Unas tenebrosas y densas nubes convulsionaron por un arrebato del fuerte viento, colisionaron entre ellas y vomitaron un encandilado y disparatado rayo que partió e incendió la cresta del árbol más alto; al instante un aberrante estruendo. La intensidad del repentino aguacero hizo un pantanal donde se diluyó la sangre. Los perros se saciaban con los restos humanos. El aspecto siniestro y perverso de los quince mercenarios permanecía impertérrito.
Ciento cuarenta y ocho capturados, sometidos y encadenados, agrupados por estatura. Cada una de las cadenas medía seis metros y a cada metro una argolla para el cuello. Racimos de hombres, mujeres y jóvenes que apenas dejaban la pubertad. Los niños más pequeños, ya traumatizados, y algunos arrancados de los brazos de sus madres fueron abandonados con los viejos de la tribu, que miraban con incredulidad la devastación y el incendio del pacífico poblado. Los heridos que no podían caminar fueron ejecutados.
Lenta procesión al canto del látigo, hacia al este del continente hasta la costa atlántica. Arduo y caluroso camino a través de secas llanuras con esporádicos árboles y arbustos. La escasa comida y la poca agua mermaban la fuerza y nutrían el agotamiento.
Al quinto día alcanzaron un río profundo y apacible. Saciaron la sed. Cuando lo vadeaban ruidosamente fueron percibidos, desde la orilla oriental, por unos enormes cocodrilos que holgazanaeban a la sombra de la rivera .El hedor de esa caravana apocalíptica de cuerpos, sudados, impregnados de suciedad y sangre seca espabiló el carácter depredador de las arcaicas bestias. Estaban hambrientos y el desacostumbrado movimiento del agua los sacó de la modorra y la somnolencia, con repentino ímpetu y agilidad se lanzaron al río, desplazándose a través del agua con un nado a contracorriente de velocidad vertiginosa, hacia lo que parecía una presa fácil.
Los nativos: custodios y encadenados, señalando aguas abajo advirtieron el peligro mostrando aterrados la inminencia del ataque y el avance decidido de los carniceros de inmensas mandíbulas.
El alegre cantar de los pájaros y el chillido alborotador de los monos se silenció, permitiendo escuchar con claridad el pandemónium de un espantado amasijo de alaridos y gritos combinados con el ladrido defensivo de los perros y el relincho angustiado de los caballos. El agua mansa dejó de serlo para burbujear por el revoloteo causado por el elástico y trepidante movimiento de las corazas prehistóricas. A ras de la superficie los ojos carnívoros, verde amarillento de contraída pupila vertical, seleccionaban a su presa.
El capitán de sólida voz espectral, desordenada barba y con un amplio sombrero de cuero que cubría su oscura melena, ordenó soltar a la corriente, un racimo de los jóvenes más pequeños. Más gritos y alaridos, mandíbulas descomunales colmadas de excesivos sarrosos colmillos, carne desgarrada, huesos triturados y partidos, vísceras expuestas. Esas seis últimas miradas impregnadas de espanto quedaron flotando en el agua teñida de púrpura. El resto de la comparsa terminó de pasar y llegar a la orilla opuesta.
Finalmente y al ocaso del décimo día con la extenuación a cuesta, arribaron a la costa.
Las argollas del cuello fueron sustituidas por grilletes en los tobillos para quedar emparejados. Empujados al interior de un gran recinto de atmósfera densa y nauseabunda, se encontraron con unos trescientos más de diferentes tribus. Secos murmullos identificaban variedad de dialectos. Un nuevo sentimiento: el aborrecimiento, germinaba en lo más profundo del ser.
Fuimos lanzados contra una de las paredes de troncos de madera, una suave brisa refrescaba el sudor de mi espalda, entraba por una de las rendijas que quedaba entre tronco y tronco. La penumbra del recinto ocultaba mi piel oscura excepto un haz de luz que resplandecía en el grillete del pie izquierdo que me unía al otro.
Gire para ver el ocaso a través de la rendija; una hermosa flor amarilla altiva y orgullosa, como último vestigio de la vida, me hizo sentir que había muerto. La intensidad de su colorido exaltado por esa última luminosidad del día me permitió recordar su aroma y me pareció percibir su exquisita y exuberante fragancia. Esa circunstancia inmaterial me alejó del viciado recinto donde me encontraba; en ese aroma me miré, y vi la triste y última súplica del primer antílope que casé.
El sonido estrepitoso de voces en un nuevo dialecto incomprensible me sacó de mi ensueño ¡Slave! ¡Slave! chillaban unos guerreros diferentes. Blandían con destreza el ya conocido siseante látigo. Los nuevos amos también blancos como nuestros captores, pero de cabello y barba amarillos como el sol, ojos claros de hiena con mirada maligna, nos sacaron de la barraca. Al instante nos envolvimos en una agradable brisa con el aroma tonificante de peces y algas frescos, corriente que venía desde un inmenso lago azul turquesa resaltado por el intenso brillo del día.
Caminamos torpemente en fila sujetados de a dos, y con azotes al azar, hacia una gigantesca canoa con tres largos y verticales maderos que nos tragó en unos oscuros recintos. El penetrante tufo putrefacto punzó como un clavo de gran tamaño en mi cabeza al contrastar violentamente con el aroma recién percibido en el exterior. Encadenados unos a otros y a la vez al crujiente maderamen, quedamos indefensos y condenados a otro abismo de angustia y oscuridad. Día tras día… cada día… desfallecía;
Día tras día, al bamboleo del viento y el mar, nos diluimos hacia un solo ente. Fuimos uno, yo y: las cadenas, los grilletes, el látigo y los continuos rugidos de su dueño, la pestilencia, el calor sofocante, la sed, el hambre, el copioso sudor, la fiebre, la sangre, el pus, el vómito, el llanto, el dolor, la enfermedad en todas sus formas… la muerte.
Así, fusionado con todos los elementos y en mi delirio, me serene para abandonar mi maltratado cuerpo y solo con mis intactos y lúcidos pensamientos me transporté a diario a la esencia de mis antepasados. Forma que encontré para escapar de la angustiosa realidad.
Transité por la oscuridad húmeda de las cavernas y llegué al origen donde la inestabilidad del Caos era el todo y la ausencia de luz tiranizaba el espacio absoluto. A cada jornada del irracional cautiverio, fui evolucionando junto al nuevo orden universal, desde el origen, con el fulgurante gran estallido cuando por designios esenciales e intrínsecos irrumpe la luz y nace el cosmos; con una formación estable, equilibrada y constante del día y la noche. Fui testigo del descontrolado impacto de Tea contra Gea; de tal conmoción surgió Selene, la Luna. Mientras Columbia, Rodinia, Pannotia, Pangea, Amasia y Novopangea se fragmentaban. Fui un microorganismo celular en las aguas del Precámbrico, luego urodelo de larga cola para nadar y nadar, cuando me aburrí salte a la tierra y repte por: sabanas, selvas, desiertos y montañas, subí a los árboles y desde esa gran altura me lance al vacío y volé, fui pájaro y navegue incansablemente en el espacio entre el cenit y nadir, fui más allá, hasta el reino de mis dioses astrales donde el sonido era apacible y armónico de cantos melódicos indescriptibles con el tintineo de traslúcidas luces de colores que al ritmo de los tambores, me reconfortaron me dieron sosiego y sentí una inmensa paz. Sentí la lluvia, los ríos, los grandes saltos de agua, la llanura, el desierto, la montaña, la selva, los animales, las plantas…palpité al compás del corazón de África.
Sentí que la vegetación me envolvía en un profundo letargo que fue bruscamente alterado cuando lo olfatee, en una fracción de segundo estaba levantado con todos mis músculos tensos, con sigilo seguí el efluvio animal y lo vi en la ribera del río saciando la sed, sintió un ligero ruido casi imperceptible, instintivamente levantó la cabeza, mi respiración se cortó, los músculos se tensaron al borde del rompimiento, el aguzó todos sus sentidos, giro la cabeza en todas las direcciones, no sintió nada, se relajó; calcule: la distancia, la velocidad de él y la mía, el peso de él y el mío, asome y comprobé que las garras estaban todas en su lugar, fuertes y filosas; era mío, me impulse con todas mis fuerzas concentradas en las patas traseras, el salto fue espectacular, en el aire rugí con una terrible ferocidad que por momentos dejó paralizada a mi presa y además espantó cuanto ser vivo había en los alrededores, un segundo rugido más estruendoso la hizo reaccionar, el terror la impulsó en un esforzado salto y a la vez trató de correr, todo a la vez, lo cual la hizo trastrabillar, ya era tarde, mis doscientos cincuenta kilos estaban sobre ella y con todos los colmillos de mis poderosas mandíbulas le fracturé el cuello y con la velocidad que traía ambos rodamos un par de vueltas, no la solté, ya estaba muerta, comencé a desgarrar y saciar el hambre. El cansancio me asentó en las ramas de un centenario árbol en lo profundo de la espesa selva, fui parte de una manada de monos, aprendí a vivir en comunidad a cooperar, para sobrevivir y sentir el contacto físico y la compañía de mis semejantes, comencé a darle sentido a la existencia; yo dependo de ellos y ellos de mí. Caminé erguido y siendo un Afarencis de solo 120 centímetros de alto y de más o menos veinticinco kilos de peso; en la rivera de un caudaloso río, decidí golpear una piedra, un canto rodado, contra otra; convirtiendo este transcendente acto en el principio de la evolución humana. Luego, ganando altura, peso y sabiduría, progrese a: Africanus, Robustus, Habilis, Erectus, Hombre de Java, Homo Sapiens Arcaico, Homo Sapiens, Homo Sapiens Sapiens. Solo necesité unos rápidos tres millones quinientos mil años.
Tuve conciencia de mí y de mi cuerpo. Afloró desde toda la conformación celular de mi organismo: la compasión, el afecto, la piedad, la tristeza, el dolor, la ternura, el amor, el pesar, la pasión…tenía alma.
El bamboleo cesó, navegamos con mucha calma hasta detenernos. Conté cincuenta veces, las que día a día nos daban una única y asquerosa comida. Cincuenta días de delirio, de trance que me permitió sobrevivir y saber quién soy.
¡A la cubierta!, chilla el capataz al silbido del látigo. Enceguecidos por la penetrante luminosidad, escuchamos un nuevo dialecto: ¡esclavos hediondos, muévanse!, más látigo, ¡negros sucios!
Un hombre alto, barbudo, de mirada abismal, con una vestimenta oscura que cubría todo su cuerpo, hizo al aire y a nuestro paso una extraña señal.
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