Me invade al ver las fotografías del álbum viejo que aún conserva mi madre. Verme tan pequeña, frágil e ingenua. Aquello último es lo que más he perdido, porque el mundo te lo arrebata sin consideración.

Es lo que siento cuando veo a mis hermanos, porque ya no son esos bebés que abrían sus enormes ojos llorosos frente a mí, sino más bien una recopilación de todo lo que extraño haber vivido. Aún no saben cuanto quisiera volver a tener esos gloriosos años que ahora ostentan. Ya me superan en estatura y ríen cada que me lo recuerdan. Yo finjo indignación, pero mi alma llora de ternura.

Me aflige cada vez que mi madre sonríe. Todos estos años la han recorrido dignamente, porque sus arrugas de felicidad enmarcan ese rostro sobreviviente al desastre de la vida. Moriré sin saber cómo ella puede seguir adelante pese al dolor que cada día la acongoja. ¿Cómo dibuja una sonrisa con tanta sinceridad, si en su mundo sólo existe la angustia? Siempre que le pregunto, contesta igual: “No podemos permitir que la tristeza nos arranque toda la vitalidad que tenemos, hay que ver el vaso medio lleno, algún día saldrá el sol”.

Me recorre al ver los ojos de mi padre. No ha habido un instante en el que la ternura se le apague cada que me observa, porque aún cuando enfurece, conserva algo de amor por mí. Su abandono me hizo un daño letal pero jamás podría odiarlo, es un sentimiento que me rebasa, me es incomprensible. ¿Cómo podría odiar esos ojitos café claro, y aún más cuando lloran? Lo amo, y me temo que no puedo dejar de hacerlo.

Me asedia cuando camino frente al colegio que intentó formarme durante 11 años. Ese lugar donde llegaban mis sueños y salían mis desconsuelos. No pude encajar allí, donde acomodaban a los mejores en un pedestal competitivo, que disfrazaban de logros conseguidos por el esfuerzo. Dejé que la corriente me llevara por cualquier ruta para así poder descansar de la presión que me hizo sentir desde el primer día, y que no cesó hasta el último.

Me irrumpe al escuchar las voces de mis tíos, en la casa recóndita y calurosa donde creció mi madre y ellos se quedaron, a falta de unos abuelos que ya no viven para disfrutarla. Allá donde termina la esperanza, pero comienza la lucha. En el campo que trabajaron arduamente desde que tienen uso de memoria (porque la razón se las debió la vida desde que nacieron). No hablan, pero si pueden reír y llorar, eso es invaluable. Sonríen ampliamente cuando llego y me abrazan fuerte cuando me voy, en el fondo desean que me quede para siempre.

Me inunda el corazón al revisar el calendario. Soy plenamente consciente de que hace poco he cumplido 20 años, y los días se han sentido más pesados desde entonces. La existencia no es tan simple como han tratado de explicármelo porque la adultez prematura me lo ha hecho saber. Por ello he estado viviendo en un constante estado de recuerdo, alimentado por este escrito, en el cual leo el título antes de comenzar cada párrafo.

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