Imagina un reloj, pero no un reloj cualquiera. Este reloj no marca el tiempo de la manera convencional, sino que mide la respiración del universo mismo, cada tic un latido de la conciencia cósmica, cada tac un susurro del viento que viaja por los rincones olvidados del tiempo. Este reloj no está hecho de engranajes ni de metal, sino de corrientes de aire enredadas en oleadas invisibles, que se deslizan como corrientes subterráneas entre la realidad y la ilusión.
Sus manecillas, largas como las sombras de los árboles milenarios que habitan el mundo en que este reloj se oculta, son impulsadas por el pensamiento y el deseo. Cada movimiento es un eco de decisiones no tomadas, de caminos no recorridos. El viento, siendo el aliento etéreo de la creación, impulsa sus engranajes hacia una danza lenta, serpenteante y, a veces, abrupta. Es un viento que no se siente en la piel, sino en el alma, y cuando lo percibes, no sabes si es porque estás caminando hacia tu destino o alejándote de él para siempre.
El océano interior que envuelve este reloj se extiende como una vastedad sin fronteras, y aunque es invisible, puede sentirse en el aire, en la atmósfera densa de dudas y certezas que flotan, suspendidas en un equilibrio delicado entre el orden y el caos. Este océano no está compuesto de agua, sino de los recuerdos que nunca se formaron, de las palabras no pronunciadas y de los sentimientos que no supieron encontrar un lugar para existir. Es un océano que se expande y contrae según el ritmo de las mareas de las almas que lo contemplan, un reflejo de sus propios miedos y esperanzas.
A cada instante, el reloj mide no solo el paso del tiempo, sino también la expansión y contracción de este océano, su propia quietud y tempestad. Cada ola que se levanta dentro de él lleva consigo fragmentos de historias perdidas, trozos de vidas que nunca llegaron a completarse, pero que aún vibran con una energía inacabada, como un libro cuyas últimas páginas han sido arrancadas. Este océano se alimenta de la incertidumbre, absorbe las promesas que se desvanecen y las lágrimas que nunca llegaron a caer.
Pero lo más curioso de este reloj es que, aunque parece eterno, su existencia depende de la mirada. Solo cuando alguien posa sus ojos sobre él, cuando lo contempla desde lo profundo de su ser, el reloj vuelve a cobrar vida, sus manecillas se activan, y el océano comienza a moverse nuevamente. Es como si la observación misma fuera el acto de creación que le da sentido a su ser, una paradoja en la que la conciencia del otro define su realidad. Sin esa mirada, el reloj se detiene, el océano se congela, y el tiempo, en su forma más pura, se disuelve en el vacío.
El viento que da vida a este reloj no tiene un origen físico. No surge de una tormenta en el horizonte ni de los cambios de temperatura que perturban la calma de los días, sino que es una exhalación del universo mismo, una liberación de energía acumulada en los espacios entre las estrellas. Cada ráfaga es una pregunta sin respuesta, cada susurro, una hipótesis no confirmada, que se desliza a través del cosmos, buscando reposar en la conciencia de aquellos que aún buscan algo que no saben nombrar.
Es un viento que solo puede ser sentido por quienes están en sintonía con la duda, los que se mueven en las penumbras de sus pensamientos, siempre en un equilibrio frágil entre lo que es y lo que podría haber sido. Este viento etéreo atraviesa barreras, cruza dimensiones, y encuentra su destino en el corazón del reloj. No empuja, no arrastra; simplemente lo envuelve, lo rodea como un abrazo que lo guía hacia un destino que desconoce.
El océano interior no es un cuerpo de agua tangible, aunque su presencia es ineludible. Es un océano de emociones no vividas, de memorias que nunca llegaron a completarse. Es un espacio vasto, sin límites, donde las olas no rompen contra costas de arena, sino contra las murallas invisibles del subconsciente. En este océano flotan las sombras de palabras que nunca llegaron a pronunciarse, las sombras de personas que cruzaron por nuestras vidas, pero nunca se quedaron, como barcos a la deriva que nunca encuentran puerto.
Es un océano de potenciales perdidos, de momentos que podrían haber sido, pero que se desvanecieron en el eco de decisiones que no se tomaron. A veces, las olas de este océano son suaves, casi imperceptibles, apenas un murmullo en el borde de la conciencia. Otras veces, las olas se alzan violentas, como si quisieran romper las barreras del tiempo, devolver al presente aquello que el pasado dejó incompleto. Pero el océano siempre vuelve a calmarse, arrastrando consigo esos restos de recuerdos a sus profundidades insondables.
Es aquí donde el reloj y el océano están entrelazados de forma inseparable. El tiempo que mide el reloj no es lineal; no es una simple progresión de segundos, minutos y horas. El tiempo aquí es fluido, como las corrientes del océano. A veces se acelera, otras veces se detiene por completo, como si el universo mismo tomara una pausa para contemplar su propia creación. El océano se rige por estas fluctuaciones, y sus mareas responden a los cambios imperceptibles en el ritmo del reloj.
El reloj y el océano existen en un estado latente, suspendidos entre la realidad y la posibilidad, hasta que alguien los observa. En ese instante, cuando una conciencia se posa sobre ellos, el reloj comienza a funcionar y el océano se agita. Es como si la existencia de ambos dependiera de la mirada de un ser consciente, de alguien que, al observar, les da forma, los moldea según sus propios pensamientos y emociones.
El observador no es un simple espectador; es un creador. Cada mirada que cae sobre el reloj y el océano los transforma, cambia su naturaleza, les da un nuevo propósito. Es como si el reloj y el océano fueran espejos de la mente del observador, reflejando no solo lo que es, sino lo que podría ser. El tiempo y el espacio, la memoria y el deseo, todo se entrelaza en un tejido de posibilidades infinitas, donde cada tic del reloj es una decisión tomada, y cada ola del océano es una emoción experimentada.
Pero el observador también está atrapado en este ciclo. Al mirar el reloj, al contemplar el océano, se convierte en parte de ellos, en una extensión de sus corrientes y sus ritmos. Ya no es un ser separado, sino un hilo enredado en la trama del tiempo y el espacio. Cada pensamiento, cada sentimiento que tiene, reverbera en las profundidades del océano, provocando olas que arrastran consigo recuerdos que ni siquiera sabía que tenía. Cada mirada que lanza al reloj lo acerca un poco más a su propio destino, aunque nunca pueda estar seguro de cuál es ese destino.
¿Qué ocurre cuando el reloj finalmente se detiene? No es un final en el sentido convencional, porque el tiempo, tal como lo conocemos, no tiene poder en este lugar. Cuando el reloj se detiene, no es porque el tiempo haya terminado, sino porque el observador ha dejado de mirar. En ese momento, el océano también se calma, sus olas dejan de agitarse, y todo se sumerge en un silencio profundo y absoluto.
Es un silencio que no es vacío, sino lleno de potencial. Es el momento antes de la creación, antes de que el universo respire de nuevo y el viento vuelva a soplar. Es un momento de pura posibilidad, donde todo puede ser, pero nada es todavía. El reloj y el océano esperan, suspendidos en la quietud, hasta que una nueva mirada los despierte, los impulse de nuevo hacia la vida y el movimiento.
Pero, mientras tanto, en ese breve instante de quietud, el universo se toma una pausa, contempla su propia creación, y espera a que el viento vuelva a soplar.
La metáfora de esta historia es una reflexión sobre la naturaleza del tiempo, la conciencia y la posibilidad. El reloj simboliza el ritmo de la vida y el universo, movido no por engranajes mecánicos, sino por las decisiones no tomadas y los pensamientos no expresados, mientras que el océano interior representa las emociones y recuerdos no vividos, las oportunidades perdidas. Ambos están inertes sin la observación del ser consciente, lo que subraya que la realidad y el tiempo solo cobran vida cuando son percibidos, mostrando que el ser humano es el creador de su propio destino a través de su percepción y elección.
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