El breve relato que voy a narrar pasó hace bastante tiempo, aunque en este caso el contexto histórico no aporta mucho. Es posible que piensen en historias que, como sugiere el título, ya hayan sido muy contadas. Podría ser, si no fuera que realmente le sucedió a nuestro protagonista y como intentaré contar a continuación de primera mano, tal como me confiaron personas cercanas a él, cada detalle de la manera más fidedigna posible. Comprendan que muy pocas personas conocen la historia. He aquí los hechos.
Edgard Murray (EM para los pocos que aún lo llamaban por algún nombre) era un hombre de mediana edad que vivía desde siempre en una antigua casa en Leith, el barrio obrero y portuario de Edimburgo. Era padre de dos hijos de dos frustrados matrimonios; uno ya había pasado largamente los veinte años, y el más chico aún era adolescente. Era banderillero en obras de construcción, trabajo que realizaba vestido con un pantalón y camisa azul, un chaleco reflectante y casco de seguridad blanco. Durante ocho horas diarias su rutina consistía en levantar y bajar las señales alertando la entrada y salida de vehículos. A media tarde finalizaba su trabajo y antes de tomar el bus 14 de Lothian, compraba para la cena a las 19 horas, una porción de fish & chips o comida preparada con descuento en un Tesco.
Su vida se deslizaba en la más absoluta mediocridad de lo predecible, sin anhelos ni propósitos que lo sacudieran del letargo. No tenía grandes aspiraciones, solo la tranquilidad de la repetición constante, una línea recta que rara vez se interrumpía, como la mayoría de los seres humanos. Su mayor pasatiempo eran los programas de concursos y algún que otro reality para espiar la vida de otros en la televisión abierta. Cada tanto compraba productos de consumo innecesario que rápidamente quedaban olvidados.
A pesar de esto, EM deseaba vivir eternamente, de ser posible el doble, el triple de su edad actual. Lo que fuera, lo que diera.
Comenzó a creer que, si se concentraba cada día en la ferviente idea de no morir –como el Dr. Fausto de Marlowe o el de Goethe- podría lograrlo. En esto estaba, cuando sintió una cierta somnolencia con voces que se iban haciendo más lejanas y un hormigueo que invadía su cuerpo.
Ésta quizás sea la parte más confusa de la historia porque EM no comprendió exactamente cuáles fueron las condiciones del pacto que virtualmente firmó en ese instante. Soló recordó que las voces leían una serie de puntos con las condiciones, obligaciones y responsabilidades. La inmortalidad, al fin de cuentas, es algo demasiado serio como para dejarlo al azar. Dos de esos puntos destacaban que la inmortalidad, como la muerte, era irrenunciable y que todas las mañanas debería recorrer dos cementerios de los cincuenta y ocho que hay en la ciudad de Edimburgo. Una cláusula especial determinaba que cuando hubiera un sepelio de un allegado o familiar suyo, EM, inexcusablemente debería concurrir. Además, había otros aspectos menores que quedaron en el más absoluto olvido. Acepto todo sin chistar.
A partir de ese momento, su apariencia se mantuvo exactamente igual Ni una arruga de más ni de menos. Ni un pelo de más ni uno de menos. No tuvo más enfermedades, y cualquier golpe o lesión se curaba sola en pocos días.
Así las cosas, comenzó a transcurrir el tiempo en su vida, hasta que, de manera inexorable y para EM comenzaron a envejecer y morir sus nuevas parejas, sus hijos, sus hijas, sus nietos, sus nietas, sus tataranietas y tataranietos y sus amigos sucesivamente y sin solución de continuidad.Con la renovación del ciclo de nuevas familias y amigos, llegaba una breve y puntual felicidad.
Al principio del pacto, cuando comenzaron a morir sus más cercanos, la situación lo entristecía, aunque íntimamente se confortaba con la suerte que tenía. El apotegma «nadie muere en las vísperas”, se aplicaba perfectamente a su caso. Pasaron su generación y varias más, pasaron sus pasatiempos, pasaron los hábitos y las costumbres, solo EM permanecía inmutable.
El alivio que sintió al saber que no moriría ni sufriría poco a poco se transformó en dolor y tristeza indescriptible. Cada día, al recorrer los cementerios era inevitable encontrarse con lápidas de personas que había amado y también de los que había detestado. EM conocía con la exactitud de un GPS todas las ubicaciones, como si fueran domicilios que tarde o temprano visitaba en sus recorridos diarios.
EM se sentía molesto, cuando las personas que se le acercaban lo hacían con desconfianza. ¿Cómo era posible que nunca cambiara de aspecto y ellos sí?. Había dejado de trabajar hacía bastante tiempo, tanto que ya no se acordaba cuándo fue la última vez. Tampoco se necesitaba de un trabajo tan poco calificado.
Su eterna longevidad sólo se alteraba cuando la seguridad social lo citaba y comenzaban las preguntas difíciles de responder como su edad, si era la misma persona y cómo era posible. En estas situaciones, que ocurrían cada cierto tiempo, EM solo encogía sus hombros y ensayaba una cara de ¨nada¨ para expresar, sin mayores detalles que así eran las cosas. Con el tiempo, cuando los empleados advertían lo complicado del asunto, rápidamente se sacaban el problema dándole un aprobado para seguir todo como hasta entonces. EM entendió que la mejor estrategia era no hacer nada.
Todo cambió para él, cuando una diáfana y templada mañana de primavera-verano y mientras estaba de rodillas al lado de tantas lápidas repentinamente comenzó a llorar y deseó romper el idiota contrato que firmó. La insoportable agonía de no tener un lugar en su tiempo, el tiempo que aleatoriamente le tocó vivir era el otro, no éste. Desde ese momento deseó morir. Sus venas se hincharon, sus músculos se tensaron, tratando de alguna manera despertarse y terminar con todo. Dio vuelta sus ojos y dirigiéndolos hacia el cielo gritó: ¡quiero morir mierda,…quiero morir ahora por favor!.
EM sintió cómo todo a su alrededor se desvanecía. Las voces se distorsionaban y el paisaje del cementerio se difuminaba como meras sombras en su memoria. Durante un breve y confuso momento, se preguntó si estaba soñando. Aquí es donde la evidencia de los acontecimientos relatados no está muy clara en su desenlace y la historia de EM se abre a dos desenlaces posibles: en uno de ellos Edgard percibió potentes luces redondas y voces lejanas que se hacían cada vez más audibles. Se despertó lentamente. Los médicos y asistentes que estaban a su lado le informaron que la colonoscopia había salido bien. Fueron sólo cuarenta y cinco minutos, que le parecieron una eternidad. EM estaba nuevamente en su tiempo. Sintió un fuerte alivio, esbozó una sonrisa y pronunció un simple Gracias, doctor. En el otro desenlace describe a EM abriendo los ojos y encandilado por la luz blanca que se extendía por todo el cuarto, observó los rostros preocupados de los médicos y enfermeras de la unidad de cuidados paliativos. Sintió un dolor agudo que, como cientos de cuchillos atravesaban su carne, la sensación era indescriptible. Aferrándose con las manos a los bordes de la cama gritó desesperado y en ese exacto y breve momento de lucidez, EM comprendió que ahora sí estaba muriendo.
No sé qué crees que ocurrió realmente. Lo que sí puedo afirmar, es que Edgar Murray murió hace bastante tiempo y que la historia que les narré me llevó a reflexionar sobre lo inútil que es ocultarnos de la muerte y acerca de qué serviría vivir eternamente si esa vida fuera tan desconsoladora y sufriente como la su protagonista.
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