Se revolvía en su cama acosado por una pesadilla interminable. Friedrich Paulus veía su derrota, era capturado y obligado a confesar los planes del tercer Reich. No le importaba la tortura ni lo que le pudieran hacer los soviéticos. Amaba a su patria y había jurado devoción y lealtad. No encontraba una solución y la amenaza lo sumía en una sensación gélida que lo inmovilizaba. De pronto, deseó que un doble lo sustituyera. Sería ideal la estratagema, pues un falso Paulus no podría confesar lo que no sabía. Despertó y reconoció a su subordinado. Quiso gritar, pero una tira de papel le ahogo el impulso, sacó su emoción por los ojos. “Será sustituido-le decían—, salga de Stalingrado esta noche. Su doble ya está en camino. Nadie lo notará”.

Volvió a Berlín, lo recibieron rostros tristes, sobre todo el de su cuñada quien no lo saludó.

“Estarás contento—le dijo su madre—, sí hubieras afrontado las consecuencias de tus actos…, pero ahora será tu hermano quién pague tus pecados”.

Von Paulus se sintió reducido a un gusano y cuando llamó sus hijos notó la ausencia de Ernest Alexander, estaba solo Friedrich que era igual a él.

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