“Caminante de destino incierto nace en mentes distantes, ocultas en mentiras que nadie entiende ni a nadie importan, pero que a uno avergüenza”
Un manantial claro resplandece con los primeros rayos del día y solo hay un
testigo: un pequeño niño en sus orillas dormita sereno y pronto verá el nuevo día.
Insectos pululan a su alrededor, una madre va a su encuentro, su llamada le despierta de
un sueño de fantasía y corre hacia ella. Mañana le espera su primer despertar de niño a
hombre, que lastrará su vida en mentiras para ocultar una vergüenza infligida.
Juega, ríe, salta y patalea con sus rabietas caprichosas. ¡Qué suerte!… Pronto añorará
esos momentos felices. Veamos su historia.
8 de mayo de 1934, Berlín, Alemania
En la cocina se deposita una tarta solitaria con unas velas de diez años de una vida,
casi está preparada para una fiesta que no se celebrará… Unas voces airadas y
estridentes rasgan los oídos de los habitantes de una pequeña casa. Los golpes en la
puerta desatan el temor del pequeño, que se refugia agarrando las faldas de su madre
con fuerza, aún más nerviosa que asustada.
La puerta cede de golpe y oleadas de hombres furiosos arrasan todo a su paso: ¡Judíos,
judíos, judíos! es todo lo que el niño oye. El ruido de las botas resuena en la reducida
estancia mientras hombres uniformados irrumpen en cada rincón. El niño, alarmado,
busca alivio en los ojos de su madre, pero los intrusos la apartan de él bruscamente.
Ella, a gritos, patalea como el chiquillo, intentando soltarse.
«¡Mamá, no me dejes!», clama su hijo entre sollozos volviendo a su pecho, pero los
hombres se la llevan de sus brazos con brutalidad. El miedo lo paraliza, mientras,
impotente, comprende cómo lo alejan para siempre de la única familia que ha
conocido. Lo último que ve es el pelo de su madre empañado en sudor, para escuchar
al poco unos petardos como en fin de año, algo que le extraña porque no es fiesta.
Los hombres malos lo arrastran sin explicación hasta una casa donde reside un
matrimonio que le enseña desde el primer acercamiento que el judío es malo e inútil;
él quiere ser bueno. Así comienza una vida que es reprimida cada vez que él anhela su
pasado.
En su nueva casa experimenta un mundo desconocido lleno de odio y crueldad. La
pareja que lo acoge no pierde oportunidad para inculcarle las enseñanzas del régimen
nazi, castigándolo cada vez que muestra algún rasgo de su identidad judía. Las noches
son las peores, cuando el silencio de la casa es interrumpido por los chillidos de un
sueño torturador mientras el pequeño se retuerce en la cama, atormentado por
pesadillas de hombres uniformados y el rostro angustiado de su madre.
Tanto llega a temer los gritos y porrazos de esos nuevos progenitores que comienza a
odiar su ser. Solo encuentra una salida: aprender a ser como ellos para ganar su
cariño, ese que tanto necesita. Cada vez que sale a la calle o a clase, insulta a esos que
llevan estrellas amarillas en el pecho, ya que todos lo alaban cuando así lo hace. Qué
adictivo es el amor, aunque sea falso. Solo y sin nadie que lo quiera, agranda el odio
por quien era él, y oculta a ese niño inocente y amable echándole tierra a borbotones
de lágrimas, para hundir el hedor de su pánico y su desconcierto.
─Hola, dijo al entrar por primera vez en la escuela a un sinfín de almas torturadas que
aún no sabían que lo estaban siendo.
En la escuela, aprendió rápidamente a ocultar su verdadera identidad. Cada mirada
sospechosa, cada comentario despectivo, lo sumía en un abismo de miedo y vergüenza.
«¡Judío!», creía que susurraban algunos compañeros mientras pasaba por los pasillos,
y él se encogía, sintiendo el peso aplastante de su secreto.
Ocultar su naturaleza fue fácil con el tiempo, lo difícil fue sentir el terror en un corazón
cansado por el juicio de personas de fríos rostros y mentes oscuras. Cuando se unió a
las Juventudes Hitlerianas, encontró un refugio temporal para su soledad y su dolor.
En medio de las marchas y las consignas nacionalistas, pudo difuminar su verdad
detrás de una máscara de lealtad y fervor patriótico. Pero, incluso en esos momentos
de camaradería, la sombra de su pasado lo hostigaba, recordándole el precio que
había pagado por pertenecer a un grupo sanguinario y cruel.
La primera vez que pegó a un anciano a la salida de clase fue traumático y, a la vez,
estaba confirmando con ello la aceptación de un régimen y de unos compañeros que
por fin parecían mirarle como a uno de los suyos; lo habían incluido en su círculo de
una elite que dominaba a la escoria judía.
Entrar en las juventudes resultó ser un magnífico empujón para su ego, falto de
alimento, era como estar en una familia que lo protegía, pero su alma lo consumía a
solas trayéndole las imágenes de rostros sangrientos que él había golpeado con saña e,
incluso, con agrado. Pero su verdad más íntima se erguía en una pelea interna que se
batallaba todas las noches entre dos mundos opuestos. Ambos le corroían las entrañas
y él no podía deshacerse de ninguno; desde que entró en esa casa infesta su sueño
nunca fue lo que era: “Ojalá supiera quién soy, si soy este en quien me he
convertido…”.
Sabía que si volvía en sí pronto sería la diana de sus nuevos colegas y sus dardos lo
atravesarían sin ningún miramiento, así que continuó rescatándose del peligro de ser
un judío. Pronto las salidas en grupo se transformaron en pura maldad hacia aquellos
que solo podían gritarle al miedo. Él no pensaba, solo actuaba. Infligía un dolor que no
sentía pero retenía en su interior, fustigaba almas y mentes que miraban al vacío, tan
vacío como su corazón duro como mármol congelado. Dar muerte es tener muerte y él
estaba muerto, alguien que no sentía deambulando por senderos muy obscuros.
La diferencia hizo la noche al día al ver en una mujer el rostro de su madre; no era
ella, lo sabía, pero sí su rostro, idéntico a la última vez que la vio. Sintió su miedo
absoluto, como no le había sucedido con tantas a las que pegó anteriormente. Esa
mirada era la de su madre y su corazón latió muy fuerte y una ira diferente surgió de él.
Empujó a su captor cruzándole la cara. Un rostro sorprendido lo miraba: “¡Ibas a
matarla, no puedo permitírtelo!” y se volvió a levantar a una madre que lloraba. La
abrazó como nunca recordó hacerlo antes, o como quizás hizo cuando vivía ella, ya no
lo recordaba. Los demás del grupo lo vieron enfrentándose a su compañero, revelando
su verdadera identidad. Aunque la mujer no era su madre, el gesto despertó en él un
sentido de humanidad perdido hace mucho tiempo.
Volvió a escuchar petardos y de nuevo su madre se resbalaba entre sus dedos. Rabioso,
desenfundó su arma y descargó todo en ese perro infecto, en esa alimaña inmunda
como era él mismo. La miró de nuevo, sus ojos estaban fijos en él…
Los petardos sonaron de nuevo y notó pinchazos en su piel, alargó sus dedos en busca
del rostro de su madre… Nieblas, obscuridad: “Mamá, voy a buscarte”.
Por fin paz de mentiras absurdas, libre para sentir.
Finalmente, encontró la paz en la verdad de su ser, liberándose del peso de las mentiras
y del odio que lo habían consumido durante años. Aunque su camino hacia la redención
estuvo marcado por la violencia y el sufrimiento, encontró consuelo en la posibilidad de
vivir una vida auténtica, libre de las cadenas del odio y la vergüenza.
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