Al alba, entusiastas y variopintos pájaros trinaban con esmero y dulzura a través de la niebla del cacimbo que teñida de aurora refrescaba la sequedad del mes de Julio e iluminaba tenuemente al campamento; instalado bajo unos grandes árboles baobab. A la vez, bañaba el ajetreo tempranero de experimentados soldados mercenarios de aspecto temerario y desaliñado. Cuerpos tonificados y cicatrizados en el afán del combate cuerpo a cuerpo, donde reiteradamente y desde muy jóvenes habían retado y vencido a la muerte impregnada de: vastedad de enemigos y escenarios.

Gruesas voces portuguesas, guturales, extraídas de los más profundo de la contracción de la faringe, marcadas en frases mañaneras rudas, cortas y viscosas llenas de inhumano entusiasmo: comentarios y risas abultadas de sadismo; acompasadas por el tintineo metálico de los aparejos de guerra y de las cadenas con sus argollas.

La inminencia del enfrentamiento alertó a los perros de caza que mostraban su nerviosismo e intranquilidad con cortos ladridos espaciados con gemidos parecidos a unos tímidos gruñidos. Así mismo, los quince pesados caballos de guerra dejaban ver su inquietud y se hacían sentir con cortos relinchos y bufidos, acompañados de nerviosos cabeceos y ligeros corcoveos.

Muy cerca, el vozarrón en kikongo de un imponente Bantu descendiente directo del rey Ngola, imponía orden y mando a una treintena de seleccionados nativos que trajinaban con la carga propia para esta expedición. El estado de ánimo de estos, era sosegado porque en la noche previa los Nkisis transmitieron al Nganga buenos augurios que fueron celebrados con abundante licor de palma, animado con el candente ritmo del tam-tam. Estos, además de cargadores eran excelentes guerreros y cazadores expertos con las trampas, y muy hábiles con la lanza, el arco y la flecha. El alborozo de los preparativos fue momentáneamente silenciado por el lejano e imponente rugido de un trasnochado y hambriento león.

Transcurridas las seis horas de camino por la boscosa sabana, ya se percibía el azulado humo detrás de la arboleda. Los diez centinelas que durante la noche vigilaban el perímetro del campamento, se habían adelantado recorriendo el trayecto al trote. Cumplieron con la misión encomendada, incendiar el lindero meridional del poblado, fuego que rápidamente se convirtió en voraz por la sequedad del monte y el vigoroso y constante viento en el caluroso mediodía.

Los Malemba, que nunca quisieron someterse al cristianismo y prefirieron mantener sus creencias religiosas ancestrales, fueron sorprendidos en sus habituales y sosegadas actividades diarias, tanto en el poblado de casas rectangulares de paredes de barro y techos de paja, así como en los sembradíos de verduras.

Pronto la conmoción, carreras desordenadas en distintas direcciones, gritos, tropiezos de hombres, mujeres y niños, animales en desesperada desbandada; los pájaros volaron aterrados con la máxima velocidad que le permitían sus alas. Solo los ancianos permanecían inmóviles absortos en sus sabios pensamientos, intuían la tragedia, ante la inesperada situación.

El voraz incendio y la densidad del humo los impulsó hacia el río, desde cuya ribera se escuchó un gran estruendo que los paralizó. Quince arcabuces disparados al aire y al unísono sonaron como un gran cañonazo. Sorprendidos y aterrorizados por la imagen que tenían al frente: quince terroríficos jinetes blandiendo grandes, filosas y pesadas espadas; destellante acero azulado, que cercenaba al viento. Galopaban con audacia hacia ellos en quince monumentales bestias negras, espoleadas con determinación en los ijares. A la vanguardia de esa carga, los decididos y enfurecidos perros con gran exhibición de gruñidos, colmillos y saliva, corrían velozmente hacia la presa seleccionada. No había salida, todo el poblado estaba atrapado, los flancos estaban cubiertos por los guerreros bantu pintarrajeados de blanco con sus conocidos símbolos que anuncian la muerte.

No estaban preparados para un ataque de este tipo, la sincronización y precisión de la embestida los desconcertó. Sin embargo, los más audaces, en un intento desesperado, trataron de romper el cerco hacia los costados, pero fueron rápidamente alcanzados y derribados por los jinetes que desde su altura, cortaron y mutilaron hombres, mujeres y niños con la exactitud de una máquina asesina bien engrasada; gritos desgarradores, llantos convulsivos . Al instante veinte cuerpos negros abiertos o desmembrados tiñeron el prado de carmesí. Los perros por su lado hacían lo suyo y contribuían a desaguar sangre para enriquecer el contraste de la dantesca escena, con preponderancia del verde, rojo y negro.

Los Bantu hicieron gala de su buena puntería, mataron con flechas envenenadas y largas lanzas una docena de niños y mujeres que habían logrado, en medio de la confusión, evadir el cerco. Tal salvajismo paralizó de terror al resto de la tribu.

Los apocalípticos jinetes envainaron las ensangrentadas espadas. Los caballos ya agotados y con pulso acelerado resoplaban por las fauces. Sin embargo la adrenalina alimentada por el fluir espantoso de los rápidos acontecimientos, pedía más.

A los sobrevivientes, algunos heridos, les hicieron sentir y conocer, por primera vez, cual de ahora en adelante sería el instrumento inseparable de su nuevo e inesperado amo: el látigo y su sonido silbante. Ese primer contacto marcó una dolorosa abertura en la espalda, la cara, los hombros, los brazos; la situación no permitía precisión. Desde ese instante, ya no eran libres. Al compás del terror su limitado léxico se enriqueció con una nueva palabra: “escravo”.

Continuará…

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