El silencio compartido

El silencio compartido

Ismael

02/10/2024

El coche arrancó lentamente, dejando atrás la estación de autobuses de un pueblo que apenas conocía. Éramos tres pasajeros: Ángela, una mujer de mediana edad que no dejaba de mirar por la ventana, Pedro, un joven con auriculares y gesto aburrido, y yo, el conductor silencioso. Ninguno de nosotros parecía tener muchas ganas de hablar. Cada uno se refugiaba en su propio espacio, como si fuera más fácil ignorar la presencia de los otros.

La carretera serpenteaba entre montañas y campos vacíos, y el sol de la tarde se colaba por las ventanillas. El silencio empezaba a ser incómodo, pero tampoco sabía cómo romperlo. Ángela jugueteaba nerviosa con la correa de su bolso, mientras Pedro ni siquiera apartaba la vista de su móvil. Yo, concentrado en la conducción, me dejaba llevar por el sonido monótono del motor.

De repente, el coche empezó a vibrar y un ruido raro se apoderó del motor. «Clac, clac, clac». No era buena señal. Reduje la velocidad y detuve el coche en el arcén. Nos miramos, sorprendidos, mientras todos bajábamos para intentar entender qué ocurría.

—Parece que el motor ha decidido tomarse un descanso —dije, tratando de aligerar el momento.

Ángela sacó su móvil, buscando cobertura, pero no había señal. Pedro, visiblemente molesto, se quitó los auriculares y cruzó los brazos con resignación.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Ángela.

Rebusqué en el maletero, esperando encontrar algo útil, cuando recordé que siempre llevaba conmigo una vieja baraja de cartas. Era una costumbre que había heredado de mi padre, quien me decía que “nunca se sabe cuándo tendrás tiempo de sobra”.

—Podemos esperar… o matar el tiempo con una partida —sugerí.

Ángela me miró recelosa, pero Pedro sonrió ligeramente y, para mi sorpresa, aceptó la idea. Nos sentamos en el borde del asfalto, rodeados por el campo, y empezamos a jugar. Al principio, el silencio seguía pesando, pero las cartas empezaron a hacer su magia.

Ángela se relajó y nos contó que trabajaba en la farmacia del pueblo. Pedro, tras unas cuantas jugadas, compartió que estaba buscando su primer empleo como diseñador gráfico. La conversación fluyó como si nos conociéramos desde hacía años. Incluso me atreví a hablar de mis propias experiencias conduciendo por aquellas carreteras solitarias.

Pasaron casi dos horas hasta que al final, una grúa vino a rescatarnos, pero para entonces, el ambiente había cambiado por completo. Nos despedimos entre risas como si fuéramos viejos conocidos. 

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