Autor de este artículo: Mtro. Ramón Araiza Quiroz.
El pueblo en el que mis latidos se escucharon se llama Comala. Ahí mismo estuvo Pedro Páramo hace muchos años; alguien fue en busca de él. Tengo la impresión de que todos los que son buscados van a domiciliarse a este lugar. Caminé hasta Comala entre veredas, guiado por las señas dadas por un colimense montado en su corcel albino. Así llegué con los comaltecos. Las calles empedradas y las banquetas angostas del pueblo atraen a turistas, reporteros, investigadores, escritores y a veces a individuos que sufren de olvidos. Es un poblado en el que se respira el olor a tierra mojada, a pan recién horneado: bonetes, cuernos, virotes y empanadas. Un municipio dominado por el color blanco de sus casas, tejados rojizos y una fina tranquilidad más que hospitalaria.
Está en un rincón del occidente de México: el país del millar de sitios pintorescos, tierra azteca, del tequila y del mezcal; tierra matizada por el vigor de sus pobladores, lugar de sombras turquesa y de cerros que rodean su territorio. En Comala pude ver rostros blancos, narices chatas muy bellas, mujeres rodillonas y bajitas de estatura, mujeres que se dejan el cabello largo; muchas usan trenzas, otras se lo recogen. Había hombres que montaban a caballo, usaban sombrero, pistola en un costado y bigote bien afeitado. Vi gente que simplemente caminaba por las calles o entre los portales. Unos llevaban en la espalda sus chiquihuites de maíz, usaban huaraches y se saludaban entre sí, otros solamente llevaban sus pensamientos.
Este sitio del México de costumbres arraigadas y volcanes que dominan en lo alto –como vigilando a diario la vida de sus habitantes, embelleciendo el horizonte– ha dado al mundo mucho de qué hablar. Me recibieron como si fuera un habitante más. Mi aspecto de extranjero no les perturbó; ya están acostumbrados a ver de todo. Me hospedé en un hotel modesto. En Comala vive el famoso escritor Juan Rulfo, a quien fui a entrevistar. La gente me saludaba como si tuviera años de vivir ahí. En pocas horas me invitaron a beber tuba, tepache y tejuino con mucho hielo. A la hora del desayuno sólo bastó con hacerle una pregunta al camarero para que me narrara la historia de cada metro cuadrado que pisé.
Allí todos se conocen. Nadie camina con rapidez, el tiempo está regulado por la gente, y el que se da prisa para algo no falta quien le detenga para recordarle que no se vive a la carrera. Se le dice que cada actividad tiene ya un tiempo establecido y es una ley que se debe respetar. Nadie se molesta porque se lo recuerden; hasta agradecen que lo hagan, entonces bajan la velocidad de su paso y se incorporan nuevamente a la vida en armonía. Son reglas no escritas que pertenecen a esta comunidad. Noté que el viento soplaba distinto, que acariciaba mi cuerpo, me llevaba de la mano a cualquier destino. El viento era noble, tierno y hasta inocente. No era un viento que desgarrara las prendas o alborotara los cabellos. Era un viento limpio que oxigenaba los pulmones y refrescaba el alma. Si pudiera ver la silueta de ese viento no me sorprendería que fuera la silueta de una bella mujer.–Disculpe. ¿Cómo se llega a la casa de Juan Rulfo?–¿Ve usté a esas doñas sentadas en sus sillas de tijera? Conocen a todo el pueblo y le dan santo y seña de cada alma. Esa es su única obligación en todo el bendito día: mirar a los que pasan frente a ellas, usté me entiende, pos criticar al prójimo. Le aconsejo que las escuche con atención, tienen lo que se llama un don de ojos y sólo Dios sabe lo que pasa por sus mentes. Hablan y hablan, aunque a veces dicen puras nangueras.–Sabré agradecer su consejo. Tome estas monedas amigo.–Gracias, patrón, y que Dios me lo bendiga.–Tal vez esto de las mujeres tan parlanchinas juegue a mi favor, que a fin de cuentas es a lo que vine, a escuchar qué se habla de Juan Rulfo –le comenté.–Pos igual y sí –me contestó. Caminé por el pueblo antes de ir con esas mujeres. El viento cambió. De repente resonó el eco del poder de un trueno que anunciaba la llegada de un aguacero. Me cubrí bajo un tejaván que compartí con una mujer que cargaba en su espalda un bebé bien enrollado en su rebozo.–Llegó fuerte la lluvia –inicié la conversación.–Pos así llueve aquí, a veces hasta con más enjundia.
Al principio me costó trabajo entender los modismos de la gente, pero debo admitir que me encantó la tonada. Muy pronto la corriente se agolpaba con fuerza. Hacía un ruido hueco y profundo. La gente huía a refugiarse de las gotas certeras.–¡Y usté! ¿Qué anda haciendo por aquí? ¿Vino a comprar huertas? Yo sé de unas con árboles que dan tamarindos y guamúchiles por montones.–No, no –le dije–, vine a entrevistar al escritor Juan Rulfo. La mujer se quedó callada, sacó del rebozo al bebé y lo acomodó entre sus brazos. La lluvia seguía golpeando tierra y piedras como queriendo lastimarlas. Empezaba a refrescar. La vida se había interrumpido por un momento en el pueblo. Súbitamente se escuchó un ruido que se vino pegado a los paredones hasta llegar a nosotros. Unos hombres montados a caballo y arropados con gabanes se detuvieron justo donde estábamos.–¿Dónde está tu esposo, María?, queremos recordarle una deuda que tiene con don Justino Becerra.–Anda fuera del pueblo, en la pizca, con su canasto de bejuco bien sujeta con mecapales. Luego va a llevar las mazorcas a la troje con don Felipe Aguayo –dijo la mujer. Estaba encantado escuchando, aunque no entendía todo lo que decían.
Hasta el lenguaje en esta tierra es animado, pensé. El más viejo de los hombres levantó su cara indígena, llena de arrugas, y volvió su rostro bruscamente hacia la mujer.–Dile a tu viejo que vaya con don Justino si no quiere petatearse. Porque balas traemos de sobra. ¿Edá, muchachos? Escuché la palabra «balas» y en ese instante recordé que me encontraba en tierra de machos. México puede girar hacia la alegría o la tragedia en un abrir y cerrar de ojos. Yo para estos hombres ni siquiera existía. Ninguno posó sus ojos sobre mí.–No te trambuliques con el mensaje, María. Estaremos esperando a tu marido. Hincaron las espuelas en los ijares de sus desdichados rocines y éstos salieron como endemoniados bajo esa lluvia torrencial que azotaba las banquetas y los portones. La mujer empezó a rezar. La Virgencita de Guadalupe le ayudaría a curar las llagas del corazón que le habían dejado los rancheros. La mujer palpaba nerviosa su falda y de una bolsa de papel sacó unas galletas y me dijo:–Tome, cómase unas encaladillas, son de un pueblo llamado Rancho de Villa, cerca de Colima, buenas pa’ estos sustos. Por un instante hubo un remanso de tregua, la lluvia parecía ceder, todavía se veían los relámpagos con resplandor vivísimo e instantáneo, calentando el aire circundante. La mujer se alejó corriendo, muda y sombría. No recibí despedida. La comprendí. Ante una amenaza de muerte a su marido no esperaba que permaneciera para siempre a mi lado. La lluvia había cesado. Seguí caminando de frente hasta llegar a la casa de las mujeres, las que conocen a todos en el pueblo. Toqué el zaguán hasta lastimarme los nudillos.–¡Eita, tú! ¿Qué quieres? –me asustó la voz de una de ellas. Después gritó:–¡Aquí anda un fuereño, Venustiana! La otra mujer se acercó y dijo:–Se ve decente, déjalo que pase al corredor. Me invitaron a entrar y me hicieron preguntas personales, a todas contesté bien. Más tarde hasta me ofrecieron comida en abundancia. Eran personas amables, de facciones algo toscas, de belleza escondida, muy ontológica. Mujeres fuertes, hechas para el trabajo pesado del campo. Sus miradas adivinaban mis pensamientos. Tenía razón el hombre, estas mujeres le hacían mucho caso a sus ojos, llegaban a conclusiones con el uso crítico de sus pupilas. Por momentos me sentía incómodo, pero necesitaba su información, así que ellas mandaban sobre mí.
Poco a poco me fui acostumbrando a las miradas y me relajé hasta olvidarme de sus ojos. Venustiana parecía hija de la revolución mexicana: mandona, huraña y hasta rejega. Su temperamento podría hacer volar en mil pedazos un vaso colocado a treinta metros de distancia. La hermana era Agripina, una mujer dura también, pero no tanto como Venustiana. Sentía que al pronunciar el nombre de Agripina podía describir toda su personalidad. Ella traía una falda larga y una blusa blanca, pero blanca de verdad. Sus ojos eran tan penetrantes como los de Venustiana, tiránicos, pero más bellos que los de la hermana. Pronto aprendí a convivir con sus ojos. La frase «esta es su casa» empezaba a cobrar vida. Sentía menos tenso el cuello y cada vez me lanzaba más al ruedo de la conversación. Iba perdiendo el miedo poco a poco.–Coma estos tamales de ceniza, tienen frijoles adentro y pican sabroso. Aquí hay atole. Le voy a servir un plato de pozole blanco. No te me aplatanes, Agripina, trae el molcajete con chile pa’ que se coma unas tortillas el güero y baja la botella de ponche pa’ que beba algo de nuestros orígenes. La tal Agripina montó en cólera pero hizo lo que Venustiana le pidió. No fue difícil interpretar que con frecuencia la acorralaba hasta llegar al fastidio.–¿Qué dice que lo trajo a Comala?–Vine a entrevistar al escritor Juan Rulfo. Soy periodista del The New York Times. Mire, aquí está mi credencial. Venustiana tomó la credencial, sacó sus anteojos y luego me dijo:–Se ve menos enredado en la foto, esas greñas que trae ahora no le quedan nada bien. Venustiana era de armas tomar y sus cuetones verbales mataban a cualquiera.–Aquí está el ponche. También traje nances y guayabillas para que pruebe lo que es bueno y no sus cosas artificiales de Estados Unidos. Todo está fresco, son de aquí de nuestro corral –dijo Agripina. Se sentaron a la mesa conmigo, por un instante su presencia me desequilibró. Enganché la mirada en el interior de la casa; evadiendo sus vistazos tan clavados sobre mí. El caserón olía a viejo, a hilachas húmedas, a barro. Al fondo se veía un patio poblado de yerbas, árboles de tabachín, helechos y cactus; esta casa era de puro adobe. Todo lo conocía por su nombre porque antes de ir a Comala me documenté muy bien. La lluvia se había quitado por completo. Los badajos tocaban las paredes de las campanas anunciando la siguiente misa. Se escuchaba el andar de los fieles, el sonido de los pájaros que no descansaba en las ramas de los naranjos.
Me sentía raro, pero a la vez maravillado, parecía como si hubiera quedado atrapado dentro de una historia de Juan Rulfo. Había leído libros de él; sabía perfectamente bien la razón de mi sentir. Además el viaje tan largo y sofocado quizá había minado mi deleznable humanidad, pero cada vez me fascinaba más estar en Comala.–Mira, el escritor que buscas vive en la Hacienda «El llano en llamas», no te queda tan lejos de aquí. Si te apresuras llegarás antes de que obscurezca –me orientó Venustiana.–Nosotras sabemos todo de él, pero no tiene caso que te platiquemos si vienes de tan lejos a oír de sus labios lo que quieres preguntarle. Lo único que te podemos decir es que es muy famoso, pero eso sí, de muy buenos modos. Anda, empínate el último trago de ponche y arranca carrera pa’ la hacienda. Disfruta de su conversación y no te empeñes en hacerle preguntas rebuscadas, eso cansa a cualquiera.–Gracias. Estoy muy agradecido con ustedes –les dije en mi mal pronunciado español.–Te entendemos, güerito, no pierdas más tiempo y vete por esas calles que te llevan a él. Quizá después pases unos años aquí en Comala y aprendas más español.
Salí finalmente de aquella casa, con el estómago lleno de cultura culinaria y mis apuntes en la mano. A lo lejos se veía la cúpula de la iglesia, imperiosa ante el caserío. Las campanas repicando felices y ruidosas. Había gente riendo muy divertidos, otros encaminándose hacia la iglesia. Me metí por las calles que las mujeres me habían indicado. Todos rehacían sus vidas después de la tormenta que había saciado la fértil tierra, salían a la calle a platicar. Veía personas sentadas en sillas de mimbre, otras en equipales hechos de varas entretejidas, unos con el asiento y el respaldo de cuero, otros de palma tejida, algunas mujeres tenían sopladores en la mano. La vida se veía tan fácil que sentía envidia de la buena. Yo tendría que regresar a la mancha de gente, edificios y autos de la gran manzana. Vivir en Nueva York se había hecho muy pesado para mí.
Surgió de pronto una parte azul en el cielo, el último color de esa tarde, a lo lejos los nubarrones seguían cerniéndose sobre los cerros. Atravesé calles entre los ruidos de los «vales» jugando; así les dicen a los niños y así se hablan entre ellos. En esta región han desarrollado una manera de hablar muy desnuda y encantadora, sin pliegues absurdos, con una claridad que raya en la franqueza. En el camino podía ver palmas rectas, acariciadas por el viento que hacía mover sus penachos. Alcancé a distinguir la hacienda que sobre una columna de piedra tenía un letrero de madera fina resaltando su nombre: Hacienda «El llano en llamas». Antes de que llegara a unos metros de distancia de la hacienda, un par de hombres me cortaron el paso con prontitud y me preguntaron:–¿Qué desea, amigo?–Vengo en busca del escritor Juan Rulfo. Soy periodista del The New York Times, en los Estados Unidos. Aquí, tengan, pueden ver mi credencial –les dije. Vieron mi credencial por largo tiempo y después uno de ellos dijo:–Aquí no recibimos nostalgias. ¿Verdad, Prudencio?–Así es.
Tampoco recibimos a gente apretada, y usté se ve medio estiradillo. Las cosas no habían empezado muy bien, así que por un instante perdí la esperanza y me visualicé en Nueva York, sin mi entrevista, escuchando a mi jefe vociferando todo tipo de palabras altisonantes. Además se había invertido dinero en mi viaje a Comala y creo que esto sería lo que más encendería a mi superior. De repente escuché algo que me dio aliento.–Déjeme preguntarle a mi patrón si lo quiere ver –dijo el tal Prudencio. Aguardé en silencio junto con el otro hombre que me veía de pies a cabeza. Su compañero entró a la hacienda. Después de un rato regresó y me abrió la empalizada.–Pásele, lo espera en la sala. Mi corazón empezó a latir más rápidamente. Al fin conocería en persona al gran escritor Juan Rulfo y además lo entrevistaría. Pasé al sitio donde él me esperaba. Lo saludé de palabra y él se acercó y estrechó mi mano como si me conociera de años. No daba crédito a mis ojos. No se columbraban aires de grandeza circulando a su alrededor o a distancia. Le di conversación preguntando todo lo que los lectores del The New York Times seguramente querían saber. Su conversación me envolvió. Yo le planteaba las preguntas y él me contestaba como si yo estuviera leyendo uno de sus libros, esos que guarda lejos de la intemperie, sin ningún rastro de polvo. No tenía gestos avinagrados, todo era sencillez, mucha humildad. Su tono de voz no era agrietado, ni altanero, fluía tan suave como la vida misma del pueblo, una vida a la que nadie renunciaría. Sus palabras se sucedieron en un orden perfecto. La finca no estaba provista de olores amargos, los muros no se veían reblandecidos y por ningún lado se distinguían pedazos de adobe o vigas podridas. Hablamos de sus obras literarias, de su inspiración tan personal y cautivadora. Se notaba que no trataba de adornar artificiosamente o falsear sus respuestas Tenía un estilo tan natural para conversar que quedaba reflejado en sus obras. Permanecí con el escritor más de dos horas, haciendo las preguntas que traía por escrito e improvisando otras que se empataban con su sabiduría y buen hablar. Me di cuenta de que el tiempo no era dinero en Comala, el tiempo en ese pueblo era vida.–Está usted servido caballero –me dijo Juan Rulfo al término de la entrevista.–Muchas gracias –le respondí de inmediato.–Espero que tenga éxito en su carrera. Dios quiera y no sea la última vez que nos veamos. Le agradecí por su valioso tiempo y le prometí volver. Salí custodiado por sus dos hombres, quienes esta vez sí me sonrieron y hasta me desearon buen viaje. No me hicieron preguntas, eran hombres de pocas palabras, se limitaban a realizar bien su trabajo. Días después partí a Nueva York, con el objetivo alcanzado y listo para ser publicado. Me sentí enteramente feliz. Ahora que estoy aquí en Nueva York solamente pienso en regresar a Comala. Quiero convivir más con su gente, quiero hablar como ellos, gozar de sus fiestas. Cuando llegue el momento de retirarme del periodismo, me iré a pasar el resto de mis días a esa región de hombres armados, derechos, y tan singulares que, junto con la naturaleza, me supieron respetar.
En Comala me voy a dedicar a escribir, porque presiento que ahí hay algo que ayuda a inspirar a escritores. Quizá sea su cercanía a los volcanes, tal vez la comida, la gente, o simplemente las nubes que pasan por encima del pueblo dejando caer esa lluvia que incita a arremangarse bien los pantalones. De lo único que sí estoy seguro es que sentí algo muy misterioso en ese pueblo que, como gringo, no alcanzo a descifrar desde mi perspectiva tan cosmopolita. Más de una vez sentí que la piel se me erizó, pero no sé por qué. ¡Viva México! Ahora entiendo más esa expresión. La expresión de un país donde hay un singular tipo de vida que te atrapa y te conduce por todos los rincones de su gran cultura. Vida que fluye por la sangre del que está orgulloso de sus raíces y de ser mexicano, como Juan Rulfo.
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