El tren de Cadalso

La consorte de deudos silenciosos y pálidos que habían dejado a Eufemio en el andén, se deshizo camino a la plaza del pueblo. Solo quedó parado allí, como un pajarillo, de esos de pantano, el bichozno de Cadalso quien, por su parte, iba ya en camino a su polvareda de muertos.

El pequeño, movía algo en su mano izquierda con inseguridad, un estertor de pena, o de no querer salir del apeadero. Cadalso había sido su tatarabuelo mas preciado, sobre todo porque le había regalado esa linterna con láser de colores y ahora, el último carro del tren; deteniendo en la niebla, con un punto rojo luminoso, la maquinaria triste de fierros temblando camino al norte.

De hecho, Eufemio Cadalso, su tatarabuelo, había entrado en estado de desvaríos diversos desde hace mas de un año. Era sabido por todos en el pueblo, que el viejo difariaba camino a la inocencia-

En las tantas veces que lo fue a visitar, hablaba todo el tiempo de un ferroviario que lo esperaba en la estación, que le confundía los horarios, que el tren era de mentira. Su madre le decía: “pajarillo, no le hagas caso a tu abuelito, que vive en la penumbra de los años”. Pero a él le encantaba ir a visitarlo porque Eufemio, le escuchaba atento y con mucho interés todo lo que le relataba.

Fue luego de un terremoto cuando Cadalso comenzó a hilvanar palabras sueltas para luego tejerlas en su mente mirando el vacío. Salía camino a la estación de trenes y luego no sabía como regresar. Decía que iba a comprar pan donde Antonio y llegaba con paltas de la verdulería.

Lo que nadie sabía, es que en todos sus subterfugios pasaba siempre por la casa de Ivonne, el mejor secreto de su vida.

Ivomme la voluptuosidad cálida en su esencia, la Sofia Loren de todas sus películas en el cine Municipal.

En sus buenos tiempos le pagaba al gerente del cine para que trajera películas de la Loren. Por eso, el día en que, en la plaza del pueblo, divisó entre los transeúntes a Ivonne de Las Mercedes Asturiaga del Solar, le dio tal vuelco en el corazón, que casi se desmaya. La belleza ardiente tenía cuerpo y alma y más encima merodeaba por su vecindario.

El único inconveniente es que, luego de las averiguaciones pertinentes, se enteró que su Sofia Loren local era la esposa del comandante de la Guarnición Militar, conocido integrante de la sociedad local, miembro del Club de la Unión, activo Maestre de la Logia azul regional y heredero a medio camino, de una de las mas grandes haciendas al sur del país. Dado ese estado de cosas y no teniendo nada a su favor frente al supuesto contrincante, decidió satisfacer la desesperación de su platonismo con la observación a distancia. Se hizo rutinas, trayectorias, planes de recopilación de datos, estrategias de visitas y formación de amistades con la servidumbre de la doble de Sofia Loren.

No en vano, en algunas oportunidades tuvo éxito en su plan voyerista. Mas de una vez logró estar sentado justo detrás de ella en la misa de los domingos. Su satisfacción entonces fue haber podido oler su humanidad, escuchar el roce de sus ropajes, observar a pupila dilatada el vello de su cuello e imaginar que sus pensamientos y su obsesión era correspondida.

Por cierto, que independientemente de que su Ivonne de Las Mercedes Asturiaga del Solar fuese una dama de la sociedad, casada con un milico con apellido vitivinícola, Cadalso no se quedaba en menos. Era descendiente de José Cadalso y Vázquez de Andrade, un escritor y dramaturgo vizcaíno muerto en combate en el siglo VXI y fundador de la estirpe de gloria perdida en el pueblo de palmeras, arena y vientos puelches que habitaba. Su ascendencia, de no se sabe quién y como y cuando, aparece en el poblado con una mano por delante y otra por detrás y cree que puede hacer agricultura, ganadería e industria en el terral arenoso con un horizonte de montañas impenetrables y un mar, con espejismos del hermoso trópico, pero frio como la muerte misma.

Su ilusión hedonista, le aparece estando casado y a causa de tanta película, saboreando todas y cada una de las curvas de la Loren y sus chispazos ardientes, de ojos romanos en el ecran del Municipal. Si bien tiene ocho hijos con su esposa, no la quiere de la misma forma en que suspira por la Asturiaga del Solar. Uno es amor de familia y el otro es el deseo. Lo que si tiene claro es que, por fuerza de la costumbre, deja pasar las lunas y los inviernos amodorrado en su fisgonearía amorosa. Son tantas las lunas, que no se da cuenta que sus hijos tienen hijos, su mujer es una anciana y aparecen niños en su parrón tratándolo de abue, de nono; y ese pequeño flaco y paliducho al que, cada vez que aparecía y le daba la letanía de sus ideas, por alguna casualidad, le pasaba un billete de cien escudos, de aquellos que dejó su abuelo en un saco en la bodega de la casa.

Su tiempo se fue haciendo uno solo para finalmente convertirse en nada. Un silencio similar a la sordera absoluta y el olvido de lo que creyó ser el deseo. Los días, las lunas y las marejadas, temblores de tierra, puelches y el té con leche, que una mujer que decía ser su hija, le traía por las tardes eran, de alguna, manera el cierre de su estadía entre el cielo y el piso de tierra seca de su patio.

A veces, cuando venía ese niño con sus historias y le regalaba los cien escudos se quedaba dormido sentado y soñaba, o creía que soñaba, con viajar en tren a la capital, pero en la estación había un ferroviario que le daba explicaciones por todo y que lo irritaba para finalmente tomar un tren al desierto.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS