La mandíbula me dolía casi tanto como la cabeza. El resto del cuerpo un poco menos, pero no por mucho. El culo no me dolía y la garganta un poco nada más; dolor de cigarro y frío más que de verga, sin duda. Sin embargo, mis labios ardían y aun podía saborear su aftershave, y mis manos olían a culo, axila o entrepierna. Bueno, unas por otras. Expandí el radio de mi análisis. Mi billetera estaba a mi lado en una pequeña y desgastada mesita de noche de madera con todos mis papeles adentro, y mi celular botado en el piso, encendido. Espléndido. Ahora sí, ¿dónde putas estoy?

Cogí mi celular y vi su mensaje: Motel Amarte, calle 60 con caracas. Pagaste 200 mil y tienes hasta las 12m para irte. Tuve que salir a camellar. Te quiero, borracho. Luego nos vemos. Te dejé un regalo en la billetera.

Ah, y por poco y me sueltas el culo esta vez xdd

Sentí asco y rabia. Vi el sellado de perico en mi billetera y no sentí más nada. Miré el reloj y aún tenía un par de horas, así que olí y olí y olí hasta que aquella bolsita quedó tan vacía como yo, y pensé que él, mi todero, me quería más que nadie en el mundo. Quise morir y ordené una botella de ron y 8 horas más de hospedaje y deseé tener el dinero suficiente para nunca salir de allí.

En cualquier otro contexto, el todero es aquel encargado de mantener las cosas funcionando bien en el lugar donde se le emplea; en la calle, en cambio, se trata del personaje que sabe conseguir, a cualquier hora del día y en cualquier parte de la ciudad, drogas, mujeres y fiesta. Y ahora que lo pienso, la diferencia entre ambos es muy poca. Simplemente el espacio sobre el cual ejercen su poder.  

Mi todero se llamaba Víctor y se hacía llamar Yeison. Tenía unos cuarenta y pico, pelo y barba cortos, hombros anchos y enormes manos. Vestía cómicamente gomelo. Era, en realidad, igual a todos los toderos, con la pequeña diferencia que sus ojos eran de un azul tan claro que a veces parecían blancos. Cuando lo besaba abría mis ojos y los clavaba fijamente en los suyos, e imaginaba estar besando a una linda rubia ojiazul de abdomen muy plano, tetas muy grandes y pezones muy rosadas. Hubo ocasiones en las que la mezcla de sustancias en mi cabeza me llevó a tratar de agarrar una de esas tetas, para resultar siempre terriblemente decepcionado. Él reía y reía cuando esto pasaba. A día de hoy no sé si se trataba de una risa inocente o una diabólica burla, y ya nunca podré saberlo, gracias a dios.

Salí del motel cuando el cielo estaba oscuro. La tierra se movía bajo mis pies casi tanto como la luna y las estrellas en el cielo. Compré un cigarro y me senté en un andén. Ya nada me dolía, excepto el alma, si es que tengo una de esas. Analicé quién había ganado esta vez. 200 mil pesos en el motel, 3 millones de mi tarjeta, ni puta idea en qué, mis besos y caricias, y mi orgullo, a cambio de mucho alcohol, mucho perico y, por lo menos, un par de tetas negras que, más o menos, podía recordar. Rasguñé mi rostro con ambas manos, sintiendo las lágrimas entrar en las pequeñas heridas que se formaban en mis cachetes, y sentí un ardor tan refrescante como la brisa en una mañana de guayabo. Vomité en el suelo y decidí que él había ganado y le respondí el mensaje: Gracias. Quizás la próxima. También te quiero

A la mañana siguiente, antes de que el sol terminase de nacer, salí con mi viejo a la finca. Solíamos ir un par de veces al mes, con o sin guayabo. Se trataba de una forma de fortalecer nuestro vínculo y empezar a involucrarme en los negocios de la familia. Sin embargo, nunca quise, ni tan siquiera una sola vez, estar en ese lugar. Resentía terriblemente a mi padre. No sabía si por sus ideas o por su éxito, o por su estúpida felicidad. Sin duda en parte por su alcoholismo. Y su interés por mí, honesto o no, me causaba un dolor tan real como aquel de mi quijada y mi corazón. Me dolía tanto como el fracaso más absoluto de una miserable existencia, quizás porque era precisamente eso. 

Estar a su lado por una aparente eternidad, entendiendo que la vida no fue nunca lo que ninguno de los dos quiso, era peor que morir. Sabía que yo no fui el hijo que su enferma y averiada imaginación le hizo desear, y que él nunca fue el padre que mi alma necesitaba. Y a pesar de ello, en medio del dolor, supimos siempre reír y no acelerar el carro hacia el infinito porque, de alguna retorcida manera, sí nos quisimos de verdad.

Pero ese día, tan oscuro y tan largo como todos, supe, de manera definitiva, que mi vida era un experimento fallido. Sentía la adicción brotar por mis poros y bañar mi cuerpo endeble con delgados pero interminables ríos de frío dolor, y mis ideas e imaginaciones estrechar la mano tibia de Satanás, y entendí que mi amor a ese viejo averiado y tierno era tan dañino como la posibilidad de la verga de mi todero dentro de mí, y supe que por odio y por amor alguien moriría pronto.

En la noche salí a comer con mi novia. El incendio que envolvía mi cabeza supo apaciguarse por un rato con ginebra, deliciosa comida y buena conversación; y la tranquilidad fue una realidad momentánea. La paz me hizo sentir optimista y su cuerpo me supo distraer. Pero la quietud me inquietó, irónicamente, y las ansias siguieron intactas, aguardando en algún rinconcito de mi alma. Hablamos poco, pero hablamos bien. Su preocupación por mi estado me causó gran ternura y la quise con locura. Pensé que también quería a Víctor, o Yeison, y a mi padre, y concluí que no entendía nada. El olor de la carne era el de la muerte y perdí el apetito. Ella nunca me iba a entender como él. Quise vomitar. Nos abrazamos con cariño por varios minutos al despedirnos. Se sintió más que un hasta luego. Mucho, mucho más.

Horas más tarde estaba en algún bar de mala muerte con los cachetes y los ojos rojos y la nariz blanca. Mi mirada, perdida, dando vueltas en un techo de color púrpura, y mis manos clavadas en las nalgas de una mona tan flaca como ebria. Guaracha y olor a perfume y cuca. Hogar, dulce hogar. Fumé un cigarro con Víctor y lo besé por voluntad propia (una rara ocurrencia), y reímos recordando la noche del motel, aunque yo no recordaba nada. Qué bien me hacía sentir mi todero. Olimos lo poco quedaba de perico y le pedí que fuera a comprarme ácidos. Me dijo que le diera 100 y le di 200, y pensé que bien le daría el culo en ese instante, si no lo odiase tanto, tanto.  

Las plantas susurraban y la luna sonreía para mí. Los edificios meneaban sus cuerpos, acompañando el baile de las estrellas, y felicidad habitó mi espíritu. No sabía dónde estaba Víctor, y no sabía dónde estaba yo, y menos no podía importarme. Hacía frío y calor al mismo tiempo, y el cigarrillo sabía dulce. Qué bonita es la realidad cuando no es tan real. Sentí la tierra masajear mi nunca. Pensé en absoluta calma y resolví lo que debía hacer. El olor del aire se hizo el mismo de la carne y me asusté, pero la alegría no me abandonó.

Algún tiempo después, no sé cuánto exactamente, salí a fumar un cigarro con mi padre en el parque frente a nuestro hogar. El mismo parque, y a la misma hora, en el cual cité a Víctor y a mi novia. Llevaba un revólver escondido en el saco. Mi corazón latía con calma y tan solo olía el pasto recién cortado y la brisa mañanera.

Cuando disparé no había una sola nube en el cielo, y me arrepentí instantáneamente.  

– T

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