Todos tememos a la muerte. Desde niños, cuando comprendemos que el final es inevitable, se instala en nosotros esa sombra persistente que llamamos miedo. Vivimos, crecemos, y, aunque tratemos de ignorarlo, el temor a lo desconocido se infiltra en cada rincón de nuestra existencia.
La muerte es el último gran misterio. Pero en el instante en que finalmente se cierne sobre nosotros, algo cambia. En el último suspiro, cuando sentimos que la vida se escapa de nuestras manos como arena entre los dedos, el miedo desaparece.
No es que hayamos sido vencidos. No es conformismo ni resignación. Es otra cosa.
En ese preciso momento, al borde de la frontera que separa la vida de lo que sea que venga después, se revela una verdad que las palabras nunca podrán captar completamente: estamos preparados. En el último aliento, no hay más lucha, no hay más resistencia. Simplemente nos entregamos. No porque queramos, sino porque ese es el ritmo natural del universo, la danza a la que todos, en algún momento, estamos llamados.
Es parte de la vida misma. Nacemos, vivimos, y, llegado el momento, dejamos de estar. Y aunque en vida la muerte parece un enemigo que acecha, en la frontera misma, se convierte en un acompañante silencioso, que toma de la mano y guía hacia lo desconocido con una tranquilidad insospechada.
Quizás no sea el final, quizás sea un nuevo principio, pero en esa transición final, cuando la vida se nos es arrebatada, lo entendemos: no hay nada más que hacer que estar, ser. Y en ese estar, por primera vez, no hay miedo, sólo paz.
Tal vez ahí, justo en ese último suspiro, cuando todo lo que creímos sólido se desvanece, entendemos que la vida y la muerte son solo dos partes de la misma cosa. Lo que antes nos aterraba, en ese instante crucial, ya no tiene poder sobre nosotros.
Es la naturaleza del ciclo. Un ciclo al que todos, sin excepción, pertenecemos
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