El teniente Tomás se paseaba inquieto en su oficina. Sus pasos resonaban en el suelo como martillazos que intentaban romper el misterio. El ceño fruncido y los puños cerrados, como si al tensarlos pudiera exprimir alguna respuesta oculta. Algo no encajaba, y ese algo le provocaba un malestar profundo. José Vizcaíno, el célebre literato del pueblo, había desaparecido sin dejar rastro, y en la sala de su casa había aparecido un cadáver, sentado con serenidad en un sillón, como si esperara pacientemente a que alguien resolviera su enigma.

—¿Será posible que el honorable José, ilustre entre estos miserables callejones, sea un asesino en fuga? —murmuró Tomás, su voz apenas un eco en la penumbra de sus pensamientos.

El cuerpo encontrado no tenía identidad. Nadie en el pueblo lo reconocía, pero algo más perturbador aún estaba por revelarse. Como dictaba el protocolo, el cadáver fue trasladado a medicina legal. Allí, el forense Rosales y su equipo pronto se toparon con lo inexplicable. El cadáver, quieto, parecía desafiar las leyes de la naturaleza. No había rigidez cadavérica, la piel no presentaba signos de lividez, y, lo más inquietante, su temperatura corporal permanecía estable en los 36 grados, como si la muerte hubiese decidido ignorarlo.

—El cuerpo se enfría a un ritmo de 1.5 grados por hora… —se repetía Rosales, casi en trance—. Esto no tiene sentido.

La autopsia reveló lo impensable. Al abrir el cuerpo, no encontraron órganos. El cadáver era un cascarón vacío, hueco por dentro, como si alguien hubiera extraído todo lo que lo hacía humano. El forense, pálido, mandó llamar al teniente Tomás. No podía cargar solo con semejante descubrimiento.

—Pase, teniente, debe ver esto —balbuceó Rosales con la voz rota por la incredulidad. Frente a ellos, el cuerpo no era un cadáver, ni siquiera parecía humano. A simple vista, parecía haber sido fabricado, como un muñeco grotesco creado en algún taller siniestro.

Tomás, incrédulo, observaba con el mismo asombro que los demás. Era un cadáver y no lo era. Parecía una broma, una burla macabra, pero con un trasfondo aterrador que no podían ignorar.

—Esto tiene que ser obra de José —concluyó finalmente Tomás, el nombre del desaparecido, resonando en su mente como una advertencia oscura.

Diez días transcurrieron sin señales del literato, pero en el pueblo pequeño los rumores se expandían como el fuego. Todos hablaban de la desaparición, del cadáver extraño y de los misterios que parecían envolver a José Vizcaíno. Y fue entonces cuando Alicia, la joven gitana del pueblo, apareció con un dato que agitó aún más las aguas ya turbulentas.

—Teniente —dijo Alicia, sus ojos brillando con una mezcla de miedo y certeza—, encontré algo en el cementerio que no estaba ahí antes. Es una tumba que lleva el nombre de José Vizcaíno y Román, y de su esposa María. Fechas que datan de 1900 a 1978.

La tumba era antigua, pero parecía haber sido colocada apenas dos días atrás. Nadie en el cementerio la reconocía, no estaba registrada, y, sin embargo, el mármol estaba desgastado por el tiempo, como si hubiese estado allí desde siempre. La jueza aprobó la exhumación de los cadáveres, y lo que hallaron fue aún más desconcertante. Dos cuerpos descansaban en esa tumba: el de una mujer, cuya muerte coincidía con la fecha en la lápida, y el esqueleto de un hombre, cuya dentadura y ADN confirmaban que era José Vizcaíno. Sin embargo, los restos databan de una muerte ocurrida en 1978, a pesar de que, supuestamente, José seguía vivo hasta su reciente desaparición.

El hallazgo golpeó como una bomba. Para las autoridades, era más desconcertante que el falso cadáver. La jueza, incapaz de lidiar con la realidad que enfrentaba, terminó internada en una clínica mental. Tomás, abrumado por lo vivido, renunció a la policía y se dedicó al espiritismo, buscando respuestas en un mundo que ya no comprendía. El forense Rosales, cargado por la pesadilla que había descubierto, se mudó del pueblo, llevándose con él los recuerdos que lo atormentaban.

El pueblo maldito comenzó a vaciarse. Familias enteras abandonaban sus hogares, huyendo bajo la luz de la luna llena, como si el mismo suelo que pisaban hubiese sido maldecido. Los pocos que quedaron contaban historias de cadáveres falsos, de hombres muertos caminando entre los vivos, y de José Vizcaíno, el literato que había burlado la muerte, o quizás, se había convertido en su más oscuro emisario.

Ahora, el pueblo de José, es un pueblo fantasma.

Reno, 23 de septiembre, 2024. EE.UU.

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