Lucía vivía en una casona antigua que se erguía solitaria al final de una colina, justo donde los acantilados caían abruptamente hacia el mar. Desde su ventana, podía ver el horizonte infinito, ese lugar donde el cielo y el agua se encontraban, ocultando también todos los secretos. En esa colina, el sonido de las olas rompiendo contra las rocas era su única compañía la mayor parte del tiempo, ya que, había algo en la cadencia del mar que la ayudaba a mantener el equilibrio, a recordar que, al igual que el océano, la vida tenía su propio ritmo. Pero esa calma exterior era solo una fachada.

El pueblo donde vivía era, pequeño y reservado, era un lugar donde los rumores viajaban rápido, pero pocos se atrevían a preguntar directamente. Los vecinos veían a Lucía como una mujer tranquila, algo distante, pero amable. Siempre dispuesta a ayudar cuando se la necesitaba, aunque nadie podría decir que la conocía realmente. Había un halo de misterio alrededor de ella que algunos achacaban a la soledad, otros a la tragedia y, algunos pocos, a su propia elección. Pero Lucía no hacía mucho por desmentir ninguna de esas versiones. Sabía que, cuanto más dejara que los demás imaginaran, más lejos estarían de descubrir la verdad.

Sin embargo, aquella vida aparentemente serena estaba lejos de ser sencilla, ya que Lucía guardaba un secreto que pesaba en su pecho cada día, que la despertaba por las noches, haciéndole recordar lo que había sucedido hace más de diez años. Un secreto que nunca había compartido con nadie, ni siquiera con Andrés, el hombre que alguna vez había sido el centro de sus emociones. Sin embargo, Lucía había aprendido a convivir con esa culpa, a enterrar sus sentimientos bajo capas de rutina. 

Pero un día un hombre extraño llegó al pequeño pueblo, un extraño que comenzó a hacer preguntas, preguntas que a Lucia le inquietaban, de una manera que no esperaba. Desde el primer día que lo vio, supo que su vida estaba a punto de cambiar. El hombre, que se hacía llamar Víctor, no había llegado por casualidad. Y Lucía lo sabía. Él había venido buscando respuestas, y ella temía lo que podría encontrar. El pasado, como el mar, había comenzado a agitarse, a traer a la superficie cosas que habían estado sumergidas durante demasiado tiempo.

Así fueron pasando los días, pero uno de esos días, al llegar a casa debajo de la puerta de entrada, se encontró un sobre arrugado que contenía un mensaje claro y perturbador: «Dentro de dos horas nos vemos en el acantilado».

Esa tarde, Andrés la había notado inquieta, y como tantas otras veces, se acercó a ella con esa mezcla de preocupación y cariño que todavía lograba desarmarla. Lucía intentaba evadirlo, pero sus ojos la seguían con una intensidad que casi podía tocar.

—Lucía, estás extraña últimamente —le dijo, en ese tono suave que siempre la había hecho sentir segura—. Sabes que puedes confiar en mí, ¿verdad?

Ella se detuvo, mirando el horizonte como si buscara una respuesta en el oleaje. El impulso de contarlo todo estuvo a punto de brotar de sus labios, pero el miedo la contuvo. Andrés había sido una pieza central en esa oscura historia que tanto se había esforzado por ocultar. Hablar ahora sería arriesgarlo todo. Pero su mirada, fija en ella, la desarmaba. Había una promesa tácita en sus ojos, una complicidad que no había desaparecido a pesar de los años. y que Andrés no había olvidado. Nunca lo había hecho.

—Hay cosas del pasado que es mejor dejar enterradas —susurró finalmente, apartando la vista de él, rompiendo el hechizo que sus palabras estaban a punto de tejer entre los dos.

Andrés frunció el ceño, pero no insistió. Sabía que había algo más, pero también conocía los límites de su cercanía con Lucía. No era el momento, no todavía.

Pasaron las dos horas y Lucía se dispuso a caminar por el sendero hacia el acantilado con el corazón acelerado. Las sombras del atardecer se alargaban sobre el pueblo, tiñendo de rojo y dorado las fachadas de las casas antiguas. Cada paso la acercaba más a un punto sin retorno, a ese lugar que tantas veces había evitado. El mar rugía a lo lejos, pero ese sonido constante y familiar no lograba apaciguar el torbellino de emociones que la embargaban.

La carta anónima que había recibido días anteriores la habían dejado sin aliento. El sobre, sin ningún sello, había aparecido en su puerta como un fantasma del pasado, una advertencia que no podía ignorar. Nadie sabía lo que ocurrió aquella fatídica noche, ni siquiera Andrés, quien más cerca había estado de descubrir la verdad en su momento. Pero ahora alguien lo sabía, alguien que se deleitaba en hacerla sentir observada. No era solo la amenaza, era la promesa de que el secreto que había guardado durante más de diez años estaba a punto de ser revelado. El secreto. Marta.

La imagen de su amiga, de su risa resonando en el viento, regresaba una y otra vez a su mente. Marta y ella, inseparables, hasta el día en que todo cambió. Había sido más que una amistad. Había sido complicidad, una conexión tan profunda que no necesitaban palabras para entenderse. Hasta que apareció Andrés y la tensión creció silenciosamente entre ellas, un juego de miradas y sonrisas falsas, donde las palabras que no se dijeron calaron más hondo que cualquier traición.

Finalmente, al anochecer, Lucía llegó al acantilado, el aire frío le golpeó el rostro como un bofetón. El lugar donde todo había comenzado estaba frente a ella, y con él, el pasado que siempre había intentado dejar atrás. Víctor, que así se llamaba ese extraño visitante, ya estaba allí, esperándola en la penumbra. Era un hombre reservado, pero desde su llegada al pueblo, su presencia había sido como una constante sombra sobre Lucía. Había algo en su forma de hablar, de moverse, que sugería que sabía más de lo que dejaba ver. Pero esa noche, la máscara caería.

—Sabes por qué estoy aquí —dijo él, sin ni siquiera volverse para mirarla. Sus palabras parecían flotar en el aire, cargadas de intención.

Lucía dio un paso más, sintiendo el peso de su secreto, oprimiéndole el pecho. Víctor se giró lentamente, sus ojos oscuros la atravesaron con una mirada que parecía leer cada uno de sus pensamientos más profundos.

—Marta… —comenzó a decir ella, pero Víctor la interrumpió.

—No me hables de ella como si no la conocieras. Sabemos lo que pasó esa noche. Sabemos lo que escondes.

El corazón de Lucía se aceleró. Sabíamos. Esa palabra resonó en su cabeza como un eco distante pero persistente. ¿Quién más? ¿Quién podría haber estado allí? Solo estaban Marta y ella aquella noche. Solo ellas… y las decisiones que tomaron. Pero entonces lo comprendió. Víctor no estaba solo en esta búsqueda. Y pensó en Andrés.

Un nudo se formó en su garganta cuando entendió lo que estaba sucediendo. Andrés también había sido parte de todo, aunque nunca lo hubiera sabido por completo. Había detalles, retazos del pasado que siempre había intuido, pero que nunca se habían revelado completamente ante él. Lucía tragó saliva, sintiendo la complicidad que aún existía entre ellos, una conexión que iba más allá del tiempo, más allá del dolor.

—¿Qué es lo que quieres realmente, Víctor? —preguntó ella, tratando de mantener la compostura, aunque sabía que él la había acorralado.

—La verdad. Y tú también la quieres, aunque no lo admitas —respondió él con frialdad—. ¿Crees que puedes seguir ocultándola? Creíste que el tiempo enterraría todo, pero el pasado siempre encuentra la manera de salir a la superficie.

Las palabras de Víctor eran como veneno destilado, cada una cargada con una verdad que Lucía se negaba a aceptar. Aun así, algo en su voz la hacía dudar. Quizás él también tenía sus propios motivos, algo más que venganza o justicia.

Antes de que pudiera responder, una figura emergió de las sombras. Andrés. Había seguido a Lucía hasta allí, sin que ella lo notara, y ahora estaba parado frente a ambos, con la mirada tensa.

—Ya basta, Víctor. Esto no puede continuar —dijo Andrés, con una calma tensa—. Sabes que lo que buscas no te devolverá a tu hermana.

Víctor lo miró fijamente, como si quisiera medir cada una de sus palabras antes de responder. Había algo entre ellos dos, algo que Lucía no alcanzaba a comprender del todo. Durante esos años de silencio, Andrés también había estado buscando respuestas, pero nunca se lo había dicho. En ese momento, Lucía sintió que las piezas del rompecabezas se alineaban lentamente.

—No busco venganza, Andrés —dijo Víctor al fin—. Pero quiero saber por qué. ¿Por qué mi hermana tuvo que morir mientras ustedes dos siguen aquí, viviendo como si nada?

La pregunta quedó suspendida en el aire, cargada de dolor y resentimiento. Lucía lo entendió en ese instante. La verdad no solo se trataba de lo que había sucedido entre Marta y ella, sino de las consecuencias que ese hecho trajo para todos. Su silencio había condenado no solo a Marta, sino también a Andrés y a Víctor, atrapándolos en un ciclo interminable de culpa y preguntas sin respuestas.

—No fue así —dijo Lucía, con lágrimas en los ojos—. No fue como tú crees, Víctor. Marta… ella era mi amiga. No quería que nada de esto pasara. Ella estaba enamorada de Andrés y yo también y las dos caímos en el error de enfrentarnos y entonces un mal golpe la hizo caer por el acantilado. Fue un accidente, pero sé que eso no lo hace menos terrible.

Víctor bajó la mirada, como si las palabras de Lucía fueran más de lo que esperaba escuchar. Por un instante, la tensión entre los tres pareció disiparse, lo que dio paso un profundo vacío, el reconocimiento de que, a pesar de los años, la herida aún seguía abierta.

El viento golpeaba fuerte contra los acantilados, mientras los tres permanecían allí, en silencio, con la verdad finalmente expuesta. Una verdad compartida entre ellos, más allá del misterio, más allá de la culpa.

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