A Cristobal, quien había sido criado huérfano en alta mar, El Gran Serván lo encontró cuando era apenas un recién nacido. El bebé se encontraba flotando, entre sábanas, en el interior de un gran bidón de roble, cerca de la desembocadura de un río. Serván había salido a pescar en solitario, esa era su manera de poner todos sus pensamientos en orden tras el cierre de acuerdos. Cuando éste revisaba los cebos, escuchó el llanto casi ronco de Cristobal. ¡Dios santísimo! ¡¿Cuánto tiempo lleva esta criatura navegando en un barril?! Para Serván, el hecho de que ese bebé estuviera vivo solo podía ser obra de alguna entidad divina. Significaba que alguien o algo, un conjunto de poderes ocultos, guiaban los cauces de las vidas individuales y colectivas, así como lo hacía el mismo río que trajo a Cristobal a sus brazos. En ese momento, incluso se planteó la idea de que el agua del río era el mismo Dios que le entregaba un regalo. Así fue como Cristobal creció junto al Gran Serván como si de un hijo suyo se tratase y formándose para ser el futuro Capitán de La Piadosa, hasta que, una tarde de verano, una niña vio la luz por primera vez.    

***                                                                 

Una luz tenue atraviesa el portillo e ilumina la mitad de la estancia. En la parte lúgubre, Adrie sostiene un trozo de papel amarillento y desgastado y, aunque puede recitar de memoria el contenido escrito en este, no para de leer una y otra vez lo que está escrito. Sigue con su mirada las curvaturas de las letras, las líneas, los puntos y a parte, las manchas de tinta. Quien ha escrito esta carta, piensa, lo ha debido hacer con todo el cariño del mundo, pero con prisa. El silencio inundado por las olas se rompe cuando Cristobal, al otro lado de la puerta, llama suavemente para acceder al interior de la sala. Adrie le da acceso y guarda la carta en el primer cajón de la mesa de navegación. Qué quieres ahora, Cristobal. Pregunta Adrie en un tono serio, pero sereno. Nada, mi capitana. Solo quería pedirle disculpas por lo que pasó antes. No eran mis intenciones cuestionar sus órdenes, pero necesitaba advertirle sobre los riesgos. Ese es mi trabajo y mi deber para con usted, mi señora. Permítame el atrevimiento, entonces, de preguntar por qué tiene tanta urgencia en llegar a Puerto Milo. Adrie, vuelve a abrir el cajón para sacar la carta y se la entrega a su fiel consejero.

“Mi querido Serván,

Espero que estas letras lleguen a ti lo antes posible. No paro de pensar en vosotros, no dejo de llorar por ella. Si esta carta está entre tus manos, tienes que colaborar, tienes que atracar en el mismo lugar dónde enterramos a Doña Carlota. Puedes encontrarme si preguntas en Casa Juana por el hombre del ronmiel, solo hay uno en todo el pueblo. Ahí estaré junto a él, esperándote.

Estaré esperando siempre… ¡pero no tardes! Es tan duro para mí vivir así, ocultándome de todos, hasta de mi propia familia.

Con todo mi amor,

G.”

Encontré esta nota en el bolsillo de mi padre, Cristobal. El día que lo asesinaron, antes de que lo arrojaran al mar, pude acceder a su camarote, a este lugar. Acababan de quitarle sus pertenencias y las habían colocado aquí mismo, sobre esta mesa. Urgué en los bolsillos de su chaleco en busca de la pistola. Sin embargo, también encontré la carta que acabas de leer. ¡Cristobal necesito respuestas! Él estaba buscando a esta persona y fue por este motivo por el que Los Turcos nos abordaron y asaltaron. Fue la última voluntad de mi padre la que lo llevó a las profundidades. Cuando termina de explicar lo que lleva años ocultando, Adrie se pone las manos en la cara para cubrirse los ojos. Las lágrimas saladas le entran en la boca y se da cuenta de lo vulnerable que es. Entonces, se seca las ojeras y las mejillas con las palmas para decirle a Cristobal que se vaya.                                                                         

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