Todos los vecinos se han acercado a ver el río. Las lluvias torrenciales de los últimos días lo han colmado tanto, que está a punto de desbordarse. Han cerrado sus tiendas y negocios y han clavado sus ojos en los remolinos negros que el agua forma. La lluvia ha fundido la nieve que aún cubría las cumbres más altas de las montañas que rodean el pueblo, una muralla que lo esconde del sol y del mundo. La tierra no ha podido absorber más agua, y se han formado cascadas, derrumbado laderas, los tímidos torrentes se han convertido en violentas lenguas de agua blanca y atronadora.
Han protegido las entradas de las casas con sacos de tierra, han movido piedras con los tractores, han resguardado a los animales. Y una vez hechas todas las cosas que aprendieron en la última riada que debían hacerse, se han acercado a vigilar el río, porque ya es lo único que queda. Escuchan, entre el salvaje rumor del agua, el chocar de las enormes rocas que el río arrastra. Temen que en cualquier momento el agua se desborde, que destruya la única carretera que une el valle con el mundo, que se lleve el puente, sus casas, el depósito del gas y se queden semanas duchándose con agua fría y marronosa.
María observa a la multitud sentada en el banco del parque. Se esconde debajo de un paraguas negro decorado con el logo de la agencia de seguros donde trabaja su padre. Hace fresco y se ha puesto su sudadera de Snoopy. Es la única que le queda un poco grande y además la hace parecer más niña, ahora que ya es por fin, toda una mujer. Examina la cara del perro que se abulta un poco justo a la altura de su vientre, se le arquean un poco las cejas hacia su ombligo, y parece que Snoopy esté enfadado. Se incorpora un poco y ahora Snoopy frunce el ceño. Dobla su cuerpo y Snoopy agacha su cabeza avergonzado, abre sus brazos y se queda Snoopy con cara de mareado.
Las niñas de su edad están encerradas en la seguridad de sus cuartos, como abejitas acurrucadas en las celdas de su colmena en un día de tormenta, mandándose mensajitos de Snapchat en los que sospecha, dentro de unos meses, aparecerá ella. María ha podido escabullirse a ver el río. Su padre estaba ocupadísimo con las llamadas de sus clientes, todos histéricos ante la posibilidad de perder sus granjas o sus casas. Se deja hipnotizar por el agua negra y no puede evitar una náusea y ese mareo que últimamente siempre la acompaña.
Se oye ahora un murmullo de gente, y alguien señalando la corriente, que arrastra una pelota de la Liga. Detrás de una pelota siempre va un niño y las miradas se enredan con angustia en la negrura que serpentea violenta. Pero no aparece un niño, sino un árbol, que se pliega y se rinde a la fuerza del agua, con sus ramas estiradas hacia el cielo, como pidiendo ayuda a los otros árboles que lo observan impasibles desde la orilla, mientras él ya desaparece río abajo.
Por fin ha dejado de llover, pero María sigue parapetada debajo de su paraguas. La gente empieza a mostrar señales de alivio, el nivel del agua está bajando. Parece que la previsión es buena, dice el policía municipal que lleva, según él, dos días sin dormir. Se despejan las nubes y empiezan a brillar las estrellas lejanas en medio de un cielo limpio y oscuro. Los vecinos se dan golpecitos nerviosos en las espaldas y empiezan a desfilar hacia sus casas. Se despiden por sus nombres de pila deseándose un buen descanso. Por poco, dicen, un metro más y ya tenemos aquí al ejército y a la reina besando niños y estrechando manos de abuelas. Por poco, pero esta vez nos hemos salvado. Permanece el puente románico en su sitio y ya cada vez quedan menos curiosos en la orilla.
Ajena al alivio general está María, con su mareo, y sus ojos fijos en el río oscuro. Su sangre está también fluyendo de una forma extraña y salvaje, transporta sustancias nuevas e indecentes. Borbotea por sus adentros como un torrente descontrolado. Se precipitan algunas gotas del paraguas hacia su sudadera, ahora parece que Snoopy está llorando.
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