Uno
Esa era la última vez que vería a Yúrico. Estaba convencido de ello camino al Ryo de Hino Motors, dispuesto a recoger mis cosas y salir de ese lugar para nunca más volver. Treinta peruanos provenientes de todas las ciudades habíamos sido corridos por el pequeño hombre recio y pelado que fungía de gerente general devolviendo uno a uno nuestros pasaportes y mostrándonos con cortesía, pero con más indiferencia la salida de la gran empresa japonesa y todos a la calle, desde ese momento sin un lugar donde dormir y comer y finalmente, cada uno vería que hacer con su propio destino. Muchos recuerdos afloraron entonces, recorriendo las calles de esa vieja y apacible ciudad japonesa cuyas calles estaban desiertas a esas horas de la mañana. Como aquélla, todas las pequeñas ciudades japonesas que rodean los cinturones industriales en los suburbios de Tokio se convierten en insondables desiertos en medio de un agobiante horario laboral: interminables líneas de producción atestadas de obreros de todo el mundo; negocios y oficinas de imposibles rascacielos que bullen de hombres y mujeres luchando en pos de metas capitalistas impostergables; el calor subtropical que todo lo captura haciendo sucumbir disciplinadamente a todo ser viviente en su propia trampa oriental. Y nosotros, mucho menos que una estadística en la fuerza laboral japonesa.
Dos
Corría un viento fuerte que arañaba el rostro con furia y el calor insoportable de ese verano del noventiuno golpeaba nuestras cabezas con sus impensables cuarentidos grados centígrados. Abordé el densha de Hamura con destino a Higashi Ome, que también estaba desierto: pasaron ante mis ojos raudas las mismas casas de siempre, pequeñas villas y sembríos de arroz atacados por avecillas silvestres y uno que otro niño jugueteando ajeno, muy ajeno a mi existencia. Los minutos de ese corto recorrido se hicieron interminables y vaporosos, en medio de un desconcierto de recuerdos de mi casa y familia en Lima y yo allí, absolutamente solo en medio de la nada a miles de kilómetros de distancia.
Algo tenía seguro: nada era cierto desde ese momento, ni lo que ocurriría conmigo y todos los peruanos que esa mañana habíamos sido despedidos de la fábrica. Pero sólo me asaltaba una y otra vez la certeza del adiós, las palabras finales de un hasta nunca, el deseo de vivir una vida que no fuera mía para quedarme en silencio y para siempre sólo mirándole eternamente a los ojos.
Tres
Yúriko tenía la piel de nieve con una fragancia tersa de flores y amaneceres. Tenía los ojos grandes y marrones, su mirada dulce reflejaba con la misma pulcritud el cielo de sus 23 años y la tierra fértil de sus sentimientos. Había llegado la hora de abandonar Tokio, de dejar la pacífica localidad de Higashi Ome, mi primer contacto con ese otro mundo que era Japón, y era una tarde de primavera de 1991. La conocí la mañana de un domingo lejano peleando con los kanjis aún indescifrables de un teléfono público de la NTT, intentando llamar a la patria con una tarjeta magnética. Ella, amable y lozana, con la paciencia milenaria de su raza, cogió mi tarjeta, paso a paso, gesto a gesto, me explicó el funcionamiento de la maldita máquina, y sin quererlo me llevó paso a paso a caer en la trampa mortal de su belleza. Una y otra vez me acompañaba, luego, a los supermercados y entre risas y emociones me fue llevando por el camino tortuoso de asimilar su cultura. Yúrico me había enseñado mis primeras palabras en su idioma, me había mostrado que tocar sus manos, las manos de una hermosa mujer japonesa, era tocar además el tiempo lejano de nuestras distancias, de nuestras mínimas aproximaciones culturales, sociales, pero al mismo tiempo me enseñó que el amor no conoce de fronteras, de idiomas, de problemas mínimos y máximos como un joven y confuso matrimonio o la nostalgia de la patria. Aún tengo en mi memoria, fresco y vigoroso, el recuerdo de largas caminatas nocturnas por una pequeña y moderna ciudad que moría muy temprano en el silencio del descanso de hombres torturados por el trabajo excesivo y de niños agotados por la dura jornada estudiantil. Aún recuerdo nuestras manos acariciando las noches cómplices, esas manos mías destruidas por el trabajo en una fábrica automotriz y la perfección de las suyas, lo más lógico en una especialista estética del salón de belleza principal de la ciudad. Watashi wa, anata o aishiteimasu, me diría no mucho tiempo después, cogida inexorablemente por el sentimiento corrosivo de un amor con un peruano como yo. Y uno, Yúriko, te amo a pesar que nada nos une y nada nos espera, y uno, cogido por ese sentimiento inequívoco de dolor y pasión, del nunca más te veré y nunca te olvidaré. Cuantas veces cenábamos en la tranquilidad de una pequeñísima habitación de dos por tres, alquilada con mucho esfuerzo por Yúriko (más de 700 dólares por mes) en la cual ella me narraba hermosas historias, en medio del desconcierto fonomímico de nuestro diálogo de locos, sobre su hermosa tierra natal: Aomori Ken, su padre agricultor y su madre con el color de la felicidad en su rostro cada vez que ella le escribía artísticas cartas ideográficas. Más de mil quinientos kilómetros de su hogar y yo, cual dialogante babélico, los detalles de mi país, doce mil quinientos kilómetros, la soledad total de un sudamericano entre más de cien millones de japoneses, pero sus ojos allí, en la penumbra, como centellas virginales acariciando mis entrañas, nuestras manos y nuestras pieles, cogidos por el clamor de nuestra soledad, y el suave y verdusco oshá, trepidando en nuestras pequeñísimas tazas de cerámica, tibio y fuerte, acompañándonos. Yúriko, amiga mía, amor mío ¿Cómo olvidar el momento en que prometimos olvidarnos para siempre? ¿Cómo olvidar el beso infernal de una despedida desconcertante, cuando con mis pocas cosas al hombro y más temores que certezas te dije que me iba a Nagoya, a otra vida, que llegaba una esposa también joven y también hermosa, que nos esperaba lo desconocido para intentar reconstruir lo imposible, que los proyectos de un peruano en Japón es hacer plata y sufrir el dolor de la extranjería, que las cosas eran distintas aunque realmente nunca lo fueron?
Con ella aprendí también que había un pueblo japonés enorme y solitario, que luchaba tremendamente por mantener una cultura con más de tres mil años de civilización tan ajena, y que ella, joven mujer de los noventa de una potencia mundial, lloraba, sentía y padecía los mismos problemas humanos que cualquier otro ser en este mundo.
Cuatro
Y finalmente nos fuimos de Yúriko, de Higashi Ome, de Tokyo, y vivimos allí por mil días más, en mil ciudades más pero nunca más hallamos el calor de los ojos de Yúriko, de sus palabras sinceras y su risa al viento. Aquella tarde sobre cuyos límites moría en el poniente un sol coronado en fuegos naranja, en una calle solitaria y aún húmeda por alguna lluvia pasajera, tomamos el tren que nos llevaría a Tokyo city, lejos del hermoso Higashi Ome, y Yúriko la única persona en ese mundo despidiéndonos con las más bellas lágrimas jamás vistas, su mano al viento y el adiós para siempre, mientras que pocas personas, como seres de ultratumba, un domingo por cierto, reflejaban la soledad de mi despedida. Y me fui. Hoy, a muchos años de distancia, aún quema en mi recuerdo Yúriko, la pequeña y grande mujer que nos enseñó lo más íntimo, lo más visceral y hermoso de ese pequeño y enorme país del Asia, llamado Japón…
Nagoya, 12 de marzo de 1991
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