Abrí los ojos y el olor a día fue tan pútrido como siempre. El silencio sonaba y lastimaba mis oídos, y la luz que se metía por entre las persianas dolía casi tanto como la realidad del porvenir. Recordé haberme acostado convencida de que el mañana traería cosas buenas, por alguna estúpida razón.
Bajé mi mano y la metí en mi pantalón, pasando por los vellos que adornaban mi entrepierna y pensé que hacía muchos años no estaba así de peluda. Acaricié mi clítoris para sentir algo bueno y cerré mis ojos por unos segundos. Pensé en muchos manes, pero no en mi novio. ¿Para qué pensar en lo que ya tengo? Me sentí en paz los segundos que duró el orgasmo y después me sentí vacía. Y vacía era el objetivo. Todo lo que llena, llena mal. Hasta la verga de ese tarado que quiero por alguna razón. Abrí mis ojos, giré la cabeza y vi la hora. Me puse de pie, porque creo que la gente hace las cosas de pie, y pensé qué haría ese día. Nunca hubo cuestión más difícil.
Me preparé un café con leche y le respondí al intenso ese que se hacía querer de alguna manera. Llevaba ya 6 días de retraso y la idea de tener un parásito robándose la mitad de mi café me sacaba de quicio, así que me lo tomé apretando con fuerza mi estómago. Tratando de impedir el paso. Me reí de mi maldad estúpida y me fumé el primer cigarro del día. ¡Ahógate, indeseado!
Bueno, y ¿ahora qué? Cagar. Tenía que cagar. Quise cagar el feto que en mi cabeza ya era un hecho y tenía cara y personalidad, pero no salió más que mierda. Tanta, tanta mierda. Solo mierda. Qué poético. Me paré de la tasa y me miré al espejo. Qué bonita que era. Sonreí. Tanta belleza echada a perder. ¿Por qué tenemos la capacidad de ver lo lindo en un mundo plagado de fealdad? Me pareció injusto. Quise llorar pero no tenía agua en mi cuerpo. O de pronto no tenía sal. O lo otro que hace las lágrimas. Quizás no tenía alma.
Salí de casa a eso de las 12 porque si bien la casa huele mal en las mañanas, quema en las tardes. Callejié un par de horas fumando cigarrillos y sintiendo las miradas de los hombres abrir huecos en mi culo. Muchos me chiflaron, otros me hablaron y uno me rosó las tetas cruzando la calle. Cuando llegué al bar mi vagina estaba tan mojada como piedra de río. Caí en cuenta que mi cuerpo sí debía tener agua entonces, y esta realización me dejó pensando una absurda cantidad de tiempo.
Me senté en la mesa de dos tipos gordos y cuarentones que hablaban casi gritando, y les dije que quería un dry Martini. Eran tan perfectamente estúpidos y simples. No como el asquerosamente complicado de mi novio. Mi novio, ¡mierda!. Le respondí las babosadas que me había escrito y seguí hablando (si es que se le puede llamar así a tal interacción) con mis repugnantes bellezas.
El Martini me sentó tan bien, y no solo porque servía como veneno para la paria que había llamado Simón. Sentí mis cachetes enrojecer. Mis acompañantes me hablaban de sus carros y sus casas. De sus farras y de todas las perras que se habían comido. Y si bien tenía absoluta certeza de que la mitad de lo que me decían era basura, me sentí privilegiada de poder ser una más de esas perras. Uno era gordo y feo, el otro solo gordo. Pero el feo era más burdo. Más guache. Más hombre. Le toqué la pierna y le pedí otro Martini.
Llegamos los 4 a la casa de alguno de ellos a eso de las 9 de la noche, después de cambiar de bar un par de veces, y le dije a Simón que esa noche iba a morir y sentí curiosa tristeza. Entendí que nunca quise a nadie más que al mal(no)nacido. Decidí que iría a misa al día siguiente a orar por él y pedí un trago.
Todo daba vueltas y vueltas y vueltas. Las cosas se veían borrosas y las voces de mis dos machos se mezclaban entre ellas, así como quería que sus vergas lo hicieran dentro de mí. Tenía miedo y quería rendirme en los brazos de mi novio. Pero no quería al mismo tiempo. Amor y compañía y promesas y expectativas y futuro eran cosas que no iban conmigo. No van con nadie, pero los demás son ciegos y testarudos. Yo no. Yo soy linda y puta. Y vaya si estoy buena. Soy libre, creo. No sé. Pero tenía miedo. Mucho, mucho miedo.
Y cuanto más miedo mostraba, más agresivos se mostraban los dos hijos de puta que iban a abusar de mí. Cuando ya estaba completamente paralizada por el miedo y el licor, bajé mi copa y supe que me violarían. Lloré y recordé mi teoría del agua, milagrosamente. Y sonreí. Por eso y porque por fin me haría mujer.
Mientras hacían de las suyas con mi pequeño y delicado cuerpecito sentí más dolor, más miedo y más orgullo que nunca. Quise que sus vergas fueran lo suficientemente grandes para matar a mi bebé a golpes. Apenas podía mantenerme despierta y tuve que vomitar un par de veces. Cosa que hacía que mis verdugos me golpearon e insultaran. Sabía que merecido lo tenía, pero aún así me sorprendió la maldad de la que es capaz el hombre. Hombres, hombres. Gracias.
Desperté semidesnuda en la habitación de un motel. Mi cuerpo lleno de moretones y mi vagina de semen. Me dolía todo menos el corazón. Tomé mi panza con ambas manos y quise que Simón hubiese sobrevivido. Y nunca quise nada con más fuerza. Ya estaba lista.
– T
OPINIONES Y COMENTARIOS