Allí, frente a la fría mesa de metal con bordes oxidados en una habitación sin ventanas, de paredes grises de concreto cubiertas por musgo negro en las esquinas, me encontraba sentado. El aire estaba viciado con el tufo penetrante de cigarrillos baratos y ron rancio. La silla vieja de cuero rojo, desgastada por el uso, crujía bajo mi peso. Frente a mí, aquellos inquietantes hombres delgados, de rostros alargados e inexpresivos, con sombreros puntiagudos y gafas redondas de lentes amarillos, me observaban en silencio. Les conté lo que había sucedido la última vez que la vi.

La encontré meditando en el centro de una habitación iluminada únicamente por velas negras, rodeada por un extraño símbolo dibujado en el suelo con hilos rojos y finas puntillas de plata. No sé si aquello era un círculo mágico o un artefacto de transmutación, pero su intrincada disposición se parecía mucho a las runas que alguna vez hojeé en los antiguos libros de la estantería del salón, libros escritos en un idioma que nunca pude descifrar. Esa escena quedó grabada en mi mente, o quizá en mi alma; ya no estoy seguro. Puedo no recordar cada detalle, pero mi cuerpo sí. Todavía siento el miedo y la angustia de aquel momento.

Al entrar por la puerta de madera y cristal, sin siquiera abrir los ojos, ella me dijo: “Si vas a estar frente a Rajktul, que sea en silencio”. Mi lengua se congeló y todo lo que pude hacer fue escuchar el lento avanzar del segundero del viejo reloj de pared, que marcaba las 11:36 p.m. Estaba colgado elegantemente entre dos espejos barrocos, donde pude ver mi reflejo: mi cara pálida y desfigurada por el terror. En ese instante, una corriente extraña recorrió mi cuerpo, una electricidad que entorpeció mis movimientos y nubló mis pensamientos.

De repente, me encontré sumergido en un río carmesí que me arrastraba por un paisaje desolado e infinito. El río me condujo hasta el borde del mundo, donde me aguardaba una caída sin fin. Estuve cayendo, gritando, durante lo que me pareció una eternidad. Sin embargo, al abrir los ojos, todavía estaba en la sala. El reloj apenas había avanzado unos minutos: marcaba las 11:41 p.m. El pánico me consumió y me desmayé, cayendo de bruces sobre el mármol frío del suelo, mientras una voz profunda resonaba en mi cabeza: “Tranquilo… ríndete… descansa… déjate ir”. No entendía las palabras, pero, de alguna manera, sabía lo que decían. Cerré los ojos, cediendo a esa oscura tentación.

Cuando volví a abrirlos, me hallaba en un mundo gris, un paisaje sin vida donde montañas inmensas se elevaban hacia un cielo desprovisto de estrellas. Solo una luna verdosa, nauseabunda, colgaba en lo alto, derritiéndose lentamente como una herida purulenta en el firmamento. Me levanté con pesadez y comencé a caminar sobre una alfombra de ceniza tibia, siguiendo un camino hecho de huesos de criaturas que no parecían humanas. A lo lejos, escuchaba cadenas arrastrándose y gemidos de dolor, algunos provenientes de hombres y mujeres, otros de seres espectrales, cuyas voces parecían surgir de las pesadillas más oscuras.

Mientras avanzaba, la ceniza comenzó a tragarse mis pies. Cuanto más caminaba, más me hundía. La ceniza se hacía cada vez más caliente, hasta que me cubrió por completo, incluso mis ojos. Fue en ese momento que desperté, de nuevo, en la lujosa sala. Ella flotaba sobre el suelo, como una marioneta desprovista de voluntad, mientras una presencia invisible jugueteaba con su cabello negro y lacio, creando vórtices en el aire. Sus ojos brillaban con un amarillo tóxico, y el olor a azufre y putrefacción inundaba la habitación, obligándome a vomitar. Criaturas pequeñas, con sonrisas grotescas, se burlaban de mí, regodeándose en mi miedo. Intenté gritar, pero aunque sentía mis cuerdas vocales tensarse, no salió ningún sonido de mi boca.

Cerré los ojos con fuerza, intentando liberarme de esa atmósfera asfixiante. Al abrirlos de nuevo, me encontré en un espacio oscuro e infinito, con el suelo firme bajo mis pies. Al girar, vi aquellos ojos enormes, sin pupila, observándome desde lo alto, juzgándome. Solo pude caer de rodillas y rezar, pero una voz grave y poderosa interrumpió mis plegarias: “Aquí no existe esperanza ni tiempo, solo agonía y eternidad”. Permanecí en ese lugar por lo que sentí como mil años, caminando sin cansancio, sin descanso, atormentado por pensamientos inimaginables y respuestas que nunca llevaban a nada.

Cuando finalmente desperté, estaba arrodillado frente al símbolo de hilos rojos y puntillas, con el reloj marcando las 11:45 p.m. Vi cómo unos tentáculos oscuros, hechos de sombra, la arrastraban fuera de este mundo. Lo último que escuché fueron sus gritos desesperados y sus uñas rasgando las paredes, tratando de aferrarse a nuestra realidad. Cuando todo terminó, desperté aquí, en esta sala, con ustedes, preguntándome por esa chica de cabello azabache, cuyo nombre ya no puedo recordar.

Los hombres altos y delgados se acercaron lentamente, susurrando en un idioma que no conozco, pero entiendo: “Despierta”. Al abrir los ojos de nuevo, estaba sentado en el centro del símbolo de hilos y puntillas de metal, rodeado por velas negras. El reloj marcaba las 11:52 p.m.

Fin.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS