En medio de esa fatal incertidumbre parece ser que la bruma, esa que
suele besarme el rostro, en ocasión de la batalla entre el olvido y
el recuerdo, susurró levemente al oído:
“Después de todo
lo aquí sucedido permíteme implantar mi semilla en tu vientre
huérfano de vida y ardiente de dolor, que nazca de entre los dos el
Dios que el mundo necesita. Este mundo hundido en los horrores de la
realidad de los hombres, que necesita no de un salvador, si no de un
exterminador. Abandona el recuerdo necio del amor que perdiste y
entrega tu cuerpo al caos. Permite que mi
semilla como ambrosía le de vida a tu cuerpo abatido por la
desilusión, que seas tú la madre de aquel que vendrá a curar la
agonía del mundo.”
Desperté empapada
en sudor, sintiendo un terrible dolor en el pecho, una presión atroz
en el vientre y la sensación de humedad entre mis piernas, encendí
la luz y me encontré con una escena alarmante para los ojos que no
conocen el color de la sangre. Supe entonces que era el momento, supe
entonces que lo que debía ser había llegado y casi con sentimientos
de rencor traté de arrepentirme de mi destino, sin embargo, el destino ya estaba hecho.
El alma se arrastró
por las esquinas del cuerpo tratando de invocar lágrimas, pero esta
tierra estaba seca y la lluvia ya no caería en los últimos minutos
de agonía. La sangre bautizaba el piso anunciado el final y los ojos
abandonaron la visión para sumirse en el sueño.
Soñé, soñé
mucho, viví en mundos en los que la maldad era tan solo un mito.
Mundos de ensueño en los que la felicidad solía fatigar al viviente
por su presencia constante en la vida y el sufrimiento era tan solo una leyenda. Viví y no recordé mi antigua vida, ni siquiera en sueños
apareció ante mi esas fatalidades que me impulsaron a viajar hasta aquí. Ni siquiera en pesadillas me vi sintiendo ese dolor abrumador en el
corazón. Estuve a segundos de alcanzar la absoluta dicha, cuando de
pronto en ese mundo de felicidad se escuchó:
“Es el fin, el
cielo se abrió y has oído las voces que declaran que aquí ya no
hay lugar para ti, puesto que la vida de tu mundo te reclama, exigen
tu regreso para resolver aquellos males que dejaste a medio concluir.
La madre de todas las cosas no te recibirá de regreso en su regazo, porque en otros mundos otras madres lloran tu ausencia, otros
corazones laten de dolor por tu ausencia e incesantes lluvias inundan
la primavera que tu presencia debe traer.
No, no hay lugar aquí para ti, la vida debe fluir otra vez por tus venas.”
Entonces sentí un
terrible dolor, el alito de la vida empezaba a inundar mis pulmones,
la sangre se arrastraba por las venas casi secas y los ojos se
quitaban lentamente el velo del sueño estelar para unirse una vez
más a las visiones del mundo terrenal.
En medio de las
remembranzas la mente recobró el último recuerdo de la realidad, una
leve llama empujó mi cuerpo quieto a la acción del movimiento y así
desperté una vez más para encontrarme en el mismo lugar, con la
misma sangre cayendo a borbotones y con el mismo dolor latiendo en el
pecho. Entonces maldije a los dioses del cosmos, a la madre del polvo
por no dejarme ser polvo y me maldije a mi por no ser capaz de
permanecer en el lugar que me correspondía. Llena de ira, obscuridad
y maldad, con la locura palpitando en el cerebro, salté por la
ventana de la azotea y el dolor ya no era dolor y el sueño ya no era
sueño y la puertas del universo una vez más se abrían ante mí.
Nadie me llamó, pero yo quería cruzar y encontrarme en cualquier
otro lugar que no fuera este. Cualquier lugar es mejor siempre que esté lejano a mi fuente de dolor. Los pies
no se movían, y el anhelo por cruzar no era suficiente,
tentadoramente la puerta seguía abierta, nadie me llamaba, nadie me
buscaba, pero yo insistía en cruzar.
Arrastré mi cuerpo
despedazado hasta la entrada de la puerta, me aferré con uñas y
dientes a la cruzada. Así llegué cargando un dolor que llamaba al
grito, al llanto y al sufrimiento siempre en el mismo lugar. Me vi, me vi a mi
siendo feliz mientras besaba el dolor, me vi a mi sonriendo mientras
bailaba con el diablo al que llamé destino, me vi entregando mi alma
a las fauces del mismo infierno, tan solo por esos breves segundos de
una sonrisa arrancada a fuerza. Me vi y casi enloquecí porque mi voz
no llegaba a mi otro yo, porque mi penosa destrucción no le llamaría
la atención. No podía advertirle que debía huir rápido de allí y no dejar transcurrir todo
ese tiempo que nos llevaría al mismo lugar; la misma destrucción.
Y lloré por no
poder salvarme a mí, y lloré por todo lo que viví y lloré porque
este es el camino que elegí y entre las lágrimas me ahogaba y me
ahogué con arrepentimiento.
La tos fluía desde
un lugar profundo, más profundo que el aire que se pasea entre los
pulmones, más profundo que la vida misma para invocar una vez más
al despertar, al despertar de unos ojos cansados de tanto pregonar
por la realidad. Y desperté una vez más y sentí un profundo dolor
en el pecho y mucha sed, demasiada sed, los labios resecos, la
lengua se sentía como una lija, como si hubiera divagado por mucho
tiempo por desiertos ardientes. Recordé mis viajes por los universos
en los que ya no estaba y necesitaban de mi para completar la
historia y entendí con melancolía y cierta resignación que este es
el último universo en el que estoy y que conmigo se cierra toda está
antología, conmigo se acaba la historia de este círculo de sueños.
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