Gustavo se ha detenido al fin, exhausto, en una calle estrecha y desconocida. Aún resuena el eco de sus propios pasos mientras intenta, entre jadeos, recuperar el aliento. Con ansiedad observa por encima del hombro. A tropiezos reanuda la marcha y trata de alejarse aún más. Cuenta otras cinco, seis cuadras, antes de detenerse nuevamente. Tose entre bocanadas de aire y contempla los papeles estrujados en sus manos. Los extiende para examinarlos. Las firmas están ahí, al pie del verbo judicial inescrutable. Una mácula parda y orbicular en la esquina inferior de la primera página le revela que son los originales.
Un ruido cualquiera lo sobresalta. Busca a sus espaldas, inquieto. Escupe y vuelve a emprender su carrera frenética hacia ninguna parte.

***********************************************************************
Fidel cierra los ojos por un largo instante. Por encima de los párpados cerrados se masajea los ojos de conjuntivas enrojecidas y, sin haber encontrado alivio alguno a su cansancio, vuelve a mirar. A través de una cortina de humo con olor a malos cigarros se traslucen los rostros impasibles de los hombres al otro lado de la mesa de juego. Busca en los gestos contenidos un parpadeo, un chasquido de labios, alguna seña ínfima que le permita adivinar la suerte detrás de las cartas.
Don Pedro es el primero en exhalar un bostezo poco discreto. ¿Es un full? ¿Un par de ases? ¿Una mano muerta? No… el viejo sólo está cansado y medio muerto de sueño. Son las tres de la mañana y las fichas multicolores se han ido amontonando al centro de la mesa cubierta de vasos vacíos y de colillas humeantes que perforan el plástico pintado.
Fidel ha agotado su repertorio de tácticas aprendidas en años de noches insomnes y victorias efímeras, pero esta noche el azar sólo parece favorecer el modo parsimonioso y desprovisto de toda emoción con que don Pedro escoge sus naipes y decide sus jugadas.
Velásquez se pone de pie con brusquedad y lanza sus cartas sobre la mesa.
– No voy.
Luego, arrastra su sombrero del aparador y se dirige a la puerta. Dirige una última mirada de pesar a sus fichas, antes de murmurar alguna despedida y salir rumbo a la calle y a la ruina.
Fidel y el viejo Pedro Mosquera se quedaron solos. Afuera, el silencio de la hora azul era roto sólo por una música lejana y el aullido lastimero de algún perro encerrado.
– Ándate a tu casa, paisano-. Sentenció don Pedro, rascándose la cabeza.
No hubo agresión en sus palabras, sólo hastío y ganas de terminar con todo, irse a su pieza y meterse a la cama con la bolsa de agua caliente.
Fidel sin embargo siente cada palabra como una cachetada alevosa, como una burla que acentúa la humillación de regresar a casa sin un centavo y debiendo. Contempló lleno de furia el rostro de piedra del viejo, impasible. En un impulso puso el maletín sobre la mesa y extrajo los papeles engrapados.
– ¿Contra mil quinientos? –resopló el viejo mientras barajaba, un poco harto.
– Contra eso y todo lo demás –respondió Fidel Paucar, empujando las fichas con el dorso de su mano y poniendo los folios encima.
El muchacho abre la puerta de pronto. Se había cruzado con Velásquez y éste lo dejó entrar. Su presencia llegaba sin anunciarse. Miró el gesto sorprendido y casi avergonzado de su padre. Miró al viejo, que se restregaba las legañas y bostezaba. Pero sobre todo, miró los papeles arrumados encima de las fichas, al centro de la mesa.

***********************************************************************

¿Qué sucede en el cerebro de un ludópata cuando empieza a jugar?
El vicioso sabe por experiencia –una experiencia pagada en múltiples cuotas que siempre suman una cifra exorbitante– que, antes o después, va a perder. Sabe que en un azar de cien a uno no tiene oportunidad. Pero escoge creer.
Hay algo de religioso fanatismo en él, para sentirse de entre todos los hombres el elegido por la fortuna. El vicioso escoge la perdición con la sonrisa idiota del que se aferra a lo extraordinario.
Fidel entró a lo de don Pedro tras haber duplicado lo que restaba de la herencia en las máquinas de la avenida la Colmena. Venía esa tarde, como muchas, perdiendo con regularidad hasta que en un arrebato cambió los últimos quinientos en monedas de sol, y en la máquina más cara, le salió un royal.
Con un engañoso sentimiento de confianza y animado por el aplauso de otros dos desgraciados, enrumbaron al distrito de la Victoria, a la casita deslucida frente a un depósito de llantas y al conocido sótano del viejo, que como todos los jueves se encontraba esperando incautos mientras vaciaba una botella de quebranta.
-¡Esta vez yo reparto, don Pedro- exclamó uno de los acompañantes mientras acercaba una silla de paja para acomodarse.
-Como tú quieras, sobrino- se encogió de hombros el viejo.

***********************************************************************

La comida espléndida se enfriaba sobre la mesa pero nadie se animaba a empezar. Fidel había conseguido lo que en años no había podido: convocar a toda la familia a una reunión. Faltaban un par de primos que cómodos en el extranjero, manifestaron poco interés en acudir e hicieron llegar sus excusas por mensaje de texto. Faltaba también el muerto, pero a él ya no le tocaba formular excusas de ninguna clase. Por lo demás, habían cumplido con acudir sus tres hermanos y sus respectivos hijos y esposas. Habían sacado las mesas al patio; las habían juntado y cubierto con los manteles que encontraron. Aun así, los niños más pequeños tuvieron que ser dispuestos en sendos taburetes de madera, con sus platitos en las rodillas.

Habló primero doña Flor. Sus palabras de bienvenida incluyeron gracias al altísimo por la presencia y la salud de los presentes así como disculpas por Fidel, su esposo y el mayor de los hermanos, cuya conducta en años pasados había contribuido no en poca medida a que el resto de la familia no tuviera a bien visitarlos. Fidel escuchaba todo mirando al centro de mesa, sobándose el bigote cerdoso como hacía siempre que se le reprochaba alguna cosa. Después tomó la palabra él.

Levantó su copa y se tomó unos segundos para olfatear el contenido. Carraspeó. Varias de las palabras que tenía pensadas las acababa de decir su mujer, y las que quedaban le resultaban vanas, inoportunas. Perdón, dijo finalmente. Perdón por las amanecidas, por las ausencias prolongadas, por los préstamos impagos. Volvió a pedir perdón, ya medio quebrado. Su hijo mayor acudió junto a él para sostenerle la copa, que estaba por caer de sus manos en cualquier momento. Gustavo había venido al mundo mientras su padre cobraba un póker de reyes que perdió minutos después para, sin dinero en el bolsillo, correr a la asistencia a exigir la atención gratuita que el estado debe a los desamparados. Hoy tenía dieciocho años y veía con incredulidad el rostro de su padre, colorado y compungido. Gracias por estar a mi lado, logró articular. Hablaba un poco para su hijo, un poco para el resto de su familia.
– Hoy es un nuevo día- Dijo finalmente, levantando su bebida. –El viejito se nos fue hace ya un mes y todavía lo extrañamos. Lo extrañaremos siempre, lo que quede de nuestras vidas. –Uno de sus sobrinos pequeños pidió algo en voz alta, su madre lo calló con un gesto severo –Les aseguro que hoy soy un hombre nuevo. Y que haré todo por merecer su cariño, y el de nuestro difunto padre. Gracias por estar aquí –terminó, desencajado- Gracias…

Se confundieron sus hermanos en un abrazo superlativo. Gustavo y su hermano menor se sumaron a la algarabía y se colgaron de su padre. Sus cuñadas se le acercaron y le obsequiaron con más cariños y parabienes.
Doña Flor se mantuvo en todo momento a unos pasos del tumulto, imperturbable. Miraba hacia la calle, paladeando el vino amargo. El viento jugueteaba con las hojas marchitas y caídas de los árboles. Las arrastraba hacia el fondo de la calle en una danza azarosa, como barajándolas.

***********************************************************************

En el despacho frío y aséptico Fidel García espera. Acomodado en un sillón con tapizado de cuero observa los artículos de escritorio distribuidos en una simetría exasperante. En el centro de todo, resaltaba el cartelito con el nombre del abogado escrito en letras formales de rebordes perfectos.

Aún le duele un poco la cabeza, a la altura de las sienes. Fidel vive trasnochado desde que volvió a perder el trabajo hace ya tres semanas. Anoche se sobrepasó, incluso para la creciente valla de lo que para él significaba sobrepasarse. Había empezado después del almuerzo, en uno de los billares frente a la UNI, bola ocho a sol, sólo para pasar el rato. Anochecía cuando Gustavo lo fue a buscar y él dijo quince minutos nomás hijo, apenas terminemos esta minga y ordenó al chico que se fuera. A las diez dejó el taco y con un conocido enrumbó a las máquinas, donde las ganancias estuvieron subiendo y bajando con el habitual ritmo tintineante hasta que a medianoche perdieron todo, los botaron a las dos por escandalosos –hay que esmerarse, realmente, para hacerse botar por escandaloso de uno de los piojosos casinos de la avenida Habich– y amanecieron tomando ron con gaseosa en las canchitas del parque grande, apostando al crédito penales tambaleantes pateados con un cuero desinflado que por ahí se encontraron.

Fidel se masajea los párpados, que le pican horrores, cuando entra finalmente el letrado. Se trata de un tipo atildado, pulcro, sin un pelo en la cara. Ha llegado a la hora exacta y pone los papeles en la mesa para darle curso al asunto, pues es evidente que tiene mucho más que hacer. El contraste entre ambos hombres es absoluto.
-Fidel García Arrivasplata- pronuncia. Fidel asiente a la mención de su nombre completo. El abogado no dice mucho más. Escoge algunos folios del montón, constata firmas, toma un sorbo de su café humeante y sin darse cuenta coloca la taza encima de uno de los documentos. La retira casi de inmediato y exclama, con media sonrisa.
– ¡Ah!… ¡Aquí estaba!
Se lo tiende a Fidel. Él examina el argot jurídico sin entender mucho. Llega a identificar su nombre y el de su anciano padre. Reconoce la dirección del inmueble. Mira finalmente la mancha semicircular de café que ha quedado en una esquina del documento y que se trasluce hacia las hojas subyacentes. La señala al notario, a quien no parece importarle un rábano.
– ¿Son ésas la firma suya y la de su padre?- preguntó. Una vez Fidel asintió, el tipo selló cada una de las páginas y rubricó los sellos con su propio garabato. -¿Cuánto tiempo de vida le queda al señor?- preguntó de inmediato y sin ningún tacto. Miró su reloj y miró a Fidel. Lo encontró harto confundido, por lo que tuvo que agregar –¿Así… aproximado?.
– Mi padre está muy mal- trató de articular Fidel García -…pero no tengo una fecha exacta.-dijo. Se sintió un poco cruel, un poco culpable de no poder responder a la pregunta brutal del abogado, que palmoteó levemente, fingió armarse de paciencia y le indicó:
– No se preocupe, don Fidel. Nos lo tomaremos con calma. Los papeles están en orden y no bien… suceda, póngase en contacto para tomar posesión.
Una despedida apresurada y Fidel se vio fuera del consultorio a los pocos segundos, escoltado por una secretaria correcta e igualmente apremiada. En el ascensor rumbo a la salida del edificio sacó los papeles del sobre donde se los habían entregado. Los leyó con mayor atención, esta vez logrando entender lo indispensable. El reparto había sido poco equitativo, se habría molestado si dicha diferencia no estuviera a su favor. De los cuatro hermanos era el que se quedaba con la casa. Al resto se le había destinado algo de dinero en efectivo, un terrenito y nimiedades.

Se abrió la puerta y el sol le dio de lleno en el rostro. Lo encontró sonriente, a su pesar. Se mezclaba la pena por su padre, que había aceptado lo inevitable, combinada con un sentimiento de culpa, de no merecimiento, y a la vez un amanecer nuevo, un manojo de oportunidades que antes había tenido y desperdiciado y que nuevamente el destino, representado en el cariño de su progenitor, había puesto literalmente en sus manos.
Miró los papeles una vez más antes de guardarlos. En la esquina inferior del documento, por lo demás impecable, resaltaba la mácula imborrable de una taza de café.

Febrero del 2018

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS