Encuentro final.

I. Conducción nocturna.

El automóvil descendía rápidamente por la serpenteante carretera, con sus luces horadando la fría oscuridad de esa noche de finales de noviembre. El reflejo de los faros en la lluvia caída recordaba la necesidad de conducir con prudencia sobre un piso rozando el punto de congelación, algo distante e irreal desde el confort del climatizado interior del coche.

Era difícil concentrarse en la conducción, con la mente tan llena de inquietudes y preocupaciones. Por segunda vez se sorprendió a sí mismo ensimismado en pensamientos carentes de una lógica estructura, como vagando libremente y sin contexto. Era el tipo de distracción propensa a la nostalgia, desde la que se alteran perspectiva y realidad como una inevitable víctima de la soledad y del recuerdo, propiciados por la solitaria circunstancia del viaje y del momento.

El zumbido del motor ronroneaba suavemente en sus oídos, parcialmente filtrado pero aún audible de pasada, en una actitud de alerta indiferente.

-“Pronto” – se dijo – “debería parar a tomar un café para despejarme”.

Ese era uno de los inconvenientes de viajar solo. La falta de conversación acaba por hacerte imaginar todo tipo de espejismos, aparentemente sin conexión… por ejemplo, los sobrecitos de azúcar. Aquellos que, después de verter su contenido en el café con leche, se utilizan volviendo a introducir la parte rasgada en su interior, albergando en su vacío el trocito separado para permitir la extracción del endulzante granulado. Una costumbre tan sólo, adquirida quién sabe cuándo y de quién; quizá un contagio de un ser querido en otros tiempos.

O como por ejemplo, la acumulación de sensaciones enmarcadas en un contexto de reflexión, como aquellas que esperan a que su momento haya pasado para liberar sus estímulos, en una reacción desfasada de la causa que la produce. Como si existiera una inercia emocional que dictaminara el momento del impacto verdadero, distinto del observable y engañosamente aparente. Si realmente es cierto que el pasado ha desaparecido para siempre, entonces ha de comprenderse que el presente ya no existe, que el futuro nos lo roba constantemente, adueñándose de él con total y absoluta impunidad. Cabe entonces preguntarse en qué tiempo vivimos cada día, dada la
constatada ausencia del ahora.

-“Sí, sin duda necesito un café”, se reafirmó.

La sensación de que consigo no iba la cosa se acrecentaba, desprendiendo los contextos de su realidad aparente. Las amarras que parecen asirnos al ámbito de la rutina sufren una debilitación sustancial en un viaje en solitario, tanto más cuanto más largo es dicho viaje.

Empiezas a sentir los retrasos entre la percepción y los sentimientos provocados por ésta; ese pequeño desfase se agranda hasta el punto de constituir por sí mismo una experiencia más gratificante que la primordial que le dió origen, absorbiendo los detalles de su propia existencia y transformándolos en algo propio, dotado de misión y, naturalmente, de asociadas dudas.

Y luego estaban las metáforas. También en ellas existía algo contagioso e ineludible, acudiendo de forma casi magistral en asociación referencial a patrones imaginados o vividos previamente. Quizá fueran ayuda o tal vez obstáculo, no importa realmente ya que el hecho es que a medida que avanzamos por derroteros de edad y sentidos, se convierten en permanentes compañeras de camino, junto a los falsos recuerdos y los auténticos sueños con los que seguimos adelante sin demasiado convencimiento.

-“Música, necesito oir música”. Fue un pensamiento fugaz, acompañado de la satisfacción de haber encontrado una salida del remolino en el que parecía estar cayendo lenta pero suavemente. Fugaz porque su breve duración sólo le permitió un instante de liberación, dándose cuenta al momento de extender su brazo hacia la guantera de que ya había una cinta en el cassette, que éste estaba en marcha y muy probablemente con un volumen demasiado alto, a pesar de no haber podido atravesar la densa niebla de sus pensamientos que le aislaban de las notas. Con una sensación entre desagrado y frustración, apagó el cassette.

Armonía, ritmo y melodía. Es curioso como aquellas tres palabras acudieron a su mente precisamente ahora que la música había cesado, definiendo la que hasta hace un momento sonaba en el interior del habitáculo de forma totalmente desapercibida, o tal vez no del todo a juzgar por dicho pensamiento súbito. Lo cierto es que sin la excusa ya de distracción adicional, la idea de parar se le hacía bruscamente necesaria. No se sentía cansado sino extraño, como sin saber claramente las razones ni el motivo de su viaje. De hecho, había ignorado las luces de neón y los reclamos publicitarios de restaurantes y moteles dejados atrás desde hace algunas horas. ¿Dónde estaba exactamente?

Casi a tientas tanteaba las opciones dejadas a su alcance. No era indecisión ni tampoco falta de criterio lo que le impulsaba a dicho análisis aletargado, cuyo desenlace carecía de la pronta resolución tan admirada por los cánones actuales. Era más bien su propia naturaleza reflexiva la que le sugería la falta de importancia de rapidez sin convicción, lo trivial de una elección apresurada que no zanja las cuestiones sino que las mantiene suspendidas de unos hilos impregnados en triste ambigüedad.

El sonido inesperado del teléfono móvil le sobresaltó. No por su intensidad ni por su tono, que gracias al cielo no reproducía ni una estúpida tonadilla de alguna película famosa sin razones para serlo, ni una versión abominable de una melodía clásica en burla odiosa a su melodía y compositor. Le sobresaltó sobremanera porque no recordaba haberlo traído consigo en este viaje. Es más, estaba completamente seguro de haberlo dejado en su apartamento, con el propósito de evitar llamadas molestas e interrupciones durante los días siguientes.

Con una extraña sensación, tal vez descriptible como mezcla de nerviosismo y sorpresa, se dispuso a responder. El sonido provenía de la guantera, aquella que él creía contener sólo cassettes. Justamente al abrirla cesó la llamada, casi como admitiendo que tenía que tratarse de un error, y reconocida su culpabilidad intentara esconderse del inquisidor que se aproximaba. Para su glacial sorpresa había allí un móvil, uno que jamás hubiera visto antes de ese preciso momento. Sin detener el coche lo estudió atentamente sin dejar de preguntarse cómo diablos habría llegado allí. No era un modelo anónimo e impersonal, sino que tenía una de esas carátulas con las que de alguna manera se les personaliza hoy en día. Tenía incluso cuatro iniciales que, supuso, pertenecerían a su propietario, y que desde luego no eran las suyas.

Dichas iniciales desataron unos juegos de asociación de rostros y lugares, intentando imaginarse quién estaba en la raíz de esta anécdota. Después de jugar durante unos segundos con los nombres que bailaban en su cabeza, concluyó que a no ser que volvieran a llamar, éste iba a ser un misterio sin solución. El resplandor del cartel anunciador de una cafetería abierta en la carretera le trajo de nuevo al asunto del café, esta vez con una clara idea de resolución.

Con una sacudida de cabeza, como intentando despejarse pero sin mucho éxito, detuvo el coche.

-“Justo a tiempo, me estaba quedando sin gasolina, aprovecharé también para repostar”.


II. Un alto en el camino.

La improbable sucesión de hechos que iban a suceder a continuación estaba más allá de todo análisis. Desafiaba incluso la mera capacidad de comprensión, no digamos la de establecer analogías y conclusiones basadas en la experiencia.

Allí, en el café en el que por fin se decidió a parar, y junto a la barra desde la que esperaba le trajeran el café cortado que había pedido, vió aparecer por el rabillo del ojo una silueta familiar. Casi en el límite de su visión periférica entrevió una persona que creyó poder identificar.

– “Si no fuera imposible, juraría que es ella”, se dijo con perplejidad. Cerró los ojos, apretando los párpados durante un breve instante y relajándolos posteriormente, siempre cerrados. De ser un sueño, esta táctica siempre le había servido para regresar al momento de realidad. El subrealismo encerrado en la posibilidad de encontrarse con alguien desaparecido hacía ya varios años era demasiado incluso para él, que de alguna manera atraía a ese tipo de situaciones anacrónicas e intranquilizadoras. Cuando los abrió, no encontró traza alguna de su esporádica visión. Sólo su café humeante ya sobre la barra le recordaba que algo había cambiado, estando todo lo demás exactamente igual que antes.

– “Otra broma del cansancio, según parece”.

Sin embargo no cabía el engañarse. Desde hacía mucho tiempo sospechaba que existía una zona de indefinición entre realidad y percepción, no relacionada con el tiempo. Su inquietud creciente se relacionaba con la aparente facilidad con la que parecía ser capaz de adentrarse en ese mundo al margen del presente, donde se confunden pasado y devenir y donde se mezclan ilusiones con deseos. Una vez oyó referirse a dicha habilidad como ‘doblar una esquina”. Era una referencia ingeniosa, que recurría al juego de palabras para describir una connotación inusual, y gracias a ello acercar el sentimiento extraño a la experiencia común. Sin duda era algo conocido desde siempre, bastaba hojear las referencias encontradas en casi todo tipo de literatura mística o incluso esotérica, como si fuera una característica del ser humano que hubiera sido sepultada por las costumbres de la civilización occidental.

Tranqulizado ligeramente por esa reflexión, entrecerró los ojos al tomar un sorbo de café, sintiendo su calor reconfortante, con un leve encogimiento de hombros. En ese preciso instante todo a su alrededor se vino abajo, iniciado con el sonido de una voz familiar a su lado que le decía:

– “Veo que sigues metiendo el trocito rasgado en el sobre vacío”.

Sobresaltado como si acabara de despertar de una pesadilla, sintió su corazón latiendo en sus sienes con fuerza irregular. Mientras volvía la cabeza hacia la dirección de donde provenía la voz, se dió cuenta de que no existía movimiento a su alrededor. Todo se encontraba congelado en el tiempo, inmóvil y detenido en la misma posición. Como burbujas atrapadas en un denso gel transparente o un maligno éter. Sólo su corazón continuaba latiendo cada vez con más fuerza a medida que el giro de su cabeza se completaba. También el sonido se había extinguido. El rumor de conversaciones próximas, el ruido de la cafetera y del vapor con el que se recalentaba la leche, el lejano murmullo átono del televisor sintonizado en un canal de lacónico programa. Todo estaba en silencio. Todo salvo el eco de esa frase, tan claramente pronunciada por esa voz que conocía de memoria como si fuera la suya propia.

Y lo supo incluso antes de ver su rostro. Supo que era ella, que no lo había imaginado cuando creyó haberla visto entrar en el café. Supo que estaba a punto de vivir un imposible más allá de cualquier explicación, y supo que la única forma de afrontarlo era precisamente ignorando esa imposibilidad. La oportunidad de esclarecer misterios era tan grande, tan ancha y profunda, que bien valía una fantástica abstracción circunstancial. Naturalidad como respuesta al milagro.

– “Sí, desde luego, me enseñaste bien. ¿Te pido algo?”.

– “Otro cortado. Yo también estoy algo cansada, se me está haciendo un poco largo el viaje. Pero creo que ahora se hará más interesante, despues de todo tenemos muchas cosas de que hablar. Casi agradezco que quede todavía tanto camino por delante, así podremos aprovechar al máximo el tiempo”.

De repente el entorno recuperó su existencia, recobrando de forma apresurada sonido y movimiento. La gente se movía y conversaba, la cafetera emitía el ensordecedor ruído de siempre, el televisor resumía su lejana cháchara irrelevante. Todo ello aún amortiguado por la sensación de intangibilidad que le producía ver esa sonrisa apenas perceptible en el rostro que le contemplaba con una extraordinaria expresión de curiosidad.

– “¿Te encuentras bien? Pareces un poco desconcertado. Si te parece, desde aquí conduzco yo, ¿quieres?”.

– “No, gracias, estoy bien. Podemos seguir como hasta ahora, ya sabes que me gusta conducir, especialmente de noche”.

La idea de dejar conducir a un fantasma no acababa de entrar en su mente de forma convincente, por lo menos no hasta que no supiera más.

– “De acuerdo. Por favor, pásame el bolso, ¿quieres?. Está ahí, a tu lado, donde lo dejé antes de ir al lavabo”.

Mientras lo hacía, se admiraba de la facilidad con la que seguía capturando sus giros y su deje, en particular esa forma de convencerle tan sutil e incluso pícara utilizando la coletilla ‘¿quieres?’. Siempre le funcionó con él, y desde luego ella lo sabía. Tampoco pudo evitar recordarse a sí mismo el detalle de haber sido ella la única que le dejaba el bolso a él cuando se ausentaba, aunque fuera sólo por breves instantes. La familiaridad se avalanzaba por delante de sus sentidos, esa familiaridad adquirida en los años de su vida en los que se su alma se desarrollara modulada por la envolvente del cariño compartido; esa familiaridad del compartir, tan seminal y formativa.

Continuó mirándola intensamente, como si para cerciorarse de que estaba realmente allí tuviera que escudriñar cada milímetro de su silueta, cada pliegue de su vestido, cada onda de su cabello, cada inflexión del movimiento de sus manos mientras manipulaba el contenido del bolso, cada reflejo de sus ojos, esos ojos en los que estuvo inmerso durante tantos años, y por los que estuvo luchando contra su propia existencia durante otros muchos más. Los ojos que seguía amando y que le devolvían la mirada de forma intensa e inteligente, que sabían, y que comprendían a quien ahora los miraba.

Casi como adivinando sus pensamientos, tal y como solamente ella podía, oyó su voz de nuevo;

– “Me gusta cómo me miras”, le dijo ella. “Ah, aquí llega mi café”.


III. El viaje continúa.

Desde aquel instante se produjo un desdoblamiento en él. Por una parte se hallaba el observador alerta que anota sus descubrimientos en su libreta de notas, cotejándolos cuidadosamente en busca de patrones de recurrencia y de leyes de formación. Analítico y racional, incluso receloso y algo desconfiado, con una misión lógica que desempeñar y sabedor de sus bien dotadas capacidades para realizarla con éxito. Era el objetivo narrador que no se involucra en el desarrollo de la trama.

Como tal, sentía el frío intenso del exterior, y se sorprendió al ver que el equipaje del coche incluía la maleta de ella y sus vestidos colgados de la percha lateral trasera. Esa parte de su ser estaba excitada y confusa, agitada por el manto del temor indisociable al haberse sabido equivocado anteriormente por propias sensaciones, causa de tristezas y partícipe de penas. Era la parte que quería ser vencida.

Por otra, era de nuevo el ser que fuera cuando ellos existieron. La mitad de su pareja, la manifestación propia de la existente simetría a la que sólo con ella se accediera. El componente del ser indisoluble que excede a la suma de sus partes. Estaba totalmente embelesado en el resurgimiento de su estela, en la perfecta materialización de su lado femenino en la persona que le acompañaba de la mano hacia el aparcamiento. Era el propio involucrado en su subjetiva trama, que la vive hasta el final apurando sus detalles.

Como tal, no sentía el frío en absoluto al
estar metido en la cálida esfera de aislamiento que les protegía a ambos de las inclemencias exteriores. Tampoco fue sorpresa ver que a su equipaje se le sumaba también el de ella, como de costumbre. Siempre le había gustado llevar sus vestidos fuera de la maleta, así no se arrugaban. Esa parte de su ser estaba en paz y en completa calma, sabedora quizá por vez primera realmente del valor de esos instantes, sin importarle ni lo más mínimo que lo fueran irreales. Esa era la parte que quería ser amada.

– “Bueno, ¿donde nos habíamos quedado?”.

La voz de Raquel fue claramente audible por encima del ruído del motor de arranque. Sus pensamientos comenzaron a vagar vertiginosamente mientras el coche, casi como por sí mismo y dotado de voluntad propia, se incorporaba a la carretera desierta.


VI. Una conversación.

Quizá como simbólica resistencia, como en un último intento de permanecer en control de una situación en la que ya se sabía claramente sobrepasado, Gabriel – que ese era su nombre, un tanto irónico e incluso bastante apropiado para la ocasión, bastante angelical por otra parte – intentó una táctica disuasoria que le permitiera ganar algo de tiempo para plantear su estrategia.

– “¿Te refieres al asunto de las solicitudes de trabajo? Creo que era de eso de lo que hablábamos antes de parar, ¿no?”

– “Gabriel ”, – empezó Raquel ocasionándole auténticos escalofríos. Siempre que ella empezaba una frase diciendo su nombre se llegaba pronto a un impasse del que no había más que dos salidas. Una de ellas no tenía cabida con el coche en marcha; la otra hubiera supuesto el anticipado fin del recorrido.

– “Gabriel, ya sabes que no disponemos de mucho tiempo. Es incluso difícil de entender el que tengamos la oportunidad de hablar de nuevo, así que deberíamos ser más agradecidos y no intentar comprenderlo, después de todo no creo que sirviera de mucho aún en el caso de que lo lográramos.”

Aquello fue el final de su parte analítica y el triunfo indiscutible de su otro yo. Al oír aquellas palabras se sintió avergonzado por haber dudado de ella; ya fuera un espectro o no, ya fuera real o imaginaria, seguía siendo Raquel en su plenitud. Su cambio de actitud fue claramente percibido por ella, quien sonrió abiertamente y sin malicia, como dando una señal de reconocimiento.

Y a él le pareció que ella sonreía como quien sonríe por primera vez, exactamente igual que él la recordaba cuando la conoció casi recién salida de su tardía adolescencia, con la ingenuidad y la franqueza del alma fresca que lo tiene todo por delante y se sabe capaz de realizarlo. Con esa ingenuidad que retuvo hasta después de abandonar una sostenida y dilatada juventud, despuntando su carácter generoso y apuntando a su elegante consideración.

Esa fue siempre su sonrisa, la que ella le diera a él, la que ahora ella exhibía. Si para entonces hubiera quedado algo en el más recóndito interior de su mente que le hiciera retraerse, esa sonrisa lo fulminó hasta calcinadas cenizas microscópicas, pulverizando la más mínima traza de resistencia a su poder sobre él que para entonces pudiera haber permanecido. De nuevo eran uno, de nuevo era él.

Estaba ahora totalmente entregado a ella para lo que fuera, ya no le importaba nada más. Era amor, desde luego, pero no sólamente amor. Era paz. La paz que tan sólo hubiera conocido junto a ella y que le fuera negada desde su separación. Porque Gabriel pertenecía a ese grupo de seres humanos cuyas inquietudes les impiden la completa satisfacción, como una descarriada res que estuviera marcada con el hierro candente del desasosiego.

En ese entorno de propensidad al conflicto emocional se desarrolló su historia, aderezada con ingredientes propios de la inexperiencia y otros derivados del hecho de pertenecer a un mundo que no perdona a los que de él se burlan sin tener razones para ello.

– “Tienes razón. Hablábamos de nuestras vidas, de sus respectivas trayectorias y de su evolución. Creo que lo último que dijiste fue que ya no era importante que siguiéramos juntos, no tras lo ocurrido durante mi extravío. Mi propósito entonces fue el de convencerte pero sin forzarte, quería que llegaras por ti misma a la conclusión de que era cierto lo que te decía. Ingenuamente me pareció la única conclusión posible a la que cualquiera podría haber llegado, y desde luego tú con más razón”.

Gabriel confiaba no haber sido demasiado brusco con aquel recuento tan tajante y algo sesgado; no deseaba confrontarles con su pasada historia, pero ya no era dueño de sus percepciones, que de nuevo tenían quien las modelara y dirigiera.

– “Sí, es verdad, claro que entonces todo se veía de forma diferente. Estuvo todo invalidado – creo que es una buena palabra – por el conflicto interno en el que nos sumergimos durante tanto tiempo. Creo que te dije que el más débil tenía que romperlo, y me asigné a mí misma en dicho rol”.

”Sin embargo,” – continuó – “no es de eso de lo que realmente tenemos que hablar, ya lo sabes. Quiero que me hables de quién eres tú ahora, tras los años transcurridos. Que me cuentes todo lo que aprendiste desde que nuestro universo de dos se rompiera. Me gustaría que compartieras conmigo las vivencias tenidas y las experiencias vividas, y que lo hicieras desde tu perspectiva y percepción. Y necesito que lo hagas cuanto antes. No nos queda mucho tiempo. Muy pronto estarás muerto tú también.”

Gabriel palidecía a medida que las palabras se desgranaban lentamente, saliendo de unos labios pintados con carmín rosa pálido, de esos labios tan conocidos y amados, con cierta urgencia pero con serenidad, casi con asustada gravedad, que les confería una sensación de terrible inevitabilidad. En aquel instante intuyó las respuestas a las preguntas que se agolpaban bajo su subsconciente, más profundas que la más profunda capa de tristeza en la que depositara los recuerdos de sus vidas compartidas, tan fuera de alcance hasta hace apenas unos minutos. Intuyó también que el momento no lo era ni arbitrario ni azaroso, sino que éste era precisamente el momento de la reflexión al que nos enfrentamos cuando ya no hay más momentos, cuando ya no queda otra oportunidad de postergar lo ineludible, lo burlado durante tantos años de engaños veniales tras los que nos escondemos de nuestra propia indiferencia y levedad.

“Así que éste es el momento de exponer el pliego final de descargos”, se dijo. “Es curioso que el destino haya elegido a Raquel como emisaria, parafraseando el sentido bíblico de mi propio nombre. Bueno realmente no tan curioso si damos crédito al mito de encontrarse con tu creador y todo eso, al fin y al cabo soy más parte de lo que fui con ella que cualquier otra cosa”. ¿Una broma final de un trasnochado ángel de la guarda, o quizá la última oportunidad de redención y de saldar así la eterna deuda pendiente?. Con dicho pensamiento, se esforzó en dotar de estructura a lo que temía no fueran más que balbuceos sin sentido.

“Soy sólo un ser que se esfuerza por serlo pleno, que a pesar de no perdonarse sus errores los entiende irreversibles y no los busca en otra gente. No he encontrado mucha comprensión ni entendimiento en el transcurso del resto de mi vida desde que nos separamos, pero tampoco he renunciado a mis obligaciones adquiridas para con todos aquellos con los que convivo y a los que quiero. En muchos aspectos sigo siendo el mismo, el que aún no entiende las razones por completo y tontamente se rebela todavía contra los caprichos del destino; en realidad no creo que haya mucho que no sepas, presiento que no has estado tan lejos como se te suponía.”

“Gabriel, sabes que yo no existo, no en el sentido de ser real. La única razón por la que estoy aquí es porque tu mente me ha reclamado en un momento muy, muy especial. No, no me has creado tú, soy yo misma, pero no soy yo. Lo entiendes, ¿verdad? Sí, sé que lo entiendes. Por eso, por favor escuchame, ¿quieres?” – otra vez esa coletilla que le desarmaba por completo .- “Escúchame como nunca antes lo has hecho”.

¿Había vehemencia en sus palabras? No podía decirlo realmente, pero desde luego él escuchaba con toda su alma, como si en ello le fuera el resto de vida, de una vida que por lo visto ya no tenía.

– “Realmente no hay nada ni nada importa tampoco. Sólo queda lo que somos, cada uno en nuestros mundos del recuerdo, de un recuerdo primero compartido y luego disociado, que no podrá ser ignorado pero, y por favor presta atención, tampoco revivido. Si yo soy tú y tú eres yo, de ello no nos servimos más de lo que lo hacemos del hecho de ser nosotros mismos, los únicos que nos tenemos para siempre y sin condiciones de contorno. Cuando existimos lo hacemos sin estarlo involucrados con las razones del designio que nos quiso entrelazados y que permitió nuestra separación. Somos como robots ciegos y ovejas mudas en un campo de pruebas, y sin otra plausible elección. Somos fraguas sin fuelles, forjas sin yunques, fuego sin aire, o como tú mismo decías entonces, vivimos en un tiempo sin espacio, a través de lugares sin momento. Claro que no he estado tan lejos; al contrario, siempre me has llevado contigo porque eres todavía lo que fuimos y me has vivido diariamente en tu evolución. Sin embargo, ahora es cuando por fin todo se detiene”.

Aquella definitivamente era Raquel, la misma que siempre fue y que seguía preservada en su memoria. Aquella, definitivamente era él también, entendido de forma clara y meridiana por fin; tal vez tarde pero no demasiado, aún a tiempo para reencontrar esa añorada paz en el último instante de cordura que le quedara aún.

Pero también entonces, empezó a verla de una forma distinta a todas aquellas manifestaciones por las que había pasado, en los años de su evolución juntos primero, y posteriormente solo. Sus ojos no habían cambiado, pero su mirada sí. Tenía un inquietante aspecto de distanciamiento que le distraía y preocupaba, que no le dejaba pensar bien. Al mismo tiempo sospechó que sus dificultades bien pudieran ser una consecuencia de un estado hipnótico en el que le hubiera sumido ella, como con un hechizo de luna que regresara del pasado en el momento en el que el futuro se acaba para siempre…

Su silueta se difuminaba lentamente. Primero fueron sus contornos, luego los colores sobrios del estampado de su vestido. Sus manos ya no se movían de forma grácil y suave, sino a tirones, como si estuviera viéndola en una película a la que le faltaran trocitos de celuloide y las escenas se sucedieran a trozos. Sólo su sonrisa y sus ojos permanecían enfocados fija y nítidamente en él, proporcionando un cálido entorno protector, un refugio y santuario donde poder terminar en paz.

Y cogiéndola de la mano, doblaron juntos la esquina final de sus paseos, sin dejar de mirarse ni cuando las lágrimas se evaporaban junto a sus entrelazadas vidas.


V. A modo de desenlace.

Entre destellos y sirenas se encontraban los retorcidos hierros del coche accidentado, casi irreconocible por el fuego y la colisión sufrida. Esparcidos por el pavimento estaban diversos efectos de difícil identificación, como piezas de un rompecabezas diseñado por un destino bromista que utilizara sus artimañas por última vez.

–“Posiblemente la causa del accidente haya podido ser el estado del piso deslizante, dadas las bajas temperaturas reinantes a esas horas de la madrugada, y a que la lluvia caída se había helado rápidamente. Habría que leer el informe final para saber más detalles, tras la correspondiente investigación pericial”.

“Por lo visto viajaba solo, tal vez se durmiera al volante”.

El que hablaba era el inspector de tráfico, personado en el lugar para supervisar el atestado. Era su ayudante quien le respondía.

– “Es extraño, según testigos del bar en el que se detuvo a tomar un café, salió de allí en compañía de una mujer. Los mismos testigos afirman que entraron los dos al coche y que se marcharon juntos en él”.

– “¿Cual era su nombre?”

– “El vehículo estaba registrado a nombre de un tal Gabriel M. Canes. Por cierto que no concuerda con las iniciales grabadas en el móvil que encontramos en la guantera. Debe de haber sido la única cosa que no se ha calcinado por completo en el coche; menuda hoguera, no ha quedado rastro de nada más, debía de tener el depósito lleno a tope”.

– “Ya veo, la primera es una erre, y tiene una de más. ¿Tal vez fuera sólo un alias?”

– “No lo creo, en mi opinión tendremos que comparar los datos dentales del cadaver con los del archivo de ese Canes; tal vez no fuera realmente él…”

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