La madre reina de los uwis.

Mi marido estaba en el suelo destrozado. No podía hacer nada por él. Estaba muerto. Mis niños se agarraban a mis piernas llorando. Ellos no eran conscientes del ataque que estábamos sufriendo, pero tenían miedo. Os diré sus nombres, es importante que los conozcáis. El pequeño se llamaba Einar y fue concebido durante las lluvias torrenciales que nos dejaron sin nada hasta que él llegó. La mediana se llamaba Astrid y el mayor Bjorn.

Estábamos rodeados por uwis, esos seres bajitos que parecen muy graciosos y juguetones, pero que solo entienden de muerte y sufrimiento. Algo les hizo frenar y mirar a la mies, por donde un jinete se acercaba a nosotros al galope. Al tenerle más cerca pude verle bien. Era un hombre esbelto con vestimentas negras que lucía hermoso en su cabalgadura. Barba larga y negra, musculado, y sus melenas al viento me llenaban de tranquilidad al sentirme a salvo bajo su protección. No había más que ver a los uwis atemorizados, retrocediendo sobre sus pasos. Cuando el jinete negro llegó hasta nosotros, se quedó frente a mí observándome desde lo alto de su caballo. No entendí a qué esperaba para cazar y dar muerte a los uwis. Cogí del suelo en brazos a mi hijo Einar y lo alcé hacia él, mostrándosele para que le salvara. Los uwis retrocedieron un poco más. El jinete, desde su caballo dirigió la mirada hasta donde ellos estaban. Sacó una espada de su montura, la blandió en el aire por encima de su cabeza con las dos manos y le sesgó el cuello a mi hijo Einar.

Bajó de su cabalgadura y se puso frente a mí. Caí de rodillas suplicando por la vida de mis otros dos hijos. A una señal de él se aproximaron los uwis. Me arrancaron de los brazos a Astrid y se la llevaron dos de ellos. A Bjorn lo estrellaron contra el suelo, pisándole la cabeza hasta que crujió como una sandía. Quise morir con ellos, pero morir habría sido demasiado fácil. Nuestras vidas, nuestra felicidad y nuestra humanidad habían llegado a su fin.

El jinete negro, ese que ya no me parecía tan hermoso, me llevó con él hasta un lugar donde había otras como yo. Entré a formar parte de lo que podría denominarse una granja humana. Nuestra función era procrear. Para ese menester había unos monjes encapuchados que venían a visitarnos todos los días. Cuando quedábamos en cinta nos llevaban a otro lugar donde nos cuidaban muy bien. Las mujeres que no se quedaban embarazadas en un periodo de tiempo largo desaparecían. Si dábamos a luz un varón, lo desechaban, lo eliminaban. Si era hembra, nos dejaban criarla hasta que ellos consideraban que era el momento de destetarla, para vendérsela a los uwis. Nuestra única función era parir niñas para que se las vendieran a los uwis. A saber qué harían con las niñas. No lo sabíamos. Se decían muchas cosas y ninguna buena. Los monjes no nos decían nada. Tenían prohibido hablarnos. Tenían prohibido disfrutar de nosotras. Solo venían, nos inseminaban y se marchaban. Cada día uno distinto para cada una, para asegurar la concepción. Así fue pasando el tiempo. Yo parí ocho bebes en el transcurso de doce años.

– Aura. ¿Qué tal estás? – Se permitía que las parturientas nos ayudáramos entre nosotras, que ayudaran a las que estaban a punto de dar a luz o que habían alumbrado recientemente. – Han pasado treinta días desde que pariste. Tienes que volver a la granja. Antes del ocaso vendrán para llevarte allí. Siento mucho que fuera niño. Mira la mía qué hermosa está.

– Es preciosa.

– Dicen que hay un monje nuevo. A las que les ha tocado se están volviendo locas. Dicen que sus gemidos se oyen desde fuera de los muros. No sé en qué acabaremos. Mientras seamos fértiles, mientras les seamos útiles seguiremos vivas.

– ¿Vivas? Esto no es vivir. Esta es una nueva forma de estar muertas.

    Tenía razón. Algo estaba ocurriendo en la granja, algo que escapaba al control del jinete negro y de sus esbirros. Un monje se había colado entre los muros que formaban nuestra prisión. El mismo jinete negro se pasaba por las celdas quitando las capuchas a los monjes en pleno acto, en busca del intruso. De repente se oían los lloros de una mujer, pero no eran lloros de tristeza ni de felicidad, eran las lágrimas del placer infinito, de ese palpitar imposible que devolvía la libertad a cada una de las que allí estaban confinadas. Decían que ese monje no solo te poseía el cuerpo, sino que te robaba el alma.

    Hice lo que siempre hacía a la hora señalada. Me vestí con la túnica ritual y me tumbé en el catre con las piernas colgando y bien abiertas. Todo debía quedar oculto y debíamos estar bien limpias para que no se dejara sentir ningún olor corporal. El monje entraba, se acercaba y posicionaba entre las piernas. El resto está claro. Ni un tocamiento, ni una palabra, ni un suspiro, ni una gota de semen derramada fuera de nuestro receptáculo.

    Entró y supe que era él. ¿Yo también me volvería loca? Puede que fuese mejor así. Entró y se acercó a mí. Se posicionó entre mis piernas, pero no sentí que nada me rozara. Yo yacía con la mirada al techo. Puso su mano sobre mi cara.

    – ¿Einar? ¿Eres tú, mi vida?

      Me incorporé agarrando y besando su mano. Estaba segura de que era mi niño, mi pequeño Einar hecho ya un hombre. Le quité la capucha y me quedé atónita al ver que no tenía cabeza. Era mi Einar, mi niño injustamente decapitado que había salido de las sombras que un día le privaron de vivir. ¿Cómo no iban a volverse todas locas? ¿Cómo no iba a volverme yo también loca? Estaban visitándonos nuestros hijos decapitados, nuestros hijos muertos, aquellos a los que no dejaron descansar en paz.

      Quienes habían entrado en contacto con el nuevo monje, iban quedando en cinta y dando a luz varones que nacían ya decapitados. Era una maldición. No volvió a nacer ninguna hembra en la granja. El jinete negro estaba enfurecido. En las generaciones inmediatas no tendría hembras que ofrecer a los uwis. Tampoco quedaban muchas mujeres por capturar en edad de procrear, y a las pocas que atrapaban les pasaba lo mismo, caían en la maldición. Los humanos en libertad estaban desapareciendo. Llegados a ese punto, había muchas cosas que yo no llegaba a comprender. Os cuento lo que sucedió.

      De seguir así la cosa, estábamos todas condenadas a muerte. Como dijo mi amiga y compañera de desdichas, si ya no les servíamos de nada nos eliminarían. Unas pocas de nosotras elaboramos un plan para huir de la granja. Tan pronto fuimos libres caímos en las garras de los uwis. Entre ellos había mujeres humanas, mujeres guerreras, mujeres cuyos rostros reflejaban el odio. Nos encerraron. Muy probablemente entrasen a negociar con el jinete negro para conseguir un buen trato y devolvernos a la granja.

      La primera noche que pasamos bajo el cautiverio de los uwis fue horrible. No por nosotras que nadie nos hizo nada malo, si no por lo que presenciamos. Nadie sabía de dónde provenían los uwis. Habían aparecido de repente en nuestro planeta, suponiendo el inicio del fin. En las luchas contra la amenaza que representaban, toda una sociedad se resquebrajó, imperando la ley del más fuerte, surgiendo nuevos modelos de convivencia por todas partes. Solo sobrevivía quien no tenía apego a nada, quien convertía a sus semejantes en esclavos, quien negociaba con la muerte de otros. Los uwis serán siempre una incógnita sobre el porqué de nuestra existencia, sobre el origen y el sentido de la vida. Poco se sabe de ellos salvo su afán por conseguir mujeres humanas en edades tempranas y el gusto por la violencia sobre el resto. Mutilación, sufrimiento, dolor, genocidio, son los términos que van ligados a ellos.

      Nuestra primera noche allí no fue una noche más. Algo se preparaba en el campamento uwi. Muchos de ellos se concentraron frente a donde estábamos confinadas. Trajeron a dos niñas de unos doce o trece años. Las amarraron a unos troncos clavados en la tierra en forma de “X” con los brazos y las piernas abiertas, completamente desnudas. Parecía un rito de iniciación. Un uwi se acercó a ellas con un instrumento alargado y punzante que introdujo levemente en sus vaginas provocando que sangraran. Un rugido ensordecedor hizo que tuviéramos que taparnos los oídos para que no nos explotaran los tímpanos. Vimos una figura enorme que nada se parecía a un uwi. Era como una araña gigante, de tres metros de altura sino más. Con sus patas mugrientas se acercaba desde la espesura hasta el centro ceremonial. De lo que parecía su cabeza surgieron unos tentáculos que, atraídos por el olor de la sangre que manaba de las niñas, se introdujeron en ellas. Después supimos que aquel bicho nauseabundo que estábamos viendo se alimentaba de la sangre proveniente del periodo de las jóvenes, y lo que estábamos presenciando era un ritual simbólico de tales actos. Lo más triste y desesperante de todo fue ver como aquellas dos niñas se retorcían presas de sus ataduras, presas de la intromisión que estaban sufriendo en sus cuerpos. Y lo que nos resultó aún más horrendo fue comprobar que las niñas no se retorcían de dolor.

      ¿Qué futuro nos esperaba a todos si sucumbía toda nuestra especie bajo el dominio de esos seres tan asquerosos?

      Uwis por todas partes, uwis emitiendo esos gruñidos tan terroríficos, uwis histéricos entorno a su reina sedienta de sangre y óvulos muertos. Entonces comenzó el verdadero infierno en una noche que arderá por siempre en mi retina cada vez que quiera hallar paz. Los uwis sacaron de una abertura bajo el terreno a las niñas allí escondidas y empezó el festín. Era su momento, su celebración, su comunión, su premio. Giré la cabeza. No quería ver más. Pero algo atrajo mi atención entre toda aquella debacle. Allí estaban también las humanas guerreras, de pie, como esfinges talladas en ébano y mármol, presenciándolo todo sin hacer mueca alguna. A una de ellas le atraía más fijar su atención sobre nosotras que sobre lo que allí sucedía. Ella se acercó hasta nosotras. Traía una lanza y acercó la punta hacia nosotras, una punta de lanza con una cabeza clavada en ella, la cabeza del jinete negro.

      Astrid. Mi amada hija. Preferiría saberte muerta a ver cómo te has convertido en uno de ellos. Cuántos horrores y calamidades habrás tenido que sufrir para llegar a ser lo que ahora eres. Era como si estuviera muerta, como si no quedara nada de mi hija en aquella mujer escultural carente de cualquier reducto de humanidad.

      Y pensar que todo empezó la mañana en que nos anunciaron que un meteorito se dirigía a la Tierra. Lo que no sabíamos y ahora sí es que en ese pedazo de roca interestelar no todo era materia inerte. Esos huevecillos blancos que creyeron ser unas simples rocas traían en su interior el germen de los uwis, y así fue como todo cambió. Así fue como dejamos de ser madres para convertirnos en ganado.

      En la cuarta noche, tuve una revelación. Astrid, Einar y Bjorn estaban en la celda junto a mí. Ellos me enseñaron el camino de la libertad. Todo no iba a salir mal, porque los humanos tenemos algo que los uwis desconocen. Los humanos tenemos conciencia, consciencia e inconsciencia. Los humanos tenemos alma y esas almas transgreden más allá de todo lo que es materia, de todo lo que los uwis pueden alcanzar con sus miserias y sus poderes. Acogí a mis hijos en mi regazo, como cuando eran niños y buscaban mi protección. Pero mis hijos no eran mis hijos, los vi de cerca, cara a cara, y su aspecto era el de los uwis. Aún así, les cobijo bajo mi abdomen, entre mis patas de araña, y con mis tentáculos les alimento con la sangre seminal de las vírgenes violadas. Soy la reina del nuevo mundo que está a punto de eclosionar.

      – ¡Señora! ¡Señora! ¡Está alucinando! ¡Escúcheme! Está en el Hospital Psiquiátrico de Los Misioneros. Ha sufrido un brote psicótico y la han traído a urgencias. Le hemos administrado un relajante muscular. Cálmese.

      – ¿Hemos escapado de los uwis? ¿Mis hijos están muertos?

      – ¿Uwis? ¿Qué son uwis? No se preocupe. Es normal decir cosas sin sentido.

      – ¿Dónde están mis hijos? ¿Han de ser destruidos? ¡Tienen que matarlos o nos destruirán!

      – ¡Cálmese! En la ficha dice que usted no tiene hijos. ¡Tranquilícese! Todo está bien.

        Dicen que todo está bien. Nada está bien.

        – ¿Cómo se encuentra Aura?

        – Está completamente sedada.

        – ¿Recuerda si son habituales estos brotes de otras veces que fue ingresada?

        – Sí. Siempre ingresa contando historias catastrofistas sobre el fin del mundo. Es un delirio recurrente en ella, doctor.

        – Bueno. Acabo de llegar. Ya me iré familiarizando con sus psicopatías.

        – Doctor, tenía estas tres piedras agarradas con la mano. No las quería soltar. ¿Qué hago con ellas?

        – ¿Esto es habitual?

        – No, doctor. Es la primera vez que trae piedras en la mano, que yo sepa.

        – Veamos. Son tres piedras normales y corrientes. Tírelas a la basura.

        – Ok.

          FIN

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          Derechos de Autor: Raúl Cebrecos Tamayo

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