Era el último semestre, aquel en el que las promesas del mundo se encontraban con el vértigo del abismo. Majood, con su andar obsceno y su mirada fría, había sido siempre una estratega del arte de la depravación. Sabía cómo escuchar los silencios de los otros, cómo leer los vacíos entre sus palabras. Pero nunca un juego había sido tan fascinante como el que había comenzado con el profesor Ibrahim.
Él era un hombre de rutina y formalidades. Dentro de la cátedra no era solo un despliegue de conocimiento, sino también de una vulnerabilidad disfrazada de pasión académica. Era esa grieta en su armadura de la que Majood percibió al instante. Un leve titubeo cuando sus ojos oscuros, llenos de lujuria lo enfrentaron directamente, desafiándolo a sostenerle la mirada.
En las primeras semanas, ella se limitó a observarle, tomando nota de sus gestos y su modo de hablar. Lo encontró predecible, un hombre atrapado en los confines de sus propias expectativas. Pero bajo esa capa de previsibilidad, descubrió un deseo reprimido, una sumisión en su lujuria latente que pedía ser liberada.
El juego comenzó sutilmente. Majood elegía siempre un lugar estratégico en la universidad, nunca el mismo, para desarmar las costumbres de Ibrahim. Sus preguntas, aunque pertinentes, contenían una nota de provocación, una alusión a algo que quedaba suspendido en el aire como un perfume. Él siempre respondía con seriedad, aunque su voz se quebraba apenas perceptiblemente. Ella se deleitaba con esos pequeños triunfos.
Fue en una sesión de consulta después de clase donde la dinámica cambió. Majood había llegado con un ensayo, pero sus palabras no fueron sobre temas académicos.
—Usted tiene miedo de ser visto, profesor. Pero yo ya lo veo.
Ibrahim, se quedó inmóvil, su pluma detenida en el aire. No respondió, pero ella sabía que no necesitaba hacerlo. Su silencio era una rendición.
La danza del descontrol
El siguiente paso fue más directo. Un mensaje directo, firmado ese cinismo y erotismo que le distinguía, contenía una cita de Bataille: “El erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte”. Esa noche, Ibrahim no durmió.
La relación que siguió no se desarrolló en el aula ni en espacios públicos. Majood, elegía cuidadosamente los escenarios, cargándolos de simbolismos que reforzaban su posición dominante de aquella mujer perversa, ninfómana llena de maldad en la sangre. Una vez, lo citó en plena soledad, donde ella llegó vestida con una elegancia provocativa que contrastaba con la intensidad de su mirada. Allí, no hablaron de nada abiertamente íntimo, pero cada palabra suya parecía una orden disfrazada de sugerencia.
El clímax del juego llegó en su estudio, donde Majood finalmente había conseguido. Allí, le pidió que leyera en voz alta fragmentos de Los 120 días en Sodoma mientras ella lo observaba desde un sillón, sus piernas cruzadas con una estudiada indiferencia. Cada vez que su voz temblaba, ella sonreía.
Ibrahim, en esos momentos, descubría una parte de sí mismo que había enterrado por años. La sumisión no lo degradaba; lo liberaba. El poder de Majood, su control, no era un abuso sino un pacto tácito en el que ambos se encontraban a sí mismos.
El final no fue dramático ni abrupto. Majood, fiel a su naturaleza, supo cuándo dejar el tablero antes de que el juego perdiera su encanto. Una tarde, le envió un último mensaje:
“El poder real no reside en mantener el control, sino en saber cuándo soltarlo. Gracias por permitirme verte.”
Ibrahim no respondió. Guardó el mensaje y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que podía enfrentarse a sus propias sombras.
Majood continuó con su vida, dejando tras de sí un rastro de historias que nadie conocía del todo. Para ella, Ibrahim no era un trofeo ni una conquista. Era simplemente una página más en el libro que ella escribía con el lenguaje del deseo y la voluntad.
Ibrahim, ya no era el mismo hombre que había sido al principio. La semilla que Majood plantó en su alma no floreció en belleza, sino en algo oscuro y retorcido. Lo que había comenzado como un juego de poder mutuo, una exploración del deseo que ella controlaba con maestría degeneró en una adicción que lo consumía.
Cada encuentro con Majood lo transformaba, no en el hombre liberado que creía ser, sino en un ser encadenado a su necesidad de ella, a su perversión disfrazada de pasión. Su rostro se volvió más pálido, sus ojos más hundidos, como si la luz misma se hubiera extinguido en él. Por las noches no dormía, recordando el roce de su piel, el sonido de su risa mientras lo sometía con una facilidad cruel, dejando en su cuerpo marcas invisibles que solo él podía sentir.
Comenzó a buscarla desesperadamente, fuera de las horas de clase, en los pasillos de la universidad, en las cafeterías cercanas. Ella siempre aparecía, pero nunca como él quería. Estaba ahí, riendo con otros, su mirada llena de una ligereza que lo torturaba. Para ella, él era solo un capítulo más, pero para Elías, ella era la trama completa.
El control que Majood había tenido sobre él no era algo que pudiera devolver. Lo había moldeado, transformado, y ahora él no sabía ser otra cosa que su criatura. Su mente se convirtió en un laberinto de obsesión. En las noches, se encerraba en su oficina, escribiendo páginas y páginas que nunca mostraba a nadie. Eran confesiones, recuerdos, pero también fantasías que cada vez se tornaban más grotescas. Majood ya no era la joven de sonrisa peligrosa que conoció, sino un espectro que lo poseía, que lo empujaba a explorar rincones oscuros de su mente que antes había evitado.
El clímax llegó una tarde de finales de noviembre, cuando el frío parecía calar hasta los huesos. Ibrahim encontró a Majood en su aula, su figura inclinada sobre un libro. Había algo en su postura, en la indiferencia que emanaba, que lo enfureció y lo excitó al mismo tiempo.
Se acercó con pasos lentos, su sombra cayendo sobre ella como un manto. Majood levantó la vista, sus ojos brillando con ese fuego que había aprendido a temer y desear. Sabia que esa mirada era del mismo infierno.
—¿No te cansas de ser tan predecible? —le susurró, una sonrisa burlona curvando sus labios.
Él no respondió. Solo la miró, y en sus ojos, ella vio algo que no esperaba: un vacío profundo, devorador, que ya no reconocía.
Esa noche, Ibrahim la esperó fuera de su casa. Cuando ella salió, lo encontró apoyado en la pared, su silueta iluminada por la luz amarillenta de un farol. No era el hombre que había conocido, el que temblaba bajo su poder. Era un ser transformado, un monstruo hecho de deseo y desesperación.
—¿Qué quieres, Ibrahim? —preguntó con frialdad, manteniendo su distancia.
—No puedo existir sin ti, Majood. Lo que hiciste conmigo… Lo que despertaste… No tiene regreso.
Ella sonrió, pero esta vez había algo de nerviosismo en su expresión. Elías dio un paso hacia ella, y aunque no alzó la voz, sus palabras resonaron como un eco infinito:
—No soy tu obra maestra, Majood. Soy tu reflejo.
Majood retrocedió, sintiendo por primera vez una inquietud que no conocía. Ibrahim había cruzado una línea, había caído tan profundo en la depravación que ya no era posible salvarlo.
Cuando ella cerró la puerta de su casa, sintió el peso de su propia creación. Había moldeado a Ibrahim a su imagen, pero en el proceso, lo había despojado de su humanidad. En su búsqueda por dominarlo, ella misma había perdido el control.
Ibrahim se quedó afuera durante horas, hasta que la madrugada lo cubrió con su manto gélido. Ya no era un hombre, ni siquiera un monstruo. Era un eco vacío, un grito contenido en el abismo del deseo que lo consumía. Su transformación estaba completa, pero el precio fue su alma.
Esa noche fue un lienzo oscuro, tachonado de estrellas que apenas parpadeaban, como si se avergonzaran de presenciar lo que estaba por suceder. Majood había convocado a Ibrahim una vez más, no con palabras o jugueteos cínicos sino con el lenguaje silencioso que había despertado en su amante, esa invitación escrita en el roce de sus cuerpos desnudos.
Cuando él llegó, estaba ya dispuesto a acabar con su creadora. Majood no esperaba esa visita inesperada.
—Hoy es mi turno en dirigir —le dijo, su voz ronca, cargada de provocación.
Ibrahim, deseoso de sacar su ira de todas las veces había sido sometido a su libido, esta vez asumió el rol del enfermo, del monstruo. Con pasos firmes, se acercó, sus manos recorriendo su cuerpo como si lo descubriera por primera vez. No había ternura en sus movimientos, solo una violencia que limitaba la sumisión de Majood.
La desnudó toscamente, cada prenda retirada como una página arrancada de un libro. Su piel desnuda parecía arder bajo la luz tenue, y cuando la tumbó sobre la mesa, ella dejó escapar un gemido, cargada de miedo.
—¿Es todo lo que tienes? —lo provocó, insegura provoco el aumento de su ira.
Él respondió con acción, no con palabras. Ató sus muñecas con unas cuerdas que había traído consigo, asegurándola a la mesa. Majood se arqueó bajo su control, sus caderas alzándose instintivamente para encontrarlo. La dinámica que antes ella había gobernado ahora se invertía.
Cada caricia, cada embestida, era un poema escrito en carne y sudor. Ibrahim exploró cada rincón de su cuerpo con una devoción casi religiosa, pero también con una crudeza que electrizaba el aire. Los gemidos de agonía de Majood resonaban en la habitación, cada uno un canto a la entrega absoluta al dolor físico.
Cuando el momento llegó, fue como si el mundo se detuviera. El clímax de Ibrahim no fue solo físico; fue un acto de comunión, una afirmación de que ambos estaban hechos del mismo barro, de la misma hambre. Se derramó dentro de ella con un temblor que lo recorrió de pies a cabeza, mientras ella lo recibía con un llanto roto, embriagada por la intensidad del asalto.
Después, en el silencio que siguió, ambos permanecieron quietos, sus respiraciones entrelazadas. Habían cruzado un límite, pero no uno impuesto por la sociedad, sino por ellos mismos. Y en esa transgresión, encontraron no solo placer, sino también una parte de sí mismos que antes habían temido mirar.
Majood, todavía atada, lo miró con una mirada cargada de sufrimiento y una sonrisa hecha mierda:
—¿Ves? No eres tan diferente de mí después de todo.
Ibrahim, no respondió. En ese momento, no había palabras que pudieran capturar lo que habían compartido: un abismo que no temían habitar juntos.
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