Mientras se deslizaba hacia un
sueño tranquilo, Sagrario Gómez se dio cuenta de que se había convertido en su
doble: una copia sombría que se debatía inútilmente por escapar de su cuerpo.
Con estiramientos gomosos, su réplica adoptaba una apariencia angustiosa,
elongada, como en el cuadro de Munch. Era una figura monocromática, sin más que
el gris y el negro, como si el color hubiera huido primero. Su grito mudo
resonaba en los ojos de Sagrario, con el terror de una sombra atrapada en un organismo
que no deseaba.
El cuerpo bicéfalo, rígido bajo
la manta, observaba el esfuerzo de la sombra, que parecía ganar fuerza con cada
intento. Las extremidades alargadas se retorcían como ramas secas, y los ojos
—vacíos y apagados— buscaban los suyos con insistencia. Los ronquidos de la señora
Gómez, antes rebotando despreocupados contra las paredes, cesaron; el silencio
se instaló con el peso de una lápida.
Sagrario quiso gritar. La
sombra también. Seguía estirándose, sus dedos desgarraban el aire como garras,
y entonces comprendió —con una claridad punzante— que aquella copia no buscaba
liberarse, sino arrastrarlo hacia la profundidad donde habitaba.
Su cuerpo perdió toda la
fuerza, y una somnolencia densa lo envolvió. La sombra extendió un brazo hacia
él, hasta que ambos dedos se tocaron. En ese instante, un vacío lo invadió,
como si lo drenaran, como si el color mismo se escurriese de su piel.
Sagrario se encontró en el otro
lado. Desde allí, veía su cuerpo inmóvil bajo la manta, atrapado e impotente,
en aquella segunda cabeza sin color ni voz. Los ronquidos de la señora Gómez
retomaron su ritmo monótono, ajenos a la sombra que, por fin libre, se acurrucaba
en el hueco del cuerpo vacío.
Desde la otra mitad del mundo,
Sagrario supo que se quedaría para siempre, sombra anclada en la cama, viendo
cómo la vida seguía sin él.
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