Cuento.
Mi tía, cuando apenas contaba cuatro años, lloraba desconsoladamente. La abuela nos relató aquellas noches interminables en que los sollozos de la niña quebraban el silencio de la casa. Lloraba porque, en su inocente corazón, se encontraba en un hogar ajeno. La mujer que la cuidaba, esa a quien llamaban ‘mamá’, no era la suya, y su pequeña alma extrañaba con desespero a los cinco hermanos mayores, ausentes, que parecían no existir en esta vida.
—No eres mi mamá —repetía María de la Caridad, con una certeza que helaba la sangre.
La abuela, con el alma partida, sufría en silencio, mientras trataba de consolar a su segunda hija, su ‘niña del alma’. La primogénita, Lucía, en cambio, se burlaba abiertamente de su hermana, tachándola de loca y lanzando carcajadas que resonaban en las paredes, como un eco burlón que solo acentuaba el desconcierto.
Aquella tormenta sucedía en una nación pequeña, lejana, muy lejos de la India, donde estos casos son más comunes, como si ese rincón del mundo también guardara secretos en los pliegues de su geografía. Pero en nuestra tierra, aquello era inconcebible.
Cuando María de la Caridad cumplió seis años, los recuerdos de ese otro mundo desaparecieron como sombras al amanecer, y su mente quedó en blanco, ajena a las imágenes de su pasado. Pero fue entonces cuando comenzaron a caer sobre mi abuela y sus dos hijas las lluvias de lo inexplicable. Los sucesos extraños, como presagios de un destino que aún no había revelado su rostro, empezaron a rodearlas, envolviendo a la familia en un manto de inquietante misterio.
María de la Caridad había florecido; sus diecisiete años la envolvían en una belleza tímida, pero irresistible. Su corazón, tierno y lleno de sueños, se rindió ante un joven de su escuela. Sin embargo, aquel muchacho apenas la notaba, y cuando sus ojos se posaban en ella, era con la cálida indiferencia con la que uno mira a una hermana. Entre juegos y confidencias, la amistad entre ambos creció, haciéndose sólida como el tronco de un árbol centenario. Pero esa cercanía era para María un nudo en el alma, una mezcla cruel de amor y dolor. Ella lo deseaba con la intensidad de quien ha descubierto el amor por primera vez, mientras él, ajeno a su tormento, posaba su mirada en otra joven, sin descuidar su protección y amistad hacia María.
A veces, María se mostraba pura e inocente, y otras, insolente y atrevida, hasta que un día lo acorraló con la fuerza de su pasión no contenida. Iván, sin escapatoria, dejó escapar un secreto que había guardado como una sombra oscura.
—Tengo recuerdos de una vida pasada —le confesó con una voz apagada—. Imágenes que se cuelan en mi mente como fantasmas. En esa vida, tú eras mi hermana menor. Éramos cinco hermanos, y tú eras la única mujer. Nuestra madre trabajaba en las noches, y yo me encargaba de cuidarte. No puedo verte como una mujer que deseo, sino como la niña que protegí, mi hermanita, mi sangre.
Aquellas palabras cayeron sobre María como una tormenta que destroza los campos, dejando su alma empapada en tristeza. Sus esperanzas se desmoronaron como un castillo de arena arrasado por el mar. Con el corazón hecho pedazos, fue a buscar consuelo en los brazos de su hermana Lucía. Y fue entonces, en medio de la conversación que surgió entre ellas, que Lucía le recordó algo que ella misma había olvidado por completo.
—María, cuando era pequeña, hablabas de una familia con cinco hermanos, una historia que parecía salida de un sueño lejano, donde nuestra madre no era la madre que tú conocías.
Esa noche, tras la conversación con Lucía, María de la Caridad se sumergió en un sueño profundo, como si la pesada tristeza de su corazón la hubiera arrastrado al fondo de un océano invisible. Soñó con un paisaje borroso, donde las sombras se movían con la familiaridad con la que el viento acaricia las hojas. Entre esas figuras, divisó a una mujer alta, con el rostro oculto por un velo negro, cuya presencia, a pesar de lo inquietante, le resultaba dolorosamente cercana.
—María… —susurró la voz de la figura, con una dulzura que estremecía—. Siempre serás mi hija, en esta vida y en todas las que vendrán.
María intentó acercarse, pero sus pies estaban hundidos en la tierra, como si las raíces de su propio ser la mantuvieran atrapada en el pasado. La figura, sin embargo, se desvaneció lentamente en la neblina, como un sueño a punto de perderse entre los pliegues del tiempo.
Despertó sobresaltada, con el pecho agitado, y el sonido de la lluvia golpeando las ventanas, como si el cielo compartiera su llanto. A pesar de la rutina que la envolvía en los días que siguieron, algo profundo en su interior había cambiado. Iván, aquel amor imposible, se diluía en su mente como las gotas de una tormenta pasajera. Sin embargo, el vacío en su alma no se disipaba.
Una tarde, mientras recogía las flores marchitas del jardín, sintió una ráfaga de aire helado recorrer su cuerpo, paralizándola. Al alzar la vista, vio al otro lado del jardín cinco figuras: cinco hombres jóvenes, idénticos en aspecto, que la miraban con una profundidad inhumana en sus ojos oscuros.
—Hermana —dijeron al unísono, con voces que parecían surgir del viento mismo.
María retrocedió, el corazón galopando en su pecho. Las figuras se desvanecieron como humo, dejando tras de sí un perfume a rosas viejas y tierra mojada. Corrió hacia la casa buscando a la abuela, hasta que, de golpe, la memoria la alcanzó. La abuela había muerto hacía semanas, pero en la confusión del momento, parecía haberse olvidado.
Las habitaciones de la casa estaban vacías, resonando con el eco de sus propios pasos, como si la realidad se hubiera convertido en una frágil cáscara. Entonces, la figura de su abuela apareció en el umbral de una puerta, con la misma calma que siempre había tenido, pero con algo más, una sabiduría que parecía no pertenecer a este mundo.
—Sabía que este día llegaría —dijo la abuela, su voz baja y cargada de los años—. Hay cosas que nunca debieron ser olvidadas, María. Tú no eres solo mi nieta; eres hija de tiempos antiguos. Los hermanos que ves… siempre han estado con nosotros. Ellos te quieren de vuelta.
María, temblorosa, con los ojos empañados por lágrimas, intentó resistir lo que estaba oyendo. Pero en su corazón, sabía que aquello era verdad. Esa vida cotidiana, esa normalidad que siempre había buscado, no era más que un espejismo, un fragmento de una historia mucho más grande y profunda. Sus recuerdos de infancia, las palabras sobre una familia que nunca conoció, el rechazo inexplicable hacia su madre… Todo encajaba como las piezas de un enigma desvelado.
Aquella misma noche, María salió al jardín, siguiendo el perfume de las rosas que la llamaban. Bajo la luna llena, las cinco figuras la esperaban. Pero esta vez, no había miedo. Caminó hacia ellos, sabiendo que eran sus hermanos, que ese era su verdadero hogar. Sintió una paz indescriptible, una felicidad que nunca había experimentado en la vida mundana. No visualizó más a Lucía, ni a la madre que nunca reconoció. Iván se desvaneció junto con la bruma del olvido, como un vestigio de una vida que ya no tenía sentido.
Finalmente, María encontró su lugar entre los suyos. Allí, entre sombras y perfumes de otra vida, comprendió que la felicidad no estaba en lo que había creído, sino en abrazar la verdad que siempre había estado enterrada en lo más profundo de su ser.
Realmente nunca conocí a mi tía abuela. Murió joven, me contó mi madre que falleció en un manicomio muy lejos del pueblo.
Reno, 24 de septiembre. 2024.
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