La vereda de los fresnos.

¿Recordáis los cuentos que os contaban vuestros padres cuando erais niños? Yo no, pero sí me acuerdo de lo mágico, terrorífico y tierno que se volvía todo.

Mi padre tenía un día a la semana al que llamaba “Las noches de los duendes”. Esas noches eran para los dos, para él y para mí, para los chicos de la familia.

Una vez por semana me llevaba a una vereda repleta de fresnos. Era nuestro día especial. Al anochecer me contaba cuentos que se inventaba sobre la marcha. No recuerdo muy bien de qué trataban, probablemente de vampiros, brujas y demonios. Sí recuerdo que, con cada uno de esos cuentos, yo sentía mucho miedo, tanto que me acurrucaba fuertemente contra mi padre y él me rodeaba con sus brazos, siendo mi protección contra todas esas cosas extrañas que querían perseguirme para hacerme daño. Así terminaba dormido, con su cabeza tras la mía, sintiendo el calor de su aliento.

Ahora que soy padre, llevo a mi hijo al mismo sitio y le cuento horribles cuentos de decapitaciones, de seres sin cara y de monstruos marinos. Invento cuentos que contengan las mayores atrocidades que se me ocurran, para que mi niño tiemble presa del pánico y así poder abrazarlo y sentirlo tan cerca de mí como cuando mi padre lo hacía conmigo. No puedo transmitiros cuánto sentía cuando mi padre me llevaba allí, pero es algo tan grandioso que mi mayor deseo es que mi hijo también pueda generar esas emociones y perduren en su recuerdo cuando yo ya no esté aquí, cuando él sea tan mayor que no le tenga miedo a nada.

– Hola, Héctor. ¿Qué haces?

– Mira, papi. Estoy haciendo un hoyo en el jardín.

    Tomé perspectiva de lo que estaba haciendo y era claramente una tumba lo que estaba cavando. Esto junto con otras cosas que decía y hacía mi hijo, empezó a atemorizarme y a plantearme si había sido buena idea hacerle partícipe de “Las noches de los duendes”.

    Puede que algo se colara desde una dimensión desconocida, siendo una amenaza para mi niño. Pero ese algo estaba convirtiendo mi vida en una amenaza constante en lo que a la seguridad de Héctor se refería, y una sensación nueva se iba adueñando de mí. Aunque él me lo pedía, dejé de llevar a Héctor a la vereda de los fresnos.

    No sirvió de nada. Una oscuridad endemoniada había introducido las esencias del mal en mi hijo. Arremetía contra todos aquellos valores que le había inculcado desde su nacimiento, respondiendo a todo con violencia y maldad.

    Nunca había sentido tanto dolor, tanto horror, pánico, al ver cómo Héctor se iba alejando de mí. Esas sensaciones comenzaron a dominar mi vida, comenzaron a obsesionarme, a trastornarme, a hacerme sentir el lado más siniestro de la vida, a hacerme sentir la muerte. Supe que debía hacer algo para poner a Héctor a salvo.

    – ¿Sabe usted por qué le hemos detenido?

    – ¿La verdad? No. – Contesté al investigador.

    – En cuanto a la desaparición de su hijo, tenemos indicios que nos llevan a pensar que usted está involucrado.

    – ¿A qué se refiere?

    – Tenemos razones para sospechar que su hijo nunca abandonó su casa. Que no salió de ella. Creemos que sigue allí.

      A los dos años de nacer Héctor, su madre, a la que nunca quise, se marchó con un piloto de aviación. No quiso saber nada del niño. Ella no había querido tener hijos. Odiaba a Héctor.

      Cuando me llevaron a mi casa esposado, un gran número de personas estaba allí. Me refiero a todos aquellos que forman parte de esa parafernalia a la que algunos acostumbran a llamar justicia. Me hicieron recorrer toda la casa, incluido el jardín.

      – Aquí hay algo. – Gritó uno de los policías.

        En el punto exacto en el que tiempo antes había sorprendido a Héctor cavando una fosa, esa fosa de la que os hablé, en ese punto se pusieron a cavar.

        – Lo hemos encontrado.

          ¿Qué habían encontrado? Un ataúd enterrado. Un ataúd de pequeñas dimensiones. Un ataúd en el que decían estaban los restos de mi niño.

          – ¡Ojalá Dios te castigue por lo que has hecho, cabrón! – Uno de los policías empezó a increparme.

            Héctor había sido secuestrado por mil demonios, y yo había tenido que hacer la ingrata tarea de liberarlo.

            Extrajeron el ataúd del hoyo poco profundo y abrieron la tapa con una palanqueta. El ataúd estaba vacío.

            Decían que yo era el culpable de la desaparición de Héctor. Aún no habiendo podido encontrar una sola prueba de mi culpabilidad, decidieron que era culpable. Decían que yo estaba loco, que había matado a mi hijo, que lo había sacrificado. ¿Cómo voy a hacer yo eso? ¿Qué clase de monstruo creen que soy? Yo le puse a salvo. Le liberé de los demonios que se habían hecho dueños de él para que nunca nadie pudiera contaminarle con su maldad. Finalmente, me dejaron tranquilo. Por una parte deseaba que le encontraran, pero por otra sabía que no lo iban a hacer.

            Una vez por semana iba a la vereda de los fresnos. Como si de una terapia se tratara, cada día contaba un cuento nuevo, un cuento que helaría el alma a cualquiera. Me alegraba por Héctor. Quería pensar que escuchaba mis relatos libre de todo demonio. Le imaginaba allí conmigo, buscando refugio entre mis piernas, entre mis brazos, permitiéndome ser su coraza para que nada pudiera hacerle daño.

            Un momento antes de marchar, me acercaba a uno de los fresnos, me agachaba, besaba la palma de mi mano y la posaba sobre el terreno.

            FIN

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            Derechos de Autor: Raúl Cebrecos Tamayo

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