El Sr. Darcy caminaba entre los pasillos de la biblioteca con su acostumbrada calma, cada paso medido, cada pensamiento bajo control. La oscuridad de la noche envolvía las estanterías de manera casi solemne, como si el mundo entero se hubiera detenido en ese instante. Las hojas de los libros crujían levemente a su alrededor, y las sombras de los personajes de otras historias danzaban a la distancia, pero Darcy, inmerso en sus propios pensamientos, avanzaba sin prestarles atención. Él no pertenecía a ese caos. Su orden interno, su frialdad y autocontrol lo mantenían al margen de lo que no podía comprender.
Entonces, la vio.
Al principio, fue solo una silueta, una sombra entre las sombras. Pero conforme se acercaba, la figura se definía más claramente. Allí, entre los libros de erotismo, estaba ella: Historia de O, la mujer de mirada intensa y cuerpo envuelto en una gracia que Darcy no había visto antes. Llevaba un vestido largo, ceñido de manera sensual, y su porte irradiaba una fuerza que desafiaba las convenciones. Su piel parecía brillar bajo la tenue luz de la luna que entraba por las ventanas altas, y su rostro, sereno, pero inquisitivo, lo observaba con una mezcla de curiosidad y desafío.
Darcy se detuvo en seco. El aire pareció volverse más pesado, más denso entre ellos.
—No esperaba encontrarme contigo aquí —dijo ella, su voz baja y suave, pero cargada de una intensidad que atravesó la distancia que los separaba. No era una pregunta, más bien una declaración, como si supiera desde el principio que, tarde o temprano, este encuentro sería inevitable.
Darcy, por su parte, frunció el ceño levemente. Esa mujer no era de su mundo. Todo en ella —su porte, su forma de estar, el aire cargado de deseo que parecía rodearla— le resultaba extraño, casi ofensivo. Y sin embargo, algo en su presencia le impedía apartar la mirada.
—No me parece que tengamos algo en común —respondió Darcy con su habitual desdén, su voz fría, con la intención de distanciarse.
Pero O sonrió, una sonrisa que no era de burla, sino de entendimiento.
—Quizá te sorprendería lo que podemos llegar a compartir —dijo ella, avanzando lentamente, sin apresurarse, sus pasos suaves y seguros, como si cada movimiento estuviera calculado para desestabilizar a quien la observaba—. Tal vez lo que te incomoda de mí no es lo que soy, sino lo que podrías descubrir de ti mismo en mi presencia.
Darcy la miró con más detenimiento, tratando de ocultar el ligero nerviosismo que comenzaba a sentir. ¿Cómo podía ser que una simple mirada, un simple encuentro, lo descolocara tanto? Él, que había construido su vida alrededor del control, de la racionalidad, de la capacidad para mantener cada emoción bajo llave, se encontraba ahora frente a una mujer que parecía desafiar todas esas barreras.
—Te equivocas —replicó, su tono gélido—. No hay nada que puedas revelarme que no conozca ya.
O arqueó una ceja y sonrió más ampliamente, como si estuviera viendo a través de todas sus defensas.
—Eso es lo que dicen los que más miedo tienen de sí mismos. —Su voz era un susurro en el aire, pero cada palabra resonaba profundamente en el espacio entre ellos—. Tú, Darcy, eres un hombre que ha vivido toda su vida dentro de las reglas, dentro de las estructuras. Te has limitado a amar de una manera contenida, a desear de una manera aceptable, a pensar solo lo que el mundo considera correcto. Pero yo te pregunto: ¿Qué queda de ti cuando esas reglas desaparecen? ¿Quién eres cuando nadie está mirando?
Sus palabras lo atravesaron como un filo afilado. Darcy, incómodo por la insinuación, apartó la mirada un instante. No podía evitarlo: el control que había ejercido durante toda su vida lo estaba traicionando frente a esta mujer. Ella había logrado en pocos minutos algo que nadie había logrado en años: hacerlo cuestionar la base sobre la que había construido su identidad. Pero ¿cómo podía una mujer como ella, cuya vida estaba tan entregada a los impulsos, a los placeres y al abandono de la voluntad, comprender la profundidad de sus convicciones?
—Vives bajo la ilusión de que tu autocontrol es sinónimo de fuerza —continuó ella, con voz suave—. Pero tal vez, solo tal vez, ese control no es más que una máscara, una forma de esconderte del mundo. Del verdadero deseo.
Darcy se irguió, su mandíbula tensándose.
—Y tú —respondió con dureza—, vives entregada a los placeres de la carne. A la sumisión. ¿Dónde está el honor en eso? ¿Dónde está la dignidad?
O no se inmutó. Si acaso, su sonrisa se hizo más enigmática, más seductora.
—Mi vida no se define por la sumisión, Darcy —dijo, su tono firme pero gentil—. Se define por la elección. Yo elijo lo que deseo. Yo elijo a quién entregarme, cuándo y cómo. No me someto a los dictados de la sociedad ni a las reglas que tú sigues tan fielmente. ¿Y tú? ¿Qué eliges realmente? ¿A quién amas? ¿Por qué has limitado tus deseos, tus pensamientos, tu corazón?
Esas últimas palabras lo desarmaron. Darcy sintió que su control comenzaba a desmoronarse. No porque quisiera admitirlo, sino porque esa mujer, con su franqueza brutal, había tocado algo profundo en él, algo que ni siquiera Elizabeth Bennet había conseguido: lo estaba obligando a mirarse en el espejo, a enfrentarse a las partes más oscuras de su alma.
—No sabes nada de mí —murmuró, pero incluso a él le sonaron vacías sus propias palabras.
O dio un paso más cerca, hasta que casi podía sentir su aliento, cálido y tentador.
—Te conozco más de lo que crees, Darcy. Porque todos, en el fondo, tenemos los mismos miedos. Todos huimos de lo que realmente deseamos. El amor, el deseo, el poder… todo está ligado. Tú y yo, aunque no lo quieras admitir, compartimos más de lo que estás dispuesto a aceptar.
Darcy sintió que el aire a su alrededor se hacía irrespirable. Su corazón latía con fuerza en su pecho, pero no era solo por la cercanía de ella, sino por el remolino de pensamientos que lo consumía. ¿Podría ser cierto? ¿Acaso había pasado toda su vida escondiéndose detrás de una fachada de autocontrol? ¿Acaso el amor que siempre había mantenido contenido, las emociones que había reprimido, eran su verdadera debilidad?
Por un momento, el mundo alrededor de ellos se detuvo. El ruido de los otros personajes de la biblioteca se desvaneció, y todo lo que existía era el espacio que compartían. O lo miraba directamente a los ojos, su mirada penetrante y cargada de una promesa oscura, y Darcy, por primera vez en su vida, se sintió pequeño frente a alguien.
—Quizás no sea debilidad admitir lo que realmente deseas —dijo O, su voz más suave ahora, más íntima—. Quizás, solo quizás, el verdadero poder está en aceptar lo que eres, sin miedo, sin excusas.
Darcy tragó saliva. Durante toda su vida había luchado por el control, por la perfección, por el honor. Pero allí, en esa biblioteca oscura, bajo la mirada implacable de una mujer que encarnaba lo opuesto a todo lo que él representaba, se dio cuenta de que el mayor desafío no era enfrentarse a ella, sino enfrentarse a sí mismo.
Y en ese instante, en ese momento de revelación, Darcy supo que ya no podía seguir huyendo de las preguntas que ella le había planteado.
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