Amé de una forma tan intensa que, al mirarlo ahora desde la distancia, aún me parece un fuego incontrolable que me consume de manera diferente a todo lo que había sentido antes. Nunca supe que el amor podía transformarme de esa manera, como si un huracán de emociones me arrastrara hacia un lugar nuevo, un lugar donde nada era igual, donde cada pensamiento, cada respiro, cada latido del corazón parecían estar dedicados únicamente a esa otra persona. A ti.
Cuando nos conocimos, todo fue tan natural, tan inesperado. No era la chispa de una atracción fugaz, ni la conexión de esas relaciones que nacen de una conversación trivial. Fue algo mucho más profundo, algo que se sintió en lo más íntimo de mi ser, como si ya nos conociéramos desde antes. Cada palabra, cada gesto, cada mirada compartida me llenaba de una calma extraña, como si todo lo que había estado buscando en mi vida hubiera aparecido de repente en ti. Recuerdo cómo la primera vez que nuestras manos se rozaron, sentí que el mundo entero se detenía por un instante. No era un roce casual. Fue un toque que tenía la fuerza de un destino que ya había decidido unirnos. Y esa conexión fue creciendo, suave pero profunda, como la corriente subterránea de un río que, sin hacer ruido, va esculpiendo el paisaje de un alma. Cada día contigo se volvía más importante que el anterior, y yo me encontraba completamente absorbido por la idea de estar cerca de ti. Te amé con una intensidad que jamás había experimentado. Cada momento a tu lado era un suspiro interminable, un segundo eterno en el que sentía que nada más importaba. Tus palabras se grababan en mi mente como un eco cálido, tus sonrisas se dibujaban en mi pecho como una melodía que no quería dejar de sonar. Me entregué a ti sin reservas, sin temores, con la certeza de que no había nada más verdadero que lo que sentía. Te amé con la fuerza de alguien que no conoce otro camino, otra opción, otra vida que no sea la que comparte contigo. Te amé con la vulnerabilidad de alguien que, por primera vez, permite que alguien más vea todos sus miedos, sus imperfecciones, sus inseguridades. Te dejé entrar en las partes más oscuras de mi alma, porque contigo me sentía seguro. Te amé no solo por lo que eras, sino también por lo que me hacías ser a tu lado: una versión más auténtica de mí mismo, un ser dispuesto a entregarse por completo, sin esperar nada a cambio. AMe entregué a ti sin pensar en el futuro, sin preguntarme si todo eso duraría o no. El amor, en ese momento, era solo lo que existía entre nosotros, el aquí y el ahora. Y aunque el futuro siempre estuvo ahí, distante, no lo temía. Porque estar contigo me hacía sentir que nada más importaba. Las horas pasaban volando, los días se desdibujaban, y el amor se convertía en la única medida del tiempo. Pero el amor, por más hermoso que sea, no siempre es sencillo. Los días felices empezaron a perder su brillo, las risas se volvieron más distantes, las palabras que antes fluían con facilidad comenzaron a enredarse en malentendidos. Los silencios se alargaron, las miradas se volvieron interrogantes. No era que te hubiera dejado de amar, sino que el amor se tornó más complicado, más pesado, más cargado de dudas y miedos que antes no había conocido. La distancia no era física, pero se fue creando un espacio entre nosotros que no sabía cómo llenar. Amar a alguien tan intensamente también significaba estar dispuesto a enfrentar las sombras del otro, a ver las grietas, las debilidades que ni siquiera nosotros mismos queríamos reconocer. Y no fue fácil. Hubo momentos en los que el amor que sentía por ti me hizo sentirme vulnerable, incluso incapaz de soportar todo lo que venía con él. Nos herimos sin querer, nos alejamos sin desearlo, pero lo hicimos, y ese dolor de ver cómo algo tan hermoso se deshacía lentamente me desgarró por dentro. Te amé con una entrega tan absoluta que, al final, cuando las cosas comenzaron a desmoronarse, no supe cómo reaccionar. El amor que había sido tan fuerte, tan inmenso, empezó a sentirse como una carga, como un peso que me arrastraba hacia un lugar donde ya no sabíamos cómo encontrarnos el uno al otro. Y, aunque intenté luchar, aunque busqué maneras de reconstruir lo que se había roto, llegó un momento en que entendí que el amor, por grande que fuera, no podía resolverlo todo. Aun así, no me arrepiento. Porque, en el fondo, el amor que te di me hizo ser quien soy ahora. Me hizo conocer partes de mí mismo que no conocía, me enseñó lo que realmente significa entregarse a otra persona, sin miedo, sin reservas. Te amé con toda la pasión que tenía dentro, con la entrega de quien no sabe que la vida puede ser tan fugaz, tan incierta. Y aunque hoy ya no estemos juntos, aunque el tiempo haya pasado y las heridas hayan cicatrizado, el amor que sentí por ti sigue siendo una parte esencial de mí. Te amé profundamente, y esa intensidad, ese amor, es algo que nunca olvidaré. Aunque nuestras vidas tomaron caminos diferentes, aunque ya no compartimos esos días de risas y caricias, el amor que me diste sigue siendo una huella en mi corazón. Esa huella, aunque a veces me duela, me recuerda que pude amar con todo lo que soy. Siempre estarás en una parte de mí, como algo irremplazable, como algo que cambió mi vida para siempre. Mi vida se fue contigo. No fue una despedida ruidosa ni llena de dramatismo; no hubo un «adiós» que marcara el fin definitivo, pero en el momento en que te fuiste, supe que no quedaba nada de lo que había sido antes. Me quedé con las manos vacías, el corazón vacío, como si todo lo que había sido mi vida, todo lo que me daba sentido, se hubiera desvanecido en el aire con tu partida. El mundo, que solía estar lleno de color, se volvió gris. La gente a mi alrededor seguía como si nada, pero yo estaba atrapado en un laberinto de recuerdos que no podían dejar de atormentarme. Los días se alargaban y me sumergía más y más en una rutina vacía. Hacía las cosas sin ganas, sin el brillo en los ojos que antes tenía. Todo lo que hacía parecía ser una mera repetición, un eco vacío de lo que solía ser mi vida. Como si estuviera caminando en un sueño, pero un sueño que no quería despertar, porque al despertar me enfrentaba a la cruel realidad de que ya no estabas aquí. Nunca entendí cuán profunda podía ser la huella de una persona hasta que te fuiste. La idea de perderte nunca me pareció real, nunca pensé que llegaría el día en que tu ausencia me dejaría tan perdido, tan completamente desorientado. Pero lo hizo. En cuanto te fuiste, algo dentro de mí también se apagó. La chispa de la vida que antes me impulsaba, que me hacía reír, que me hacía sentir que cada día tenía un propósito, se apagó con tu salida. El dolor era tan profundo que ni siquiera sabía cómo describirlo. Era un dolor sordo, constante, que se instaló en mis huesos y en mi pecho. No era solo el hecho de que ya no estabas a mi lado. Era el hecho de que, al irte, llevaste contigo todo lo que alguna vez pensé que era importante. El futuro que imaginaba contigo, las promesas no cumplidas, los sueños compartidos… todo se deshizo en un suspiro. Y con ellos, mi vida, la vida que había construido a tu lado, se desmoronó. Intenté seguir adelante. Lo intenté con todas mis fuerzas. Me levantaba cada mañana, me obligaba a hacer cosas, a estar ocupado, a no pensar, a no sentir. Pero cada paso que daba me sentía más vacío. Como si estuviera caminando a través de una niebla espesa que me impedía ver más allá de mis propios pensamientos. Nada parecía tener sentido, nada parecía importante sin ti. Mi alma se había quedado vacía, y me di cuenta de que había quedado rota de una manera que ni yo mismo entendía. Los recuerdos de ti se hicieron más intensos con el tiempo, y a veces me parecía que te oía en cada rincón, en cada rincón de mi vida. Las canciones que solíamos escuchar juntos, los lugares que solíamos visitar, las palabras que solíamos compartir… todo se convirtió en una especie de sombra que me perseguía, sin dejarme ir. A veces me encontraba hablando contigo en mi mente, buscando una respuesta que no llegaba. Pero aunque te llamara, aunque te invocara con todas mis fuerzas, tú ya no respondías. Y ahí estaba yo, perdido en una vida que no reconocía como mía. Me di cuenta de que, al irte, no solo perdiste un lugar en mi vida, sino que llevaste contigo una parte de mí. Una parte que nunca recuperé, que nunca podré recuperar. La parte de mí que te amó, que confió en ti, que pensó que nunca tendría que imaginar un mundo sin ti. Esa parte de mí se desvaneció cuando te fuiste, y no supe cómo reconstruirla. Cada intento de seguir adelante, de encontrar algo que me diera fuerza, se sentía como un eco vacío de lo que había sido antes. Como si viviera en un reflejo, un espectro de lo que alguna vez fui. Mi vida se fue contigo. Y aunque la gente me decía que el tiempo lo curaría, que debía dejar ir el pasado, yo no sabía cómo hacerlo. ¿Cómo se deja ir lo que se lleva en el alma? ¿Cómo se olvida lo que te definió, lo que te hizo sentir vivo? Si todo lo que has sido y todo lo que has amado se va de repente, ¿qué queda de ti? ¿Cómo se vive después de la muerte de todo lo que un día te dio sentido? Lo peor no fue solo la tristeza, ni la soledad, ni la amargura. Lo peor fue darme cuenta de que, al perderte, también perdí una parte de mí que ya no podría recuperar. Y eso es algo que no se puede explicar con palabras. Es algo que se lleva en lo más profundo, algo que solo se siente cuando el amor que te dio vida se va, dejando atrás un vacío que no se llena con nada. Estoy, caminando por un mundo que ya no tiene los mismos colores, sintiendo que mi vida terminó el día que te fuiste. Tal vez la gente me vea seguir adelante, me vea reír de nuevo, intentar encontrar algún propósito. Pero por dentro, sigo esperando que regrese lo que se fue. Porque mi vida, mi verdadero yo, se fue contigo. Y aunque el tiempo pase y el mundo siga girando, siempre sabré que algo se apagó el día en que te alejaste de mí.
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