Una brisa cálida entra por la ventana y acaricia los brazos desabrigados que descansan sobre las sábanas. En la cama duermen dos cuerpos que se abrazan, desnudos. La piel de la mujer morena se eriza al sentir el movimiento del aire deslizándose sobre su torso, que está semi descubierto. La mujer abre los ojos color esmeralda y se pasa las manos por su corta y oscura melena. Se gira y encuentra el rostro pálido de una mujer rubia cuyo aliento emana ligeras notas de ron. La noche aún sigue su curso y los grillos permanecen cantando su melodía. Sin embargo, Adrie no puede seguir durmiendo. Se incorpora sobre la cama y advierte un aroma dulce en sus labios, que inmediatamente reconoce. Esto no es ron, se dice así misma mientras sonríe y roza sutilmente los cabellos dorados de Alexa. En menos de diez minutos se coloca sus pantalones holgados y la camisa rasgada beige que dejó encima de la cómoda, se ajusta el fajín y se enfunda las botas desgastadas. Antes de abandonar la habitación, introduce la navaja plateada que hay en la mesilla en el bolsillo del chaleco y esconde su Dueling Pistol debajo del fajín granate. Se palpa los bolsillos y percibe una bolsa con monedas y un juego de llaves. ¿A dónde vas tan pronto? Pregunta Alexa desde la cama. Tengo que zarpar en pocas horas cariño, no podemos salir en plena luz del día. Ya sabes que la guardia tiene un retrato con mi miserable cara. Nos veremos si Dios quiere, Alexa. Y Adrie sale del dormitorio, desvaneciéndose entre las sombras.

A plena luz de la luna y con la ayuda de algunas velas, media tripulación se reúne en la cubierta, aprovechando el frescor que solo la noche puede ofrecer. Embriagados por los diferentes licores que saborean al pasarse de unos a otros botella tras botella, empiezan a cantar lo más uniformemente posible, pero sin mucho éxito, una canción.

“¡Vamos al mar, que el viento ya ruge,

Al capitán un tesoro le urge!

¡De un canto encantado,

de una sirena, ¡estoy enamorado!

¡Vamos al mar, aunque el corazón duele,

pues yo me voy mientras ella duerme!

No quiero zarpar, en sus ojos me pierdo,

dejarla atrás, es un destino incierto.”

La otra mitad del grupo duerme en sus camarotes. El ruido de sus compañeros no altera su descanso, profundo y necesario. No obstante, una voz firme y femenina consigue perturbar el sueño de los hombres más responsables. ¡Atención grumetes! Es hora de zarpar ¿Quién ha hecho la inspección? El clima está de nuestra parte esta noche… ¡Malditos vagos! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Por la madre que os trajo! Todos los hombres del barco, tanto los dormidos plácidamente como los ebrios cantautores, se ponen en marcha al escuchar las órdenes de Adrie, que aunque quiere sonar enfadada, todos perciben de inmediato el brillo de sus ojos y la sonrisa a medias que delata sus buenos ánimos.

“Usted sí que va dejando sirenas en tierra ¿eh Capitán?” Murmura uno de los hombres que permanece sentado sobre el suelo de madera, sosteniendo una botella de vidrio a la que le quedan dos sorbos para vaciarse completamente. Adrie no quiere gastar energía e ignora a Gaspar, un señor que le dobla la edad, pero que no consigue equipararse en altura. Todos le llaman Gaspar El Corto, pues se puede afirmar y confirmar que es el más bajo del equipo de abordo. Hace cinco años que el verdadero capitán de Gaspar, El Gran Serván, fue arrojado a los tiburones. Desde entonces, según él mismo, todo lo que han logrado ha sido debido a la mayor y única fortaleza de La Piadosa: los hombres tripulantes. Su resignación por tener a una mujer como capitana le ha sumido en un estado semi permanente de irritación. Sin embargo, tiene la esperanza de que esta situación no dure mucho más y que el dichoso “Capitán nenaza” abandone sus responsabilidades cuando algún día “alguien le de el escarmiento que se merece” o, mejor aún, “alguien se digne a pegarle un tiro en esa retorcida cabeza peluda”. Estos oscuros deseos para con su superiora ya los había confesado antes a su pupilo compañero El Melón, que aunque creía que Adrie estaba haciendo bien los deberes de Capitán, siempre daba la razón a su más fiel amigo. Pues El Melón respira y come, siendo esto último lo que más le gusta en la vida, gracias a Gaspar. Fue en una misión de hace casi 20 años, o así lo cuenta este último, con El Gran Serván al mando del equipo, cuando El Corto golpeó en la cabeza con una botella de ron miel a un miembro del otro navío que tenía a punto de tiro a su distraído camarada. El Melón se había despistado del enfrentamiento tratando de esconder las tartas de manzana que compraron días atrás en Puerto León. Pues, mientras sus compañeros perdían la vida luchando contra el enemigo, él creyó conveniente salvar de los intrusos las provisiones de comida, ya que iban a permanecer semanas en alta mar. Es entonces cuando, si no llega a ser por Gaspar, El Melón no estaría hoy entre los vivos, y las deliciosas tartas que guardó arduamente habrían seguido otro destino.

Adrie no entendía muy bien por qué Gaspar permaneció a sus órdenes después de la muerte de su padre. Fueron unos pocos hombres los que renunciaron a seguir con las rutas y maniobras planificadas, incluido el segundo de abordo, cuando el Consejo de la Tripulación decidió por mayoría absoluta, siguiendo las indicaciones del Código Pirata, que el nuevo Capitán sería el primer sucesor biológico del Capitán fallecido. Así lo especificó El Gran Serván en una de las cláusulas, en donde además, también redactó que sería el Segundo de a bordo quien instruyera y acompañara al nuevo Capitán hasta que este último, con apoyo del Consejo, lo creyera pertinente. No fue Adrie quien, con 16 años decidiera tomar las riendas del negocio familiar. Fueron los últimos deseos de su padre, el Gran Serván, junto con la cláusula del Código que él mismo redactó, los que la sumergieron en un mar de responsabilidades. El segundo de a bordo, Pedro, se negó rotundamente a acompañarla, renunciando a sus cargos y abandonando el buque. Así lo hicieron también el cocinero, y tres miembros del Consejo que en su día votaron en contra de la aprobación de la cláusula. El tercer oficial, Cristobal, un hombre relativamente joven, pero con una formación impecable, fue el encargado de hacer el trabajo de Pedro. Si la capitana tuviese que cortarse un dedo ahora por alguno de los miembros de su tripulación, sería por Cristobal, pues todo lo que es y todo lo que sabe se lo debe a él, quien desinteresadamente le enseña y acompaña a día de hoy en cada viaje.

¡Cristobal! ¿Tenemos todas las provisiones para zarpar? Creo que esta vez pasaremos un largo tiempo a bordo, quiero atracar en Puerto Milo ¿Tenemos indicaciones? Adrie parece extremadamente emocionada. En su tono de voz Cristobal reconoce, a su pesar, el delirio. Capitán, no creo que sea buena idea navegar directamente hasta Puerto Milo, nos arriesgamos mucho. Ya conoce usted que por estos aledaños El Oscuro acecha, hay que prevenirse Capitán. Cristobal mira absorto los ojos verdes de Adrie mientras espera una respuesta. Sin embargo, Adrie se gira dándole la espalda y se aproxima hacia la puerta de su camarote. Antes de entrar en sus aposentos, Cristobal la escucha murmurar “¿Siempre vas a juzgar mis decisiones?”. Entonces abre la puerta, da un paso hacia el interior y la vuelve a cerrar de un portazo.

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