El Espejo de la Vanidad

La vanidad es el espejo en el que el arte se refleja. En el estudio del artista, un espejo antiguo de marco dorado dominaba la pared. Su superficie no reflejaba solo; parecía absorber la luz y la vida misma, susurrando secretos de épocas pasadas. Frente a él, Lady Lilith posaba, su belleza etérea, casi sobrenatural. Su cabello, una cascada de fuego líquido, cambiaba sutilmente de tono con cada movimiento, como si tuviera vida propia. Sus ojos, verdes como esmeraldas recién pulidas, contenían universos enteros y el eco de otros artistas que habían sucumbido a su encanto.

El artista, Dorian, trabajaba febrilmente. Cada pincelada era una batalla entre la realidad y la ilusión, entre lo tangible y lo efímero. Sus manos temblorosas por una emoción innombrable. «¿Era fascinación? ¿Miedo? ¿O algo más profundo y peligroso?», se preguntaba. Recordó las palabras de su mentor: «El verdadero arte exige sacrificio».

—Cuéntame, Dorian —susurró Lady Lilith, su voz como seda sobre acero—, ¿qué ves cuando me miras?

Dorian pausó, el pincel suspendido en el aire.

—Veo… el infinito —respondió, su voz apenas audible—. Veo la belleza que trasciende el tiempo, pero también la fragilidad de nuestra existencia.

Lady Lilith sonrió, un gesto que no llegó a sus ojos.

—¿Y no es esa la esencia del arte? Capturar lo eterno en lo efímero.

Mientras hablaban, el espejo pareció cobrar vida. Un susurro etéreo emanó de su superficie: «Dorian… únete a nosotros». El artista retrocedió, sobresaltado. Las sombras en el estudio se alargaron, danzando en los bordes de su visión. El aire se volvió denso, cargado de posibilidades y peligros.

Con cada trazo del pincel, Dorian sentía que una parte de sí mismo se transfería al lienzo. Y con cada mirada al espejo, Lady Lilith parecía cambiar sutilmente, como si el cristal estuviera bebiendo su esencia.

—¿Sabes por qué te elegí, Dorian? —preguntó Lady Lilith, levantándose del diván con un movimiento fluido que desafiaba la física—. Tu pasión, tu búsqueda de la belleza perfecta… eres el lienzo ideal para mi obra maestra.

Dorian, sintiendo el peligro, intentó alejarse, pero una fuerza invisible lo mantenía en su lugar. Una parte de él quería huir, pero el deseo de crear algo trascendental lo aprisionaba.

—La vanidad no es un pecado, es una fuerza —continuó ella, acercándose al espejo—. Es el deseo de trascender, de ser más que carne y hueso.

El artista se acercó al espejo, hipnotizado. En su superficie, vio su reflejo fusionarse con el de Lady Lilith. Sus rasgos se mezclaban, se transformaban, creando algo nuevo y aterrador en su belleza. Dorian sintió un escalofrío de terror y éxtasis recorrer su cuerpo.

De repente, un sonido estridente, como el crujir de mil espejos rompiéndose, llenó el estudio. Dorian intentó gritar, pero ningún sonido salió de su garganta.

—Somos creadores y creación —susurró Lady Lilith, su voz resonando desde el espejo y desde todas partes a la vez—. El arte es nuestra inmortalidad, pero toda inmortalidad tiene un precio.

Un destello cegador iluminó el estudio. Cuando la luz se disipó, Dorian se encontró solo frente al lienzo terminado. Pero el retrato no mostraba a Lady Lilith, sino a él mismo, con ojos verdes como esmeraldas y cabello de fuego vivo.

El espejo ahora reflejaba una habitación vacía, pero Dorian podía jurar que veía el movimiento de múltiples figuras en sus profundidades, sonrisas enigmáticas que prometían secretos eternos.

Comprendió entonces que había capturado más que una imagen; había atrapado un alma, y ahora esa alma lo reclamaba a él. La línea entre el artista y la obra, entre la realidad y la ilusión, se había desvanecido para siempre.

«Soy la dueña de mi propio reflejo», resonó la voz de Lady Lilith en su mente, «y ahora, tú también lo eres».

Dorian tocó el lienzo, sintiendo el pulso de una vida ajena, pero que ahora le pertenecía. El horror y fascinación lo invadieron al sentir cómo su cuerpo se desvanecía, absorbiéndose en la pintura como si fuera arena en un reloj. En el juego del arte y la vanidad, había ganado la inmortalidad, pero había perdido su propia esencia.

El estudio quedó en silencio, las paredes ahora cubiertas de lienzos similares, cada uno con un rostro diferente, pero con los mismos ojos verdes hipnóticos. Y en las profundidades del espejo, múltiples figuras danzaban eternamente, prisioneras y liberadas por su propia creación, un recordatorio perpetuo del costo de la belleza eterna.

fin

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