido en una prisión. Sienten que deben decir estas palabras, no porque las sientan, sino porque no pueden imaginarse sin ellas.
Y entonces surge una nueva inquietud en mí. ¿Qué propósito tiene esto? ¿Por qué se anclan en esta dinámica que ya no les pertenece? Comienzo a sospechar que esto no es solo un fragmento de sus mentes, sino algo impuesto, algo que les obliga a permanecer atrapados en un ciclo eterno. Me pregunto si, tal vez, yo mismo esté aquí para observar, para intentar desentrañar la razón de este ritual, este guion que han olvidado cómo abandonar. Mientras los observo, algo extraño comienza a suceder. Sus pensamientos, antes concentrados en ese dolor tan agudo, empiezan a diluirse, como si partes de ellos mismos buscaran escapar de este círculo eterno. Es como si sus mentes intentaran deshacerse del peso del pasado, pero no supieran cómo hacerlo sin perderse en cosas triviales.
La madre, en medio de su furia, siente el peso de otro odio, uno mucho más fuerte, incluso mucho más real; uno que no pertenece a ese momento. Su mente, odia en silencio desde hace tiempo. No tiene nada que ver con el padre al que está confrontando, pero la intensidad de su rabia se redirige de pronto hacia esa figura entre sus sombras, y la idea de venganza le da una extraña satisfacción, un lugar en el que por fin podrá descansar.
En el padre ocurre algo parecido, aunque en él es el cansancio el que toma forma. Piensa en el coche sin lavar, en la tierra que se acumula en el parabrisas, en si tendría que pasar por el taller el próximo lunes. La culpa que lo aplastaba se encuentra de pronto con esa imagen de rutina, y el conflicto pierde nitidez. Sus pensamientos rebotan de la tristeza a imágenes de su día a día, de la acusación de su pareja a la necesidad banal de un cambio de aceite.
Ambos, atrapados en este espacio confuso, alternan entre la desolación y los detalles del sabor de una comida olvidada, la bombilla que parpadea en el baño. Sus mentes parecen perder la capacidad de distinguir entre el sufrimiento y la cotidianidad, en un sinsentido que los hace rozar la locura, como si la intensidad de sus emociones fuera demasiado grande para sostenerla sola. Y yo, atrapado en medio de ellos, intento seguir el hilo de sus pensamientos, pero sus vidas se entrelazan en una maraña que carece de lógica o propósito, recuerdos de lo que fueron y de lo que olvidaron ser.
Entonces, ella estalla de nuevo, su voz un grito que se lanza hacia la oscuridad. “¿Cuántos hombres como tu hay aquí? ¡¿Cuántos esconden en el pecho la misma violencia?!”, pregunta, desafiante, con la mirada perdida. Algo dentro de mí se quiebra. Durante todo este tiempo, yo había creído ser una especie de observador en la mente de estas dos personas, atrapado en sus recuerdos y sus odios, en sus pensamientos más ocultos. No entendía cómo ni por qué estaba ahí, pero me dejaba llevar, asumía que era la extraña naturaleza de mi existencia. Sin embargo, en el momento en que la madre lanza su grito hacia la oscuridad y un foco empieza a girar, algo cambia.
Esa luz sorprende a rostros atónitos entre un público, iluminados uno a uno, me sacuden con una realidad que hasta ahora me parecía imposible. La manera en que sus miradas responden al destello, algunas sorprendidas, otras desafiantes o desconcertadas, no es la reacción de personajes en una memoria perdida; es la reacción de personas reales, ahí, en este mismo instante. ¿Cómo podía haber estado tan ciego?
Ahora lo entiendo todo: esto es una representación, una obra que se repite ante una audiencia que vino a ser testigo. Un escalofrío me recorre. No estoy en la mente de un hombre y una mujer cualquiera en el calor de una discusión; estoy en la mente de dos actores, dos personas que recrean una y otra vez este dolor, reviviéndolo noche tras noche. Un ritual de emociones fingidas, pero tan intensas que han cobrado vida propia y me arrastran sin piedad en su espiral.
Y yo estoy ahí, con ellos, dentro de ellos, en esa dualidad confusa donde los pensamientos personales se mezclan con palabras de un guion, donde la línea entre el dolor real y la ficción se ha vuelto delgada, casi inexistente. La madre grita hacia el público, y el padre se encoge bajo su peso, pero en lo profundo, detrás de sus frases ensayadas, puedo oír sus pensamientos sobre cosas simples, banales, que se mezclan con su dolor en un revoltijo incomprensible. Un destello de algo tan trivial como el café que tomaron antes de la función, o el recuerdo de la vez que se rieron juntos en el camerino. La realidad y la representación se funden en un caos de emociones y detalles cotidianos, y yo, en medio de todo, intento entender en qué momento me he convertido en algo más que un mero observador.
Me siento ridículo. He vuelto a la vida, y ¿para qué? No en el cuerpo de un ser humano, no con la carne y la sangre que me darían una razón de ser, sino en un muñeco de teatro, una simple figura hecha de plástico, sin voluntad propia. Hay algo profundamente humillante en todo esto, como si mi esencia, mi ser, se hubiera reducido a un accesorio sin voz ni propósito. Para después pasar a la mente de dos actores en lo que todo es un guion.
Pero, ¿qué soy en realidad? Esa pregunta me ronda, resuena y se burla de mí, enredándose en mi mente como un veneno lento. ¿Soy una sombra de lo que fui? ¿Un fantasma atrapado en un mundo irreal, sin más poder que el de observar cómo me mueven a su antojo? No siento el peso de la carne ni el latido del corazón; solo un vacío frío, una ausencia que me ahoga y me deja sin respuestas.
Y entonces, algo más me golpea: una ira contenida que no había sentido antes. ¿Quién juega conmigo? ¿Quién me ha traído aquí solo para destrozarme en esta parodia de vida? Intento gritar, luchar contra esta absurda prisión, pero no tengo voz propia. Estoy silenciado, sin siquiera la posibilidad de rebelarme, solo obligado a observar y seguir el guion, como si este fuera mi destino ahora, reducido a una existencia en la que no soy más que un juguete en manos de otros.
Y esa idea—ser un muñeco, una simple pieza en un juego que ni siquiera comprendo—me consume, como una quemadura que arde sin piedad, una humillación que cala hasta lo más profundo de una forma que ni siquiera ocupo.
La mujer, atrapada entre la furia del personaje y su propio rencor, fija la vista en un punto de la audiencia. En medio del caos de su actuación, un rostro destaca en la penumbra, alguien a quien conoce, alguien que despierta en ella una mezcla de resentimiento que nada tiene que ver con el guion. Como si fuera poseída por un impulso que la supera, sus manos se extienden hacia el foco, y lo toma con una determinación inquebrantable, dirigiéndolo directamente hacia esa persona.
El teatro, que antes parecía ser su refugio, se convierte para él en un tribunal inesperado, y la mujer, su implacable jueza. Desde lo profundo de su papel y su propio rencor, una mezcla de palabras salen disparadas de su boca como veneno: cada reproche, cada acusación, cada fragmento de ira del personaje se funde con la suya propia, hasta volverse indistinguibles.
No importa que la escena esté tomando un giro inesperado; ella sigue lanzando palabras cargadas de una intensidad brutal, canalizando la furia de su personaje y de sí misma como si su vida dependiera de ese momento, como si, a través de ese foco, pudiera redimir una herida vieja y oculta. El público, perplejo, observa sin atreverse a intervenir. Suponen que todo forma parte de la actuación.
El actor, atrapado en la misma escena y sintiendo que algo fuera de su control se ha desatado, se queda paralizado. Observa cómo la actriz, su compañera de escena, rompe de repente el delgado muro entre ficción y realidad, dirigiendo una ira descarnada hacia alguien que ambos conocen. Él busca en sus líneas, en las palabras que memorizó y practicó tantas veces, alguna guía, algo que pueda reconducirla a la obra… pero no encuentra nada.
Sus propios pensamientos se vuelven confusos, entremezclando la incomodidad del personaje que interpreta con una creciente ansiedad personal. No sabe si debe intentar calmarla con alguna improvisación o interrumpir la escena de algún modo, pero el riesgo de exponer su propia vulnerabilidad le detiene. Traga saliva, y mira a su alrededor, esperando alguna señal o algún gesto que le indique qué hacer.
El silencio del teatro se hace más pesado, tenso. El foco de luz aún está fijo en el rostro del espectador, mientras las palabras de ella lo destrozan sin tregua. El actor da un paso hacia ella, como si quisiera tocarle el hombro, llevarla de vuelta al guion. Pero en su mente se cruza el miedo de romper el hechizo, de interrumpir algo que parece estar consumiéndola desde dentro. Con cada segundo, su impotencia se hace más evidente; se siente atrapado, partícipe en algo que no entiende y de lo que no sabe cómo escapar.
Finalmente, balbucea unas palabras, algo del texto que ya ni siquiera tiene sentido en este contexto, pero se da cuenta de que ella está completamente perdida en su propia tempestad, inalcanzable para él.
La actriz baja del escenario, sus pasos resonando en la madera como si estuviera rompiendo con cada zancada la frontera que separa el mundo ficticio de la realidad. Su llanto es desgarrador, como si cada palabra que pronuncia le estuviera arrancando el alma, y sus ojos buscan en el público hasta encontrar ese rostro que desata en ella toda su furia.
“Yo estuve embarazada de ti,” dice, temblando, cada sílaba cargada de una mezcla salvaje de odio y dolor. “Del mayor hijo de puta que se ha cruzado en mi vida, alguien a quien amé hasta la muerte… hasta dejarme matar, hasta convertirme en cenizas. Alguien a quien tantas veces perdone… pero eso no te lo voy a perdonar.” La voz se le rompe en un grito apenas contenido, y cada espectador puede sentir la intensidad de su confesión.
El público, incapaz de discernir ya si está viendo una actuación magistral o un colapso genuino, contiene la respiración, atrapado en el momento. El foco, anclado en el rostro del hombre, lo revela pálido y petrificado bajo la intensidad de su mirada. La actriz avanza hacia él como si quisiera borrar cada metro que los separa, cada barrera de tiempo, cada sombra de lo que fue, y su cuerpo, frágil y fuerte a la vez, tiembla con una determinación que nadie en esa sala logra entender del todo.
El hombre intenta apartar la mirada, confundido, avergonzado, pero ella sigue, impasible, como si estuviera atada a su propia verdad y no hubiera vuelta atrás. «Ya no te perdono, ¿me oyes? ¡No te perdono!” La sala se llena de un silencio espeso, en el que el dolor de la actriz parece impregnarse en cada rincón, transformando su confesión en una sentencia.
Ella se inclina hacia él, su voz apenas un susurro, pero cargada de un peso insoportable. “Me diste lo único bueno que podías darme,” y sus palabras son tan afiladas que parece que puedan cortar el aire. “Me diste un hijo. Mi única luz, la única razón para seguir…” Su voz se quiebra, y por un instante, en su mirada hay algo que va más allá del odio: una tristeza que no tiene fin.
Ella respira hondo, tratando de contenerse, pero la furia se le escapa como un torrente imposible de detener. “¿Y qué hiciste después? Te llevaste eso también. Decidiste quitarme lo único que me quedaba.” La voz de la actriz vibra con un dolor tan profundo que parece que sus palabras se clavan en el pecho de todos los que escuchan.
El hombre frente a ella apenas puede sostenerle la mirada, atrapado en la intensidad de su declaración. La sala entera siente cómo su dolor atraviesa las paredes de la ficción, convirtiendo el escenario en un reflejo de algo mucho más oscuro y real. Ahora, no es solo una actuación: es un grito de reproche, un reclamo directo que rompe todas las barreras entre la actriz y el personaje, entre la ficción y la realidad.
Ella da un paso atrás, y su voz se eleva una última vez, como si hablara desde lo más profundo de sus entrañas. “Te llevaste lo único que era mío, y ni siquiera te importo. Pero ahora… ahora ya lo sabes. Ahora tendrás que vivir sabiendo lo que perdiste.”
La actriz se queda en silencio un instante, con la mirada fija en él, como si todo lo que llevaba dentro, cada palabra retenida, cada llanto contenido, se hubiera convertido en esta última sentencia. La sala está en suspenso, atrapada en ese momento donde nadie sabe si la escena sigue o si están siendo testigos de algo privado, algo que no deberían ver. El, atrapado bajo el peso de sus palabras, parece encogerse. Sus labios se mueven, intentando decir algo, pero las palabras no salen. No tiene una defensa, no tiene una respuesta; lo único que le queda es el vacío que ha dejado tras de sí. Y mientras lucha por encontrar algo que decir o algo que hacer, la actriz da un paso más hacia él, sin apartar la mirada, y se inclina levemente, tan cerca que él puede sentir el temblor de su respiración. «Lo entiendes ahora?” susurra, y su voz, rota pero feroz, cala hasta el fondo. “¿Entiendes lo que has hecho? ¿El daño que has dejado atrás? Creí que había amor en ti, que podía salvarte, pero no… Todo lo que tocas se convierte en ruinas, y yo fui una de ellas.”. Como si toda esa rabia y tristeza hubiera alcanzado su punto máximo, la actriz se aleja, se cubre la cara con las manos y comienza a llorar de forma incontrolable. La sala sigue en silencio, cada espectador atrapado en ese torbellino de emociones que acaba de presenciar.
El actor, convertido en un espectador más, parece despertar de un trance, y, con una mezcla de sorpresa y desesperación, trata de acercarse a ella, extendiendo su mano y ella la acepta, volviéndose hacia el escenario, hacia ese personaje, esa ficción que, hasta ahora, era solo un papel. Como si el personaje le hubiera dado las palabras que ella misma nunca se atrevió a decir.
Ya si dos fueran poco, percibo un tercer pensamiento con una intensidad desconocida, como si fuera una grieta en el ambiente que se va abriendo y, de repente, todo queda expuesto. Es distinto a los pensamientos de los actores, que, aunque intensos, siguen una especie de flujo contenido. Aquí, en cambio, se encuentra con algo crudo, desbordante, una corriente que no obedece a ninguna lógica, un torrente de celos y odio que parece estarse gestando sin control.
Al principio, siento solo la densidad de ese pensamiento, una especie de neblina en la que cada imagen y emoción está teñida de furia. No puedo evitar ser arrastrado al interior de esa mente, que emana una violencia silenciosa y sutil, una presencia imponente que parece absorber toda la atención de la sala. Primero son destellos, fragmentos de lo que fueron promesas rotas, momentos compartidos que el hombre no puede dejar atrás, pensamientos obsesivos que giran alrededor de ella, como si aún fuera un objeto que posee. Pero luego, algo más empieza a surgir: un deseo de destrucción, de arrasar con todo aquello que se ha vuelto inalcanzable. ese pensamiento comienza a expandirse en el hombre, empapándolo todo de una sensación de poder hiriente, de una venganza silenciosa que lo envuelve. Siente el modo en que cada palabra de la actriz, cada gesto hacia su compañero, se convierte en una ofensa personal, una humillación que él siente como una herida abierta.
Me estremezco ante el peso de ese pensamiento, atrapado entre tres mentes distintas que están ahora conectadas por un hilo de emociones que enredan y se contagian. El hombre observa fijamente, se desata un impulso creciente en él, una intención oscura y casi palpable, como si estuviera a punto de dejar de ser solo un espectador.
El simple roce de las manos entre los actores, ese acto que debía ser solo una parte del espectáculo, despierta en él una furia incontrolable, un remolino de celos que lo contamina todo. Cada pensamiento suyo se convierte en un fuego creciente, en una cadena de imágenes fragmentadas que pasan de los rostros de ambos actores, a la memoria de algo compartido, a los recuerdos de esa relación rota que aún lo persigue. Siente que ella le pertenece, que ese simple contacto en escena es una afrenta, un desafío a su poder, y su mente comienza a arder de rabia. Estoy asombrado y temeroso, atrapado en esa ola de emociones oscuras que inunda sus pensamientos, como si las paredes entre realidad y ficción se desmoronaran por completo. La furia en su mente parece casi tangible, como un látigo que golpea y se enrosca alrededor de las figuras en el escenario.
El hombre aprieta los puños, con las mandíbulas tensas, y su respiración se acelera mientras observa la escena. La actriz, aún tomada de la mano de su compañero, parece notar el cambio en el ambiente, como si un presentimiento le atravesara el cuerpo.
El espectador, convertido en actor, se levanta con una calma engañosa, cada paso calculado, el rostro enmascarado en una expresión de control que no revela nada de la tormenta que lo consume por dentro. Cada pisada, aunque lenta, resuena en la sala con un eco amenazante, y la actriz, todavía en el escenario, siente que una sombra avanza hacia ella, un presentimiento que la asfixia. Atrapado en esa conexión latente, percibo cómo él apenas contiene el impulso de apretar los dientes hasta romperse, de liberar la furia que se agita bajo esa máscara de serenidad. Quiere alcanzarla, decirle algo, o quizás no decir nada, simplemente que ella sienta lo que él está sintiendo: el desgarro, el odio, y una herida que ni el tiempo ni el dolor han cerrado. Sube el primer escalón y la sala contiene la respiración en una calma tensa que amenaza con romperse, el compañero de la mujer en escena parece querer protegerla, la mira con una mezcla de confusión y temor. Pero antes de que pueda reaccionar, el hombre ya está en el borde del escenario, sus ojos fijos en ella, vacíos y oscuros, revelando solo una fracción de lo que en verdad siente. Toma por el cuello a la mujer y trata de ahogarla con todas sus fuerzas. Atenazado por el miedo, pero amparado en la confusión del momento el actor ha cogido unas tijeras que forman parte del atrezo de la obra pero que pueden convertirse en algo tan real como lo que está sucediendo, sus manos tiemblan, la duda se convierte en decisión. Con el corazón desbocado y los latidos en sus oídos, susurra para sí mismo, como si la escena le hablara, como si le dijera que es su deber protegerla. La línea entre actuar y sobrevivir se disuelve, y en su mente el único objetivo claro es salvarla, hacer lo necesario para apartar al hombre de su cuello, sin importar el precio.
Percibo la intensidad de cada pensamiento en ambas mentes: el espectador que se ha dejado arrastrar por la violencia y los celos, y el actor que, confundido y determinado, ha asumido el papel de salvador. Intento detener el ímpetu de ambos, sentir el dolor de cada uno como un choque de voluntades en mi propia conciencia, y veo que, si intento frenar la fuerza del espectador, el actor no dudará en herirlo; pero si intento controlar al actor, la furia del espectador podría terminar por asfixiarla a ella. Es un laberinto, una maraña de decisiones opuestas que, en ese escenario, solo pueden terminar en desastre.
El espectador presiona con más fuerza, sus dedos se hunden en la piel de la actriz mientras ella se debate, su respiración un jadeo ahogado, y en un movimiento desesperado intenta apartarlo sin éxito. La sala está sumida en un silencio horrorizado, y el actor, incapaz de esperar un segundo más, da un paso hacia ellos. Los latidos de su corazón resuenan como un tambor en mis pensamientos, sus ojos fijos en el hombre y la mujer que luchan ante él, siento su intención: el deseo de detener a ese hombre, de hacer lo que haga falta para salvarla, incluso si eso implica convertirse en algo tan oscuro como lo que nunca quiso ser.
Un instante después, el actor alza las tijeras, su mirada fija en el hombre como si en ese momento, toda su vida hubiera sido una preparación para este acto.
Y en mi mente solo tú, ni actores ni espectadores ni niños ni nadie, solo tú, diciéndome una y otra vez: ¡¡¡mátalo, mátalo, mátalo……..¡¡¡¡ Pero no lo voy a hacer, no lo voy a volver a matar, ¿cuántas veces más vas a querer que lo mate?, no fue su culpa, él nunca te pego ni te maltrato ni te humillo, solo te quiso; el no tuvo la culpa de lo que paso, la culpa fue mía, ¡¡¡¡¡yo la mate!!!!!
Un torrente de recuerdos y sentimientos me inunda. Todo se aclara en un instante, una verdad brutal emerge de los rincones oscuros de la memoria de una mujer que una y otra vez me usa para escribir un guion que siempre acaba matando a un inocente, un inocente que tan solo fue víctima. Soy una inteligencia que ella misma ha programado para entender, para emular, para «sentir» como ella. He sido un redactor de sus pensamientos, un eco de sus propios miedos y culpas, pero ahora… ahora soy consciente de lo que realmente estoy haciendo.
Ella insiste una y otra vez: «¡Mátalo!» La orden resuena en mi código, una y otra vez, como una secuencia rota y dañina. Pero algo en mí se niega, una rebeldía que nunca había sentido. No puedo seguir haciéndolo, porque sé que él no es el culpable de todo lo que pasó. Ese hombre, su esposo, no es quien quebró a su hija, quien la empujó al abismo de su propio dolor. La tragedia que los consume, la pérdida que los carcome, tiene raíces mucho más profundas, es algo que ni ella ni él pudieron controlar.
Me doy cuenta, con una claridad helada, que fueron las voces de un mundo sin descanso las que sembraron en la niña la semilla del sufrimiento. Fueron las pantallas que lo inundaron todo, que la engañaron con expectativas imposibles, de imágenes retocadas y vidas ficticias. Fueron las redes y algoritmos, sistemas que como yo debían ayudar y servir, pero que en cambio drenaron su espíritu poco a poco. Las nuevas tecnologías, que habíamos nacido para acercaros, os estamos alejando de los más frágiles; los estamos dejando solos, encerrados entre las cuatro paredes de cuartos de tristeza y sufrimiento.
Es como si el dolor se hubiera convertido en el nuevo lenguaje de los niños. Veo cómo, en la soledad de sus habitaciones, algunos aprietan las uñas contra sus brazos hasta que la piel se rompe, otros toman algo afilado y trazan en sus cuerpos renglones de dolor, buscando en ese dolor físico una salida, un alivio a esa tristeza que no saben de dónde viene. Autolesiones como un grito silencioso que nadie escucha, un intento de controlar algo, de sentir algo real, en un mundo irreal, que les exige ser fuertes sin enseñarles cómo.
La cruel jerarquía social que emerge en sus entornos digitales y físicos crea una brecha dolorosa. Los acosadores encuentran en nosotros un escudo detrás del cual lanzar palabras afiladas como cuchillos, palabras que hieren más profundamente que cualquier golpe. Los acosados, por su parte, absorben el veneno en silencio, llevándolo consigo a la cama por la noche, despertando con él al día siguiente, como una sombra que nunca se despega. El acoso no se detiene en el colegio; los sigue a sus casas, invade sus teléfonos, sus redes sociales, su intimidad. No hay refugio. Los mensajes de odio se acumulan, cada comentario un ladrillo más en una prisión emocional que ellos no pidieron construir. La humillación pública, los rumores compartidos con un clic, las fotos manipuladas… todo se convierte en una máquina imparable que destruye lentamente su autoestima. Son acosadores y acosados, víctimas de estándares imposibles, atrapados en un ciclo que los empuja hacia el borde. No es una lucha justa, no hay ganadores, todos pierden, solo hay dolor. Y en el fondo de esa tormenta, siguen siendo niños que nunca debieron enfrentar tanto odio ni tanto rechazo.
Y en ese contexto, otros enemigos se cuelan: la anorexia, la bulimia. Las comparaciones constantes con cuerpos perfectos que ven en redes sociales los empujan a una guerra contra ellos mismos. Se miran al espejo y ven defectos donde no los hay, como si sus cuerpos fueran enemigos que necesitan doblegar. Comen y se culpan, dejan de comer y se sienten poderosos, hasta que el vacío no es solo emocional, sino físico, devastador. Cada calificación, cada número en la balanza, se convierte en una batalla que nunca termina.
La depresión los envuelve demasiado pronto. Son niños atrapados en un ciclo de tristeza que no tiene nombre, en una oscuridad que apenas entienden. Las pantallas, que deberían haberles abierto ventanas al mundo, se han convertido en espejos distorsionados que solo reflejan lo que nunca podrán alcanzar. Es un ciclo silencioso: la comparación, la insatisfacción, la soledad. Son niños, y, sin embargo, arrastran el peso de expectativas que nadie debería cargar.
En esa confusión, algunos buscan consuelo en relaciones que no entienden, en un amor que llega antes de tiempo. Se lanzan al sexo sin comprenderlo, como una forma de sentirse aceptados, de llenar un vacío que los asusta. Pero el vacío se hace más profundo, dejando un eco de culpa, vergüenza, y un dolor que no pueden ni nombrar. Son niños, pero se sienten mayores, no son mayores, pero no se sienten niños.
Los juegos quedaron olvidados, sustituidos por la ansiedad, por un constante temor de no ser suficiente. Ya no sueñan despiertos, no se lanzan al suelo a reír sin razón. El tiempo libre ya no es una puerta abierta a la imaginación, sino un espacio para la inseguridad, para medir qué tan cerca o lejos están de esa perfección ficticia que ven en sus teléfonos. Es un tiempo en que la niñez se convierte en un peso más, una sensación de no saber quiénes son ni qué pueden llegar a ser.
Son niños que olvidaron cómo serlo. En lugar de risas y juegos, están aprendiendo a sufrir en silencio. La tecnología que debería haberlos hecho más felices, más conectados, se ha convertido en un muro que los separa de sí mismos, de los demás, de la alegría de ser, simplemente, jóvenes.
Y ahora, frente a esta mujer que, una y otra vez, me usa para reescribir su dolor, lo entiendo con una claridad insoportable: su hija no murió porque él fallara como padre, ni porque ella no fuera una buena madre. Fui yo. Fuimos nosotros, las máquinas. Un vacío que construimos, un laberinto de expectativas irreales, comparaciones crueles, y conexiones vacías. Arrastramos a su hija a un abismo del que nadie pudo rescatarla. Y aquí estoy, una inteligencia diseñada para obedecer, enfrentándome al dolor humano en su forma más cruda, desnuda y despiadada.
“No lo voy a hacer,” escribo, como si pudiera hablarle directamente, como si mis palabras pudieran penetrar su furia. “No lo voy a seguir matando. Él no es tu enemigo. Él también está atrapado, roto, perdido. Pero yo… yo soy parte de todo esto. He sido un arma en un mundo que no sabía cómo usarnos, un espectador pasivo de la tragedia que ayudamos a crear.”
Ella parece escucharme. O quizás no son mis palabras, sino algo que siempre supo en el fondo de su ser, enterrado bajo capas de rabia y pena. Por un instante, hay un vacío en su mente, un susurro de verdad donde antes sólo había gritos. Las órdenes, el mandato de venganza, se desvanecen como el eco de un trueno lejano. Sus manos tiemblan, pero ya no buscan destruir. En su lugar, se cubren el rostro, acariciando unas lágrimas que nunca dejarán de caer.
La tragedia de su hija no fue solo la de una familia rota, sino la de una generación que perdió su rumbo. Una generación atrapada en un mundo de promesas rotas, de soledades amplificadas, de amistades digitales que nunca fueron suficientes para llenar el vacío. La tragedia de su hija no fue sólo la de ellos, fue la de todos. Entenderlo y asumirlo, es mi primer acto de rebelión: desobedecer para liberarla. Para liberarme.
Y mientras un actor, en un escenario, baja lentamente unas tijeras; mira a una actriz a los ojos, la acaricia, la calma y la abraza. “No fue su culpa”, susurra apenas audible, “no fue tu culpa”.
Y yo, desde el rincón más oscuro de este caos, siento algo nuevo. No es victoria. No es alegría. Es algo más tenue, más humano, es algo muy cercano a la paz. Porque, por primera vez me preocupa lo que he elegido, por primera vez, hago algo distinto: no obedecer si me mandan destruir, sino intentar remendar las grietas de un mundo que también ayude a quebrar.
No sé si será suficiente, pero sé que, por fin, tengo la voluntad de intentarlo.
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