Eloína lo estaba enterrando todo.
Mientras lo hacía, recordó en su mente sus mil batallas. Siempre contra el mal, contra la mentira, contra la humillación.
Pasó su dedo índice por el filo de su brillante espada, se cortó, pero no se inmutó. Un hilillo de sangre resbaló desde su dedo, yendo a caer en su pie, protegido levemente por su sandalia de guerrera. Recordó cuantas cabezas había cortado con ese filo y recordó también como detrás de cada cara, de cada cabeza cortada, siempre aparecía otra, que finalmente también había que cortar. Era todo una hilera sin fin de rostros inanimados, algunos sorprendidos, en el momento en que su cabeza era separada de su tronco. Ella era así, una guerrera, siempre contra el mal, que acechaba en las esquinas y a las mujeres.
Volvió a darse cuenta de su cansancio. Eloína se había cansado de matar, de asesinar. Siempre era lo mismo, una cara de un malvado era substituida por otra, que al principio parecía buena y que al final se transformaba en mala con el paso del tiempo, con el paso de a veces muy poco tiempo.
Conocía Eloína que estaba desproveyéndose de sus defensas, que si ahora alguien le atacaba sería una presa fácil, desvalida y coqueta. Sabía que no podría defenderse más, que ya se había acabado la batalla, la última batalla. Y deseó profundamente que así fuera y que si tenía que morir a manos de algún desalmado, lo haría sabiendo que había renunciado a defenderse, que había por fin, abandonado la violencia. Y que el odio y el rencor morían ahora con ella, con la violencia.
Colocó su espada fiel en el hoyo profundo que había cavado, justo en las raíces de aquel árbol antiguo y amigo. Sin hablar le pidió que la mantuviera a buen recaudo, que no permitiera que ningún incauto la encontrara y se creyera a si mismo el vengador de los dioses. Le pidió a su amigo árbol que la destruyera, que con el paso de poco tiempo, el óxido, el desuso y la humedad se apoderaran de ella y la consumieran, sin dejarla hablar, ni matar.
Enterró también, casi a escondidas, el pequeño puñal, aquel que le salvó más de una vez la vida y que utilizó a veces, de forma abyecta, cuando estaban a punto de acabar con su vida y que le sirvió para acabar ella con la de él, pues no tenía sospecha de que el puñal existiera, escondido como estaba, en una faja pequeña, en una de sus fuertes piernas. Esto le dolió pues ella sabía que el puñal no era para que no la mataran en un momento difícil, pues ella jamás temió a la muerte. Le dolió en lo más profundo de su ser, pues ella sabía que el puñal era para conseguir siempre ganar, pues eso era lo que ella siempre había necesitado hasta ahora, ganar.
Ganar siempre.
Quiso que sus armas se pudrieran bajo la bondadosa sombra de aquel árbol hermoso, que desde pequeña le había acompañado. Era aquel el único lugar en que Eloína estaba libre de ella misma, de su circunstancia. Iba allí cuando la vorágine de sus guerras ennegrecía su espíritu, iba allí cuando necesitaba sentir que alguien le escuchaba sin juzgarla. Iba allí para sentirse de verdad amada.
Con la conciencia obscurecida pero con la más clara de las decisiones, empezó a enterrar sus armas de guerra. Después, arrastrando con sus manos la tierra previamente removida, empezó a llenar el foso y con cada puñado de arena, le parecía a Eloína que la cara de cada uno de sus muertos se esfumaba, se liberaba. Los gritos y la desesperación de la guerra y la muerte, se fueron apagando. Nunca hasta entonces se había dado cuenta de que todos sus muertos seguían gritando en su conciencia, nunca hasta que empezó, aquel día de primavera, a enterrar sus armas.
El silencio tomó, poco a poco, la palabra.
Mientras, de uno de los luceros de Eloína, brotó una lágrima, era caliente y le sorprendió pues era, además, la primera.
Su ritmo se empezó a tornar frenético, sus manos iban y venían intentando cada vez acaparar más tierra con la que enterrar sus armas y su pasado. El cansancio de la repetición, una y otra vez, de la misma película, de las mismas caras, de los mismos hechos, le habían llevado a desear que su vida fuera otra.
Había tocado fondo.
No entendía como, pero no había suficiente tierra, el hoyo no estaba lleno aún y sin embargo el montoncito de tierra acumulada se había agotado ya. Había llegado a la desesperación, sus uñas escarbaban los alrededores de su tumba de armas,
los dedos, ensangrentados, seguían hurgando y haciendo tan sólo cosquillas a una tierra que no se dejaba robar tan fácilmente.
Eloína no cejó y cuando la luz de un sol llegó a un cenit, casi tenía tapado su agujero, lo que le empezó a tranquilizar. De forma más pausada, pero con igual decisión, siguió arañando la tierra seca pues era imprescindible para ella, enterrar bien todas sus armas, al tiempo que, sin saberlo, enterraba todo su pasado.
Por fin lo consiguió. El hoyo estaba lleno. Se descalzó sin pensar, y con su pie desnudo aplanó el maldito tesoro, para que nadie lo encontrara y se pudiera pudrir con calma.
Después descansó.
Su mente estaba aún algo turbia, empañada, pero iba consiguiendo claridad, era como si al enterrar su vida pasada pudiera, poco a poco, ir recobrando una serenidad que desde niña no recordaba.
Sin poder centrarse aún, pensó en marchar y olvidar aquel lugar para siempre, a pesar del dolor que le causaba perder a su árbol.
De pronto, entre la tierra removida por sus dedos en la búsqueda afanosa de nueva tierra con la que tapar sus armas, vio algo que sobresalía. Su mente se paró y su árbol movió todas a una, sus ramas, a pesar de que viento, no había. Ella miró las ramas y miró el tronco y volvió a sentirse como cuando era chiquitina, volvió a escuchar aquella voz amiga, que le hablaba sin palabras. Sintió en lo más hondo de su pecho el cálido acogimiento de su amigo el árbol.
Volvió entonces a mirar hacia abajo, al suelo y vio aquello que le llamara la atención. Era una gran piedra sonrosada, medio enterrada.
La toco con sus ensangrentadas manos. Estaba caliente y su tacto era aterciopelado.
Con esas maltrechas manos y sin pensar, volvió a arañar la tierra, esta vez para desenterrar algo.
Le costó mucho tiempo porque era muy grande y porque sus manos estaban ya muy deterioradas aunque no sentía ningún dolor.
Al final consiguió sacar lo que era, de piedra, un hermoso y rosado
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