La soledad no es mala; es un umbral, un espejo en el que el alma se reconoce. Me encontré con ella una tarde de otoño, mientras el viento esparcía las hojas caídas sobre el patio trasero de la casona. Barría el suelo como quien intenta ordenar un caos ancestral, y en el vaivén de aquel gesto, el aroma de la tierra húmeda se infiltraba en mí, un bálsamo arcaico que despertaba memorias de tiempos sin nombre. El frío, al principio áspero y desafiante, fue cediendo a la cadencia de mis movimientos, hasta volverse un murmullo distante.
Entonces apareció. Alta y esbelta, con la firmeza de quien ha habitado todas las épocas. No emitió palabra; se limitó a sentarse a mi lado, y en su mutismo había una elocuencia que trascendía el lenguaje. Su cráneo parecía respirar, exhalando un diálogo silencioso que, sin pretenderlo, descifraba. Dejé a un lado el rastrillo y me recosté sobre las bolsas negras llenas de hojas, improvisando un lecho frágil, pero suficiente para contemplarla.
Sus ojos invisibles destilaban una melancolía dulce, y en cada gesto suyo, una verdad silenciosa se deslizaba. No era tanto su voz lo que oía, sino un eco pretérito que reconocía en mis entrañas: hablaba de mi mundo, un mundo poblado de ideas que para algunos eran abismos, para otros, espejos que les provocaban temor y desprecio.
Nos abrazamos sin prisa, en un gesto que desafiaba la urgencia del tiempo. En ese encuentro de manos y miradas —esas miradas profundas que no necesitan ojos—, algo se quebró y, a la vez, se completó. Ella se levantó del suelo rojo, marcado por las huellas de nuestra efímera unión, y yo la seguí, como quien sigue el rastro de un río que susurra secretos en su curso.
Con el tiempo, aprendí a convivir con sus ausencias, a descifrar las sombras de su andar sereno. La soledad no es un espectro que te atormenta, sino un manto que te envuelve en el susurro de su lejanía, protegiéndote de los ruidos estridentes y de las banalidades políticas que ensordecen al mundo.
Y en esa danza sutil, donde el silencio se vuelve aliado y el vacío un refugio, ella y yo hemos aprendido a ser felices, a pesar de nuestras invisibilidades mutuas. La soledad no es ausencia, sino presencia que arropa el alma, liberándola para escuchar lo esencial.
Reno. EE.UU.
Nov.9 2024
Yáñez.
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