Capítulo primero
Margarita (bellis perennis): Planta herbácea perteneciente a la familia de las asteráceas (Asteraceae). Las margaritas blancas simbolizan la pureza, la inocencia y la espiritualidad.
La última calada al cigarrillo casi le quema los dedos. Aróstegui dejó caer la colilla sobre el piso mugroso, apretujándola contra el suelo con la enlodada puntera del zapato. Solo él sabía cuan placentera podía ser esa última gaseosa inyección de monóxido de carbono, alquitrán y nicotina directa a sus pulmones. Era tan relajante que incluso cerraba los ojos varios segundos para disfrutarla a plenitud. Desde la estrecha ventana del pasillo del suburbano edificio de ladrillos la ciudad se veía realmente sucia. «Si esta lluvia pudiera llevarse toda esta podredumbre…!!! Haría falta todo un diluvio y creo que ni aún así…», se decía para sus adentros.
Las sirenas de las patrullas rasgaban la noche con sus estridencias. La capital llevaba días convulsionando; el ambiente político y social del país en general era un auténtico hervidero. Las manifestaciones, la persecución y la represión de las autoridades amenazaban con transformar el caos en un «desastre nacional» sin precedentes. Era una dolorosa y cruenta realidad; se vivía pendiendo sobre el mismísimo filo de la «navaja» de una guerra civil.
Guardó el encendedor en el bolsillo interior de la gabardina, en un lastimoso esfuerzo por el vendaje que colgando del cuello le inmovilizaba el brazo derecho. Se acomodó el sombrero y consultó su reloj. Pese al cristal quebrado, recuerdo de una infructuosa persecución que además de una fractura de muñeca le dejó un doloroso recuerdo en la cadera y rodilla izquierda, pudo verificar la hora; tres y treintaisiete de la mañana… «A trabajar…!!!», exclamó increpándose a sí mismo y atravesó «rengueando» la cinta policial que bloqueaba la puerta señalizada con tres dígitos de bronce; cientonueve.
Adentro todo parecía normal, a todas luces un apartamento pequeño y corriente, lúgubre y poco iluminado, como los tantos miles dispersos por toda la ciudad; colmenas destinadas a «malalbergar» un «enjambre humano» condenado al «cuasi ostracismo».
-«Bueno…», reflexionó con un encogimiento de hombros. -«Yo también soy otro insecto del enjambre…Solo que en otra colmena», se dijo mientras recorría pausadamente con la vista el reducido espacio del habitáculo, demasiado estrecho para todos los que ahora mismo permanecían dentro de el. Una pequeña cocina en forma de «L» , arrinconada cerca de la puerta de entrada, un diminuto baño donde apenas cabía una persona, un par de ventanillas, más que ventanas … Y una cama… La cama… Retráctil, de las que se acomodan levantándolas contra la pared, ideal para lugares con espacio limitado, se encontraba desplegada, como escenario principal de un triste retablo… Los intermitentes destellos de la cámara del fotógrafo forense, que se movía alrededor de la víctima dejaban ver a intervalos la tragedia. De rodillas, un perito de la policía local examinaba minuciosamente el cadáver. Un agente del orden público observaba cauteloso a cierta distancia mientras que otro, lápiz y agenda en mano, conversaba cerca de la puerta con la casera, una dama de color, sesentona y en ropa de dormir que acunaba entre sus brazos un pequeño perro poodle. Deambuló brevemente por el interior del estrecho recinto, bajo la mirada escrutadora de los presentes. -«Vaya… Carlos Alberto Aróstegui Infante…!! No todos los días se estaba en presencia de una auténtica leyenda policial…», pensarían, aunque su aspecto físico, bastante descuidado por cierto, dejaba mucho que desear. Pero seguía siendo él… Su prodigiosa mente, sus habilidades investigativas y su dedicación casi enfermiza con su trabajo le habían ganado la fama de ser, para muchos, uno de los mejores, si no el mejor detéctive de homicidios de todo el país. Cuantas veces su imagen acompañando una crónica de casos de asesinato resueltos no habrían ocupado la primera plana de los principales diarios…? Imposibles ya de contar…
El pequeño baño tenía espacio apenas para un retrete, un lavabo y una tina, desbordada de agua. Introdujo la mano y aún estaba tibia. En el diminuto botiquín una serie de medicamentos de uso cotidiano estaban meticulosamente alineados. Al cerrarlo intentó reconocerse en el espejo empañado. El delgado rostro, ciertamente pálido, demacrado y con asomos de barba, era una sátira de lo que había sido su vida hace apenas un mes… -» Lo que puede lograr un divorcio turbulento…» Sobre el lavamanos un pequeño envase de cerámica y a su lado un dentífrico y un cepillo rojo, ya servido y listo para usarse. La crema dental lucía fresca, como colocada no hace mucho. Al salir del baño la rutinaria sesión de fotos estaba por concluir. Se asomó a una de las pequeñas ventanas de hoja vertical que daban a un oscuro callejón, lleno de desbordados depósitos de basura. Tres disparos sonaron a lo lejos, luego dos más. Unos chillidos graves de ruedas sobre el asfalto seguido del acelerado arranque de un auto y el aullido de otra sirena delató un nuevo desastre. -«Hay cosas a las que son imposible acostumbrarse que aunque se vuelvan habituales»… Reflexionó, con la preocupación zanjándole el rostro.
El acordeón del sistema de calefacción, nuevo, casi anacrónico en contraste con la obsoleta vivienda, sobre el suelo arrojaba un silbido casi imperceptible. Hacía bastante calor por lo que cerró la llave y algo le llamó poderosamente atención… Una extraña mancha de un ocre rojizo destacaba en el esmalte gris claro del artefacto, exactamente en el vértice mas cercano a la ventana. Fijó la vista nuevamente en el marco desgastado y una mancha carmesí, como un estrujón, casi invisible resaltaba entre el feo color verde de la madera. Justo al borde, la herrumbrosa pasarela de la escalera contra incendios parecía más insegura que cualquier otra vía de escape. Aún así uno de los pernos se seguridad estaba corrido. Observó afuera, en la distancia; los monolíticos bloques de apartamentos del barrio marginal regalaban un parco paisaje, grosero a la vista por tanto óxido, suciedad y «smoke». Después del deterioro marginal, allende el horizonte, la silueta del «dowtown» con sus rascacielos que se perdían en la altura, los edificios ejecutivos y las altísimas torres iluminadas, todo limpio y reluciente, simulaba un luminoso candil en medio del excremento. Emplazado en uno de los extremo del cuarto un armario cerrado. Al abrirlo con sumo cuidado todo estaba muy organizado. La ropa colgada y bien doblada, unas cajas en la parte superior perfectamente acomodadas y las gavetas, llenas de cosméticos, maquillajes y bisutería barata, todo muy ordenado. En el otro extremo un televisor pequeño transmitía imágenes apenas visibles por la estática. Una pequeña mesa con un teléfono apoyado sobre una gruesa guía y un destartalado sofá de dos plazas componían todo el mobiliario. Sobre el un uniforme blanco reposaba extendido con un par de zapatos cerrados igual blancos a sus pies. Tras el desvencijado mueble, colgado en la pared sobre un bonito pliego enmarcado, podía leerse, escrito con elegantes letras cursivas, la siguiente inscripción: La Real Academia de Ciencias Médicas se complace en otorgar el siguiente Diploma de Graduado como Enfermero(a) Especialista en Asistencia General al señor(a): Margarita Angélica Campoamor Mendoza al haber vencido satisfactoriamente nuestro programa de estudios. Dado en ceremonia efectuada en nuestra institución a los 17 días del mes de Junio del año 1971… Tres firmas y dos grandes cuños certificaban el documento. En el borde superior derecho un amplio membrete color oro brillaba incandescente con cada «flasheo» de la cámara del técnico forense. Aróstegui regresó a la minúscula cocina y todo se veía aparentemente normal. Una cafetera eléctrica, demasiado usada, reposaba sobre el enlosado y un viejo fogón de estufa yacía al final junto a la pared de descolorido empapelado. Empotrado bajo la meseta dos gavetas y un armario contenían enseres de culinarios; cubiertos, cuchillos, cucharones, cazuelas, sartenes… lo habitual. Suspendido contra la pared un mueble de dos puertas con platos, cereal, café, sal, azúcar… Estampado sobre la puerta de la antigua, fea y ruidosa nevera un calendario del año, de los que se deshojan -«1971, octubre…». Marcados con cruces rojas en cuadrículas alternas, al parecer los turnos de trabajo… El día de hoy, 6, estaba señalado…»Vaya jornada laboral…», pensó, con un toque de humor en exceso sarcástico, incluso para él. Una jarra con agua, un bote de leche, un par de envases con restos de comida y una caja de pizza con un par de cuñas su interior era todo lo que había dentro del refrigerador. Nada más… El fotógrafo desarmaba ya su tosco artefacto cuando el detective se acercó a la escena principal del crimen. Desde el pasillo común la conversación de los dos policías apenas se sentía como un levísimo murmullo. El forense ahora de pié, alto y curvado, realizaba apuntes en un formulario mientras observaba el cadáver por sobre los gruesos cristales de sus espejuelos. Carlos Alberto Aróstegui se detuvo a observar detenidamente el cuerpo que reposaba inerte sobre el lecho. Su vista, acostumbrada a presenciar las más tristes, crudas y conmovedoras escenas, esta vez se nubló a ratos, trayéndole a la memoria recuerdos de verdad dolorosos. Sobre las sábanas limpias una joven de tez morena yacía acostada completamente desnuda. La grácil cabeza y el cabello oscuro y lacio suelto disperso sobre la almohada. Los ojos semiabiertos miraban fijamente hacia el techo. Los juveniles labios, también entreabiertos estaban recién pintados de un rojo intenso Un estrecho cardenal, entre morado y rojizo rodeaba el delgado cuello. Los lóbulos de las orejas habían sido cercenados en un limpio corte horizontal.
-«Así que somos de los que nos gusta llevarnos «souvenirs» a casa…», pensó en voz baja. Unas minúsculas manchas hemáticas sobre la blanca funda delataban haber sido realizados «post mortem». Los pechos pequeños, casi púberes denotaban candidez, fragilidad..Entre las piernas abiertas, recogidas y flexionadas, junto a la desnuda y rasurada intimidad, una flor… pequeña, de largo tallo y blancos pétalos recostada frágil sobre las sábanas, con el amarillo botón hacia arriba. Una margarita… Un sinnúmero de lacerantes memorias comenzaron a apuñalarle el alma como dagas filosas e hirvientes y justo cuando estaba a punto de desvanecerse corrió hacia el lavabo, cerrando la puerta tras de sí. De pié ante el pequeño espejo su mente viajaba sobre aquel jardín en la hermosa casa cerca del lago. Aquella añeja felicidad y las alocadas travesuras y las risas adolescentes le daban un momentáneo sosiego… Pero repentinamente y como cubierto por una negrísima niebla todo se volvía tragedia y tristeza, como si de pronto una violenta tempestad hubiese arrasado con todo, dejando tras de sí desolación y amargura. Carlos Alberto se aflojó el nudo de la corbata, tiró el sombrero sobre la tapa del retrete, abrió la llave del lavabo y tras dejar correr el agua brevemente la acunó en la concavidad de su palma derecha llevándosela a la cara. Tres veces lo hizo. Tomó un pequeño frasco de medicamentos del interior de su chaqueta y lurgo de abrirlo se llevó dos píldoras a la boca. Las tragó secamente, cerró fuertemente los ojos y tomando un par de servilletas de papel de sobre el tanque del inodoro se secó el rostro húmedo. Al salir del servicio Aróstegui casi tropieza con los dos agentes que tras escuchar su carrera, habían abandonado su plática alarmados para irrumpir en el apartamento. Carlos Alberto buscó increparlos con la mirada pero ambos agacharon la vista como evitando la confrontación. El perito lo miró largamente, enarcó las grises cejas y tras respirar hondamente siguió garabateando sobre su folio. Aróstegui presionó entre sus dedos pulgar e índice el entrecejo, con fuerza desmedida. La sien le martilleaba pesadamente como contra un yunque. -«Cuando inventarán los fármacos que te quiten el dolor al momento…». Aquellos segundos de silencio solo rotos por el grafito y la tablilla del doctor, y por la lluvia contra los vidrios de los ventanales eran como un bálsamo adormecedor para Aróstegui pero fueron repentinamente quebrados por un pesado sonido que el detéctive sintió como una punzada en el mismo cerebro. En la esquina de la reducida «salita», en la mesa junto al sofá el prolongado e inesperado «ring» del teléfono captó la atención de todos. Uno de los agentes se acercó y permaneció expectante como aguardando autorización para responder. El detéctive, debatido entre el dolor en el brazo y la pesada jaqueca que lo atormentaba parecía aún retozar en el campestre patio de sus años púberes, con la mirada agobiada e inmutable perenne en la joven asesinada. El último timbre lo devolvió a la realidad y asintió sin levantar la cabeza. El policía descolgó el viejo manófono y tras una breve pausa extendió el auricular hacia el inspector…-«Señor… Es para usted…» Raro, improbable, imposible… Todas estas suposiciones irrumpieron bruscamente en la mente de todos como ladrón en medio de la noche. Cualquier ser humano común, cada uno a su manera, hubiera desarrollado un millón de hipótesis en su mente con respecto a esta extraña llamada, todas estarían tan distante de la verdad como de la galaxia más cercana. Cualquier humano… Pero Carlos Alberto Aróstegui Infante no era cualquier ser humano. En tres largas zancadas cruzó el espacio que le separaba de la mano extendida del policía tomando el auricular y colocándolo junto a su cara. Trás una pausa la voz al otro extremo de la línea se hizo escuchar. -«Buenas noches… Aunque claro está… No son tan buenas… Al menos no para todos…» Aróstegui permaneció impasible, inmóvil, impoluto… Y así continuó durante unos instantes bajo la atenta mirada de todos… En aquel rincón bajo la tenue y amarillenta luz de las lámparas incandescentes su apariencia pétrea tomaba un carácter espectral, misterioso incluso tétrico. Finalmente, quebró la pared de mutismo que lo circundaba. -«Honestamente debo reconocerle dos cosas…» hizo una pausa corta, -«Una; el valor de exponerse en su «propia» escena de crimen, aunque sinceramente hubiera preferido un trato un poco menos… «impersonal». Carlos Alberto detestó la risilla nerviosa, bastante incómoda al otro lado de la línea. Prosiguió, -«La otra; otorgarme el inmenso placer de hablar con el próximo infeliz desequilibrado que pondré tras las rejas hasta que la piel se le despegue de los huesos…» La voz del Inspector había tomado un tono bastante más acelerado e y desafiante, aunque aún era bastante tranquila. La tímida risa se convirtió en una sonora carcajada, exageradamente prolongada, enfermiza, que finalmente se ahogó en un suspiro visceral. -«Ufff…!!!», exclamó desde sus entrañas el anónimo «interlocutor telefónico». -«Gracias, muchísimas gracias detéctive… me ha alegrado la noche de una manera tan inesperada… Créame…» prosiguió, -«Sabía de sus extraordinarias dotes como investigador policial pero esa faceta de «comediante» en serio no me la esperaba…».Aróstegui comenzaba a repudiar desde sus bilis cada tono de aquella verborrea «mecánicamente modificada». -«Dígame una cosa mi muy estimado agente…¿ Acaso su esposa…», Susana, no…?, disfrutaba ese «agrio» sentido del humor…? O mejor debo decir «ex esposa?…» Aróstegui miró repentinamente el auricular, como si su interlocutor se estuviera ocultando en su interior. Una extraña sensación de desnudez le inundó por completo y por primera vez el insólito diálogo le aceleraba el pulso y una sudoración nerviosa le brotó en intermitentes gotas por la arrugada frente fruncida. La respuesta del misterioso llamante, como si presenciara la escena con sus propios ojos no se hizo esperar. -«Este si es un día memorable…», festejó mientras retomaba la insoportable «risilla»… -» He conseguido silenciar al famosísimo Carlos Alberto Aróstegui Infante… «. -«Dígame mi estimado «amigo»…», continuó con tono desafiante… -«Como lleva au pequeña hija el divorcio de sus padres…?» Carlos Alberto apretó el manófono como si intentará desintegrarlo dentro de su puño. La respiración, visiblemente agitada despertó la curiosidad de todos en la habitación…» Quién era ese extraño que se atrevía a llamar a estas horas…? Que pretendía con esa llamada y como conocía a Aróstegui tan bien…? Sea quien fuere acababa de cruzar un límite demasiado peligroso y desde ese preciso momento ya no había marcha atrás… El detéctive tomó el frasco de píldoras de su chaqueta, abrió la tapa sosteniéndolo con la mano lesionada y tragó unos cuantos comprimidos, como si los bebiera de un vaso, tragándolos secamente. «Si… Esas separaciones son muy dolorosas y traumáticas…». Cada palabra era un martillazo en la sien, cada hálito en su oído un puñal hirviente en el costado. -«Pobre niñita, tan inocente… Que puede estar pasando por esa pequeña cabecita ahora mismo…? Tiene apenas… dos añitos… Valeria…No?». El extraño sentimiento que antes le inundara, la rara, desconocida, inusual vibración que le removía se transformó de repente en torbellino, en vendaval, que amenazaba desencadenarse en catástrofe. Como una fiera herida y enjaulada que de repente destrozara las puertas de su enclaustramiento para finalmente liberarse y liberar la ira más endemoniada así se desató la furia de Carlos Alberto Aróstegui Infante. Su voz increíblemente calmada era por otro lado la más clara sentencia de muerte, una declaración de guerra, un acta de venganza. De la más fría, calculadora, letal… -«Préstame atención desgraciado porque la próxima vez que escuches mi voz será cuando mire tus ojos moribundos. No habrá rincón en esta ciudad, ni siquiera en este planeta donde te puedas ocultar de mí…¿Tienes reloj…?», preguntó retórico, pero sobre todo irónico… -«Pués a partir de este minuto cada segundo de tu vida considéralo un regalo…» Amenazante, concluyó…-«… Y ya me encargaré yo personalmente de cobrártelos… uno por uno… Por cierto…» , observó calculador, -«… Que tal la pierna… la derecha?» Un respingo agitado delató tensión del otro lado… -«Hay que tener mucho cuidado con esas quemaduras por contacto… Sobre todo cuando son por encima de la ropa… Suelen complicarse de pronto, así… Como si nada…» Silencio. La quietud más absoluta solo era rota en su levedad por el repicar de la llovizna contra el vidrio de la ventanas. -«Ahora quien se quedó sin palabras…?», se burló jactancioso el detective. Un reconfortante sabor a victoria llenó su paladar, había encontrado la debilidad que necesitaba en su rival y la iba a explotar hasta lo último. -» Inteligente, suspicaz, hábil… Eres sin duda todo lo que dicen… » reconoció la «voz» al otro lado. -«Estoy seguro que esto lo vamos a disfrutar los dos… Quizás yo un poco más», acotó sarcástico. -«Una última cosa… Por estos días se cumplen años de la muerte de Violeta, no…?» Seis si mal no recuerdo. Carlos Alberto sintió este comentario como un zarpazo helado y sintió que todo el lugar se le venía encima, como si intentase aplastarlo. -«Una verdadera pena, tan joven… Casi una niña…Asesinada así tan salvajemente… Asi es la vida…Hasta pronto…» Y trás carcajear largamente colgó el teléfono. Aróstegui palideció sintiendo en su oído el prolongado tono de la comunicación interrumpida. Se desplomó en el destartalado sofá sin soltar el teléfono, se quitó el sombrero y reclinando hacia atrás la cabeza fijó la mirada perdida en el sucio y agrietado techo. Los ojos se nublaron humedecidos y un ininterrumpido hilillo resbaló sobre su mejilla. » Seis años… No… Seis años, trescientos cuarenta y ocho días,»… con un movimiento de su mano sana se llevó la esfera del reloj a su cara. «…13 horas y 27minutos…» Suspiró hondamente… -«Violeta… Mi querida Violeta».
Una explosión atronadora seguida de un pesado estruendo sacudió el edificio desprendiendo varios fragmentos del techo y dejando todo el lugar envuelto en una densa nube de polvo. Tanto los dos agentes como el médico forense corrieron al una de las ventanas. Carlos Alberto incorporándose de un salto se paró detrás de ellos. A unos escasos 100 metros un carro patrullero, un Ford Custom Galaxy del año 67 yacía apoyado sobre el techo envuelto en llamas. Los alaridos y gritos desesperados del vecindario envolvieron la madrugada en una tormenta de pánico. Los cláxones y pitidos de ambulancias y carros de bomberos no demoraron en dejar escuchar su serenata ensordecedora. -» Doctor, si ya usted concluyó su trabajo que los agentes procedan a levantar el cadáver… Este lugar no es seguro… «, señaló Aróstegui volteando su cabeza hacia la joven obcisa para luego tornar la mirada sobre la columna de negro humo que se elevaba sobre la barriada en desvelo … -«Ya ningún lugar de esta ciudad lo es…».
Fin del primer capítulo.
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