CAPITULO 2
Mientras me agarro la mano yo me encontraba atrapada en un torbellino de emociones mientras mi compañero, con su toque cálido, me guiaba hacia el salón. El espacio se sentía inmenso y pequeño a la vez, como si cada rincón guardara un secreto esperando ser desvelado. Justo en ese instante, cuando nuestros pasos resonaban en el suelo de mármol, vi su silueta aparecer en el umbral. Era él, con su presencia imponente y su mirada penetrante.
Un nudo se formó en mi garganta al ver cómo las luces del salón jugaban con las sombras de su rostro. La alegría que sentí en un primer momento se desvaneció, dejándome solo con un vacío inquietante. La promesa de un encuentro se transformaba en una despedida no dicha, en palabras que nunca encontrarían voz.
Cada fibra de mi ser parecía estar en sintonía con esa tristeza que se cernía sobre mí, como una nube gris en un día soleado. El salón, lleno de murmullos y miradas furtivas, se transformó en un escenario donde nuestras historias estaban destinadas a cruzarse, pero con la certeza de que alguna vez tendríamos que seguir caminos separados.
No sabia si me gustaba mi compañero o él.
Sus ojos se encontraron con los míos por un momento eterno, y en ese cruce de miradas pude sentir el peso de todo lo no dicho. Su expresión, un reflejo de emociones contenidas, se clavó en mi memoria. El salón, que antes parecía lleno de vida, ahora se sentía como una prisión de recuerdos y posibilidades frustradas.
Me solté de la mano de mi compañero, sintiendo el vacío helado que dejaba su ausencia. Cada paso hacia él era un desafío, un recordatorio de lo que habíamos tenido y lo que nunca seríamos. Su cercanía era un alivio y una tortura al mismo tiempo; un anhelo inalcanzable que me consumía lentamente.
El silencio entre nosotros gritaba verdades que ninguno se atrevía a pronunciar. Sus labios se movieron, pero sus palabras fueron ahogadas por el rugido de mi propio corazón. Las luces del salón titilaron, como si el universo mismo vacilara ante la intensidad del momento. Y entonces, sin previo aviso, dio media vuelta y se alejó, llevándose consigo mi última esperanza.
Cada uno de sus pasos resonaba en el salón vacío, como si con cada alejamiento dejara una marca imborrable en mi corazón. Mis piernas temblaban, luchando por mantenerse firmes mientras el peso de la tristeza se hacía insoportable. Intenté llamarlo, pero las palabras se ahogaron en mi garganta, convirtiéndose en susurros de desespero.
Finalmente, me dejé caer en una de las sillas cercanas, incapaz de contener las lágrimas que brotaban de mis ojos. El eco de su partida se mezclaba con el suave murmullo de la música en el fondo, una melodía triste que parecía reflejar mi propio estado de ánimo. Miré a mi alrededor, buscando algún consuelo, pero todo lo que vi fue un reflejo de mi propia soledad. Los recuerdos de los momentos felices que compartimos parecían ahora fantasmas que me atormentaban, recordándome lo que había perdido.
Y entonces, cuando pensé que estaba sola en mi tristeza, levanté la mirada y lo vi: él, pero no mi compañero, sino el de la otra aula. Su mirada se encontró con la mía, y en esos ojos vi una mezcla de comprensión y compasión que apenas podía soportar. Se acercó lentamente, con la misma cautela con la que uno se acerca a un animal herido, y en ese momento supe que mi historia no había terminado aún.
Sus ojos hablaban de historias no contadas, de pasados compartidos y futuros inciertos. Me quedé inmóvil, perdida en esa mirada que prometía tanto y al mismo tiempo mantenía su distancia. Él no dijo una palabra, pero su presencia lo decía todo. En un instante, el salón dejó de sentirse como una prisión y comenzó a parecer un lugar donde nuevas posibilidades podían surgir, aunque la tristeza aún persistiera.
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