Ella está en lo alto de la calle empinada. Una calle del casco antiguo, estrecha y solitaria. Hay, en mitad de la calle, una lata de Coca-Cola perfectamente colocada. El sol de la tarde de verano se cuela entre los edificios abandonados y ruinosos. Edificios polvorientos que se caen a trozos. Un día, en este barrio vivieron sus abuelos, y también los de ellos, y si nos remontamos más atrás aún llegaríamos a la Edad Media, y en todas esas épocas la calle habría tenido vida burbujeante entre sus muros, como la lata.
Ella le da una magnífica patada a la lata vacía que sale despedida, rebotando calle abajo montando un gran alboroto. Se levantan un par de palomas. En ese preciso instante un chico que ella ha visto en el instituto dobla la esquina. La lata de Coca-Cola está ahora en su punta de la calle, abajo del todo, pero el chico la ignora. Camina encorvado como si llevara una mochila gigante e invisible. Cuando se cruzan ella adivina unos cascos entre el pelo de él, oscuro y rizado. Lo ha visto otras veces aunque no sabe su nombre. Él sube la cuesta y ella la baja. Al cruzarse no se dicen nada.
Y cuando ella llega abajo, la lata de Coca-Cola vuelve a estar en medio de la calle delante de ella, como ofreciéndose, provocándola. Y ya no sabe si chutarla otra vez, chutarla muy fuerte calle arriba, con rabia. Podría darle al chico por detrás. Él camina lento y aún no ha llegado arriba, podría sacarle de su música, sacarle una sonrisa, sacarle un saludo, saber su nombre. O podría chutarla para abajo, que sería lo más fácil y previsible. La lata de Coca-Cola está allí, pero ya no sabe qué hacer con ella.
Así que la deja, a pesar de las locas ganas de darle otra patada enorme, tremenda y escandalosa, allí la deja. Sus letras blancas ondean en un mar rojo de extrañas arrugas metálicas. La deja como un regalo para un extraño. Sigue cuesta abajo sin mirar atrás. Queda, en mitad de la calle, una lata de Coca-Cola perfectamente colocada.
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