El viejo Jota y su novia Poly.

El viejo Jota y su novia Poly.

Jeronimo Bertoni

02/11/2024

Esta historia que voy a contarles me sucedió hace muchos años y, por esas cosas de la memoria, el tiempo y el destino, nunca se me ocurrió compartirla. A veces dejamos en el tintero del olvido esas memorias que, aun sin ser contadas, nunca se borran.
Algo similar me pasa con el Viejo Jota: siempre pensé en escribir mi historia con él, pero nunca la recordaba frente a la pantalla, hasta que hoy, por esos misterios de la vida, la memoria trajo al presente el momento en que me dijo: “Hay relaciones efímeras que se tornan indelebles en el alma”.

En mi primer año como estudiante en La Plata, hice un viaje de una semana a dedo hasta Viedma, en Río Negro, para visitar a unos amigos de la facultad. Aprovechando que tenía unas amigas mellizas en la localidad de Olavarría, decidí hacer una parada y pasar la noche en su casa. A veces me pregunto qué malla oculta en el tiempo y el espacio hace que esos momentos significativos en nuestra vida sucedan con increíble exactitud, detrás de un inimaginable y aparente azar.

Igualmente, en ese momento, con tanta juventud a cuestas, mis únicas preocupaciones eran conseguir buenos momentos para disfrutar. Así fue como llegué a la casa de las mellizas (quienes, dicho sea de paso, no me abrieron la puerta) cerca de las 11 de la noche. Recién pude acceder a su hospitalidad unas horas más tarde, cuando su papá, que llegaba de un asado y traía una alegría extraordinaria, me hizo pasar luego de abrazarme como si fuera un hijo pródigo.

Esa noche, rendido por el cansancio, me acosté a dormir en un lugar que me habían preparado. Al despertar, me di cuenta de que era el comedor, donde estaban desayunando la abuela, la madre y mis dos amigas. Yo, que no había previsto esa situación, me había desvestido para dormir. Ahora me encontraba sin saber cómo ponerme los pantalones delante de tan maravilloso público. Así que hice lo mejor que pude para vestirme, con una vergüenza que pocas veces sentí en mi vida, aunque aparentemente no les importó demasiado. Luego desayunamos todos juntos, y la normalidad de la charla y la calidez de esa familia hicieron que todo se fuera olvidando entre mates, tostadas y risas.

A media mañana, me ofrecieron llevarme hasta un cruce de caminos donde tendría más oportunidades de conseguir transporte para seguir mi incierto derrotero. Con una buena cantidad de provisiones que la mamá y la abuela me habían preparado en secreto, y después de varios abrazos, me despedí del papá y mis amigas.

Luego de un par de horas haciendo gestos infructuosos para conseguir transporte gratuito, un camión frenó a la distancia para revisar el estado de sus ruedas. Aprovechando que ya estaba parado, le pregunté al conductor si podía acercarme hasta el próximo pueblo. Él me miró y me preguntó: “¿Sabés cebar mate?”. En ese momento le habría dicho que sabía manejar camiones con tal de ponerme en movimiento. Y agregó: “Pero tienen que ser ricos, si no te bajo”. Jamás en la historia del Río de la Plata se cebaron mates con mayor cuidado y dedicación que esos. Para agregar un toque caricaturesco a la escena, en la cabina tenía un calentador a gas y una pava con agua. Pero en esos viajes, el umbral de asombro se torna muy elevado, así que naturalmente prendía y apagaba el gas, en cuanto la temperatura del agua lo requería.

Fue un viaje silencioso hasta que, en un momento, me dijo: “Acá vivió el amor de mi vida, mi novia Poly”. Entre lo llamativo del comentario y que hubiera pronunciado más de tres palabras seguidas, cuando me volví para ver lo que señalaba, solo alcancé a ver la fachada de lo que parecía haber sido un almacén hacía al menos cincuenta años. Al girar para darle un mate, me encontré con su cara empapada de lágrimas. Cada surco que recorría sus mejillas parecía un río que comenzaba a inundarse.

Aceptó el mate y me dijo: “No te preocupes, ya se me pasa”. El viaje continuó, intercalando mates para cortar el silencio, mientras yo, sin saber qué decir, mantenía la mirada fija en el camino. Algunos pocos kilómetros antes de llegar al parador donde iba a bajarme, me contó que había conocido a Poly en ese negocio un día que bajó a comprar yerba. Y que, al ir a pagarle, ella lo miró de una manera que lo hizo sentir algo que jamás podría explicar con palabras, pero que era como si todos los caminos que había recorrido terminaran en sus ojos.

“En ese momento —me dijo—, me quedé petrificado, y ella también”. Luego agregó: “No entiendo al destino, pero justo en ese momento la dueña del negocio dijo que tenía que salir y que volvería a la tarde, así que me quedé con ella”. No hicieron falta más palabras, ya que, con su rostro empapado y su mirada perdida, comprendí lo profundo que había sido aquel encuentro.

Cuando me estaba bajando del camión, le pregunté qué había pasado con su historia con Poly. Me contestó: “Duró solo ese día, pero hay relaciones efímeras que se tornan indelebles en el alma”. Apenas puse mis dos pies en el suelo, él arrancó. Nunca le pregunté su nombre, solo recuerdo que en el costado de la puerta tenía pintada una “J”.

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