El día que me decidí a entrar en la asignatura de Semiótica me encontré con que era la última clase del semestre. La profesora preguntó si teníamos alguna duda. Yo tenía muchas, pero eran demasiado existenciales como para que aquella señora pudiera ayudarme. ¿Dónde se me había ido el tiempo? ¿Por qué estaba estudiando esa carrera que no me interesaba en lo más mínimo? ¿Qué estaba haciendo con mi vida?
Me encontré a Luisa en el pasillo con cara de no saber a dónde iba. Cuando le dije que se había acabado el semestre ella tampoco se lo creía. Fuimos a reprografía a por apuntes, pero el sonido de las máquinas fotocopiadoras nos desmoralizó de inmediato y nos fuimos dejando atrás a aquella multitud desangelada que llevaba horas esperando el turno.
Bebiendo de una lata de Coca-Cola en el jardín de la universidad, pensaba en todas las historias que me gustaría escribir, pues la literatura se me antojaba la única escapatoria posible a aquella inanidad insoportable. Y mientras pensaba, escuchaba a Luisa y sus palabras me parecían un fascinante despliegue de técnicas narrativas: intertextualidades, prolepsis, monólogos interiores, flashbacks inesperados; ni Cortázar en sus mejores cuentos. El funcionamiento de la cabeza de esa chica era un misterio insondable. Vivía inmersa en un universo pop, en el que llevaba años preparando un fanzine cuyo primer número todavía no había visto la luz. De tanto en tanto su flequillo asomaba al mundo exterior y la chica intentaba compartir con nosotros su entusiasmo por algún oscuro artista del que nadie había oído.
Ahora me hablaba de Wilson Star. Había alucinado al enterarse de que tocaba en nuestra ciudad. ¿De verdad iba a dar un concierto en el Cristal Oscuro? Llevaba años siguiéndolo, tenía todos sus discos. No podía creerse que lo vería en directo. En el concierto había cuatro gatos, pero fue increíble. El dueño del bar los presentó después. Se pusieron a hablar y conectaron totalmente. Les gustaban los mismos grupos. Al cantante le sorprendió especialmente que Luisa conociera a Anabelle Foulard, una artista francesa de los años 50 que le tenía fascinado.
Después de aquella noche, Wilson se quedó algo colgado de ella. Le mandaba SMS. Le avisaba cuando iba a tocar a menos de 1.000 kilómetros de distancia. Pero la vez que volvieron a verse ya no fue lo mismo. Aquella tarde, Luisa lo vio como un señor mayor, una piltrafilla azulada que no sabía ni de qué hablar con ella. Lo único que le despertó fue pena. Enseguida se dio cuenta de que no quería nada con él.
En el disco siguiente le dedicó una canción. La letra hablaba de una chica dulce que había conocido. Se llamaba Luisa y nos gustaban los mismos grupos, decía la canción. Sentimos el latir nuestros corazones, viajamos a lugares donde nunca habíamos vivido. La vida sigue en su pequeña ciudad, la vida sigue y no estoy decepcionado.
—Debe de ser increíble que un músico que admiras te dedique una canción.
—No mola tanto.
No entendía por qué había tenido que poner su nombre en la letra.
Una tarde Julio Ruiz puso la canción en Radio 3. Me pareció nostálgica y hermosa, con un punto naive. Comprendí que Luisa se hubiera enamorado de aquel sonido. Wilson Star era sevillano, pero escribía como si hubiera sido compañero de pupitre de John Lennon. Hablaba de amor y alegría juvenil como si viviera en un mundo imaginario de películas de Super 8 y fiestas con surfistas.
Había querido dejar constancia de aquel encuentro, contar su versión de la historia. Entiendo que a Luisa le molestara. Al final sería esa canción y no otra cosa lo que quedaría. La gente cantaría su nombre en los conciertos, se preguntaría quién había sido aquella chica que le había hecho soñar. Alguno diría: era una groupi que le seguía a los conciertos, una que le robó el corazón y luego lo dejó tirado.
Pero quién soy yo para criticarle. Lo mismo que hizo él, lo estoy haciendo yo ahora al escribir sobre lo que me contaste aquel día en la cantina (porque en realidad no estábamos en los jardines de la facultad bebiendo Coca-Cola). Por algún motivo, quiero rememorar aquellos momentos que forman parte de mi vida, aunque al volver al pasado lo encuentre lleno de huecos que acaba rellenando la imaginación.
Pero a ti te da igual lo que pueda ganar yo capturando recuerdos, momentos que, a fin de cuentas, son mentira. Igual que no te reconociste en la canción, tampoco lo harías en este relato. No fue así, me dirías, y la próxima vez pídeme permiso antes de ponerte a hablar de mi vida. Menuda caradura tenéis todos.
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